[Esta tarde estaré presentando en París la traducción francesa de mi novela Karnaval en la librería le Comptoir des Mots (239 rue des Pyrénées) a partir de las 20 horas, pero no quiero desaprovechar la ocasión de estar en París (la ciudad donde, según el gran Billy Wilder, "todos lo hacen") sin rendir homenaje, como tantas otras veces, al amor y a algunos avatares literarios del amor...]
"No hay Eros sin una fisiología del amor, ni poética de los sentimientos sin una teoría de las posibilidades del cuerpo."
-Michel Onfray-
El venerado Valentín, mártir romano amigo de las parejas y los matrimonios, según la leyenda cristiana, abonó con su sangre virginal el ingenioso palíndromo AMOR ROMA para corroborar que el sentimiento amoroso es un asunto antiguo y complicado. Platón le consagró uno de sus más famosos Diálogos: la pluralidad de versiones vertidas por los invitados durante el alegre “simposio” o “banquete” da cuenta de la diferencia esencial entre quienes hacen del amor un pretexto para enfangarse en la vida terrenal y su seductor catálogo de tentaciones, y quienes lo subliman sin gustarlo para escapar de este mundo de corrupción y miseria.
Como deidad mundana, Eros tiende a favorecer hasta lo ilimitado esa atracción tumultuosa entre individuos, de sexo contrario o igual. Todas las culturas han tratado, de un modo u otro, de apoderarse para sus fines de ese poder desbocado, esa energía de fusión improductiva, ese derroche incontenible de fluidos, esa efusión hormonal, imponiendo reglas al juego amoroso con intención de controlarlo sin anularlo. De todas las artes, la literatura proporciona la más jugosa documentación, tan equívoca como su volátil objeto de representación, sobre su infalible acción venérea, a la que nadie, ni mortal ni inmortal, nacido de mujer o de diosa, permanece inmune o indiferente. Entre la poesía elegíaca y la prosa pagana y libertina, ahí está el amor con toda su fuerza genesíaca.
El amor es, en efecto, una pasión literaria (“con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”, como dice Borges), una florida retórica del apareamiento y el desfloramiento que cambia con los tiempos y las modas, un modo verbal de expresar la obcecación de la carne por entrar en contacto con otra carne también a través del verbo. Así sucede en el episodio adúltero de Paolo y Francesca en la Divina Comedia de Dante, ese mamotreto teocrático, donde el acto hedónico de la lectura incita a la literalización voluptuosa del amor. Los mismos labios que declinan las palabras más emotivas se turban con ellas, pasando en un instante de la pasividad lectora a la agitación pasional del lecho. “Me besó la boca temblando y ya no pudimos leer más”, confiesa a un Dante conmovido por su historia traumática una Francesca condenada al infierno por infiel.
No se puede negar que hay algo de inconveniente y transgresor en toda forma de amor, según los códigos vigentes en cada época, desde los tiempos en que Safo, poeta de Lesbos, se erigía en la voz femenina de la antigüedad, una dicción bisexual que ha llegado mutilada hasta nosotros por el celo vengativo de los puritanos, hasta esta era de amores líquidos y porno expandido, donde la promiscuidad y el desmadre combaten como siempre con los celos patológicos y la posesión exclusiva, como expresa Catherine Millet en su último libro, pero también con el deseo de permanencia, contra lo efímero del contacto.
“Lo que hay de intolerable en el amor es que se trata de un crimen que uno no puede cometer sin un cómplice”, declaraba asqueado el impotente Baudelaire para denunciar todos los crímenes infames que otros (comenzando por su amada, la mulata Jeanne Duval) cometían en nombre del amor. La condición reversible y enrevesada de este sentimiento ambiguo enfurecía al autor de Las flores del mal, esa infecciosa colección de versos venéreos. La amoralidad del amor consiste, pues, ahora y siempre, en “ese materialismo absoluto” que no dista mucho del “más puro idealismo”, como escribió con estupor en “La Fanfarlo”, el idilio imposible entre un esteta fanático y una fascinante bailarina de insufrible vulgaridad. De esta visión decadente y feroz del amor tomaría buena nota su colega espiritual Barbey D´Aurevilly al concebir “La felicidad en el crimen”, un relato diabólico (incluido, precisamente, en la colección Las diabólicas) donde el amor ilícito se consagra como instinto animal de los corazones más fieros.
