lunes, 22 de enero de 2018

CARMEN POSFEMINISTA


 [Benjamin Lacombe, Carmen (Prosper Mérimée), Edelvives, trad.: Mauro Armiño, 2017, págs. 194]

La mujer es el síntoma del hombre, dicen que decía Lacan. Carmen es el síntoma de una cultura. Cambiando el final, o corrompiendo el principio, no importa, Carmen encarnará siempre el sadomasoquismo atávico de las relaciones y los escenarios heterosexuales, así en la novela como en la ópera o el cine. Carmen, La Venus de las pieles, La mujer y el pelele, La caja de Pandora, entre otras obras clave del masoquismo masculino, son variaciones literarias sobre el mismo mito sexual. Carmen, como dice Camille Paglia, “es una máscara sexual espectacular, una dominatrix carismática posible solo en la cultura occidental, que ha dado origen a la mujer independiente que habla claro”.

“Los hombres creen ser hombres, mientras que las mujeres fingen ser mujeres”.

-Alenka Zupančič-


Desde la suntuosa portada del libro, Benjamin Lacombe anuncia su programa estético. El bello rostro de una mujer aparece en un desgarrón luminoso con sus grandes ojos fijos y su boca de labios sensuales. Con los dedos de su mano derecha, donde reposa una araña, sujeta uno de los pliegues de una mantilla de encaje negro que es también una siniestra tela de araña. Esa joven glamurosa dirige la mirada al lector, como antes a otros muchos hombres, para hechizarlo con sus mágicos poderes de seducción. Ya en las primeras páginas del libro, ese hermoso rostro femenino muestra su atractivo de nuevo rodeado por la misma mantilla por la que merodea una camada de arañas de cuerpo rollizo y patas finas.
La romántica novela de Merimée, un extraño ejercicio de arqueología andaluza mucho más interesante de lo que su apariencia de fantasía exótica y erótica pudiera prometer, encuentra en Lacombe al artista visualizador y no solo al ilustrador. La sugestiva Carmen de Lacombe es un arquetipo intemporal y, como tal, Lacombe la restituye a su lugar de origen: el inconsciente masculino, esa factoría de imágenes de la feminidad que irrigan la cultura patriarcal y otorgan una máscara sexual al deseo. Carmen es la personificación del deseo: la mujer poderosa encargada de realizar los sueños de humillación del hombre masoquista. La mujer fatal: una creación fetichista de la mente viril. Una criatura de perdición que encarna la vida en su máxima intensidad.
Páginas más adelante, una Carmen monstruosa, con múltiples piernas calzadas en botas de cuero, se presenta en una pose mucho más insolente y dominadora. Envuelta en sus atavíos fúnebres con una enigmática bola de cristal sostenida por las dos manos a la altura del sexo, Carmen dirige al lector estupefacto una mirada desafiante en la que se cifra todo su embrujo carnal. Como en la gran ópera homónima, esta Carmen morenaza de Lacombe reta con su gesto despectivo al que la mira sin pudor ni temor. Esa maldición del deseo es la dimensión dionisíaca del mito que encandiló a Nietzsche con la exuberante música de Bizet.


En la novela, el bandolero José mata por desesperación a la gitana Carmen, que asume sin resistencia la pulsión destructiva y el destino trágico de la pasión amorosa. En la inquietante visión de Lacombe, las arañas son el animal heráldico del fatídico personaje, los representantes atávicos de su voluntad de enredar y engañar, y ella misma se transforma, en dos imágenes escalofriantes, en una araña terrorífica que mantiene cautivo en su tela al incauto “canario” José. La interpretación de Lacombe es la de un imaginario cultural filtrado por un tamiz freudiano y reinventado luego con rasgos estéticos contemporáneos.
En otra imagen gráfica, Lacombe suscribe la fragilidad del personaje, representando a la mujer como fetiche venéreo, encarnación pasiva del poderío de la libido. Una Carmen indolente, de rostro parecido a Paz Vega o a Penélope Cruz, esta fémina "diabólica" aguarda a su amado en un precioso tocador decorado con azulejos. Tumbada entre cojines, con la negra cabellera desmelenada, revestida de seda roja y descalza, se ofrece como una mujer fácil a la mirada posesiva del posible amante.
En cada una de estas fascinantes imágenes, Lacombe muestra a una Carmen nacida para ser amada y no asesinada, aunque la violencia del mal ronde sus perversos designios y maquinaciones. Con esa imagen final de una Carmen libertina, inspirada en Aubrey Beardsley, Lacombe nos recuerda que el amor es también un juego de máscaras, una escenificación erótica, un espectáculo organizado en función del placer y la seducción, no de la muerte. 

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