domingo, 3 de abril de 2011

UNA HISTORIA PORTÁTIL DE LA "GENERACIÓN BEAT" (2)

Yo soy América

Es irónico que Ginsberg declarara en la dedicatoria del infernal Aullido que todos los libros del grupo “están publicados en el paraíso”. Ginsberg debía de pensar que América era el sonoro nombre de ese siniestro paraíso con fronteras políticas delimitadas. El aullido de Ginsberg era el aullido de un parto interminable por una América que no acababa de nacer, una América que nació muerta o quedó abandonada tras nacer en alguno de los múltiples contenedores de la historia. A esta América espectral dedicó un poema estremecedor, incluido en el poemario polémico: “América te lo he dado todo y ahora no soy nada”. En plena Guerra Fría, ser un hombre libre, plenamente comprometido y libre al mismo tiempo, suponía no encajar ni en el paraíso soñado de la América de las oportunidades, la fortuna y la prosperidad al alcance de todos ni, por supuesto, en la utopía a plazos quinquenales del Soviet de las inoportunidades, el infortunio y la pobreza comunitarias. El sueño de América estaba siendo expropiado de raíz por la América capitalista y militarizada y los beats, con Ginsberg, Cassady y Kerouac a la cabeza, emprenderían entonces el viaje crepuscular del hombre blanco por la tierra amenazada de extinción (“la autopista que atraviesa América”, con la que Ginsberg clausuraba Aullido) montados en estrafalarios vehículos cuyo carburante poético era muchas veces más el alcohol o la droga (marihuana y heroína, sobre todo) que la gasolina prosaica. En la Nota a pie de página a Aullido Ginsberg atacaba la censura por profana y por impúdica: si todo es santo y sagrado, como expresaba esta apostilla poética, desde los órganos sexuales hasta el “vasto borrego de la clase media”, no cabe prohibir nada, o restringir su circulación