“Hay algo vulgar en el amor, sin siquiera señalar al sexo”, escribió Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto, una novela que es el equivalente en el siglo XX a lo que significaron en su tiempo El arte de amar de Ovidio, un manual de seducción para jóvenes romanos, o el medieval Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita: celebración masculina del gusto predominante por las mujeres, la ritualización erótica de los encuentros y las relaciones posibles, la fundación, en suma, de un modelo lúdico de comunicación carnal entre los sexos, de abolición placentera de esa distancia o división original, ese mal irremediable de ser dos.
Y es que el amor se hace y, por desgracia, se deshace. Mientras la poesía lírica ha expresado siempre el anhelo o el júbilo de la posesión y la melancolía de la pérdida, el campo de exploración de la novela ha sido más vasto y desmitificador, abarcando todos los aspectos, aun los menos confesables, de la experiencia amorosa. Así fue desde el principio, con la “odisea” erótica de un héroe que para regresar con su mujer deberá conocer y reconocer, tras muchos lances, la deliciosa diversidad de lo femenino; o con el primer “idilio” de la historia, ambientado en Lesbos, donde los pastores Daphnis y Cloé engendraron con sus amores sensuales un nuevo género narrativo de sugestiva descendencia.
Algunos novelistas ingleses del dieciocho, como Richardson, lo desvirtuaron al practicar un erotismo puramente contractual, transformando los prolegómenos del amor, los escarceos prematrimoniales, con su picardía moral y su conducta gazmoña, en el motivo dominante de sus hoy risibles novelas (menos mal que el gran Fielding parodió estas ficciones de alcoba, sacándoles las vergüenzas). En Jane Austen, tanto en su vida virtuosa como en sus delicadas ficciones, el amor está siempre al borde del matrimonio, en ese límite impuesto por la decencia entre la ensoñación romántica y el pragmatismo conyugal.
Es en la novela francesa, sin embargo, donde se muestra con mayor lucidez el conflicto entre el amor y el libertinaje, tanto en Sade, paroxismo cáustico del segundo, como en Las relaciones peligrosas de Laclos. En la endemoniada trama epistolar de ésta, el triunfo del amor pasional sobre su antagonista aristocrático prefigura también el éxito histórico de una clase burguesa emergente sobre otra decadente, con lo que el amor se convierte en un ideario sentimental monógamo ligado también a una nueva forma de organización social surgida después de todas las revoluciones, incluida la industrial. Sin olvidar las estrategias del amor como medio de prosperar en sociedad, como en El rojo y el negro de Stendhal, o los amoríos como evasión de un orden social asfixiante, como en Madame Bovary, lectora vocacional y adúltera trágica como Francesca. Es en Proust y en su búsqueda del "tiempo perdido" en los salones y los dormitorios donde se consuma, entre otras cosas más procaces, esta conjunción del deseo subjetivo y la barrera social a través de la paranoia de los celos, la degradación pasional y la posesión obsesiva del objeto amado, ya sea la indigna Odette o la fugitiva Albertine.
En Michel Houellebecq, en cambio, avatar terminal de esta tradición novelesca, sobre todo en Plataforma y La posibilidad de una isla, hallamos la crudeza obscena, la perplejidad moral y la viscosa pornografía del freudiano principio de realidad propias de una cultura que encaja con dificultad los nuevos postulados de la biología neodarwinista. El grado cero del deseo: la noción de que los genes gobiernan nuestros deseos y apetitos, como ciertos políticos, con el único fin de perpetuarse en el poder.
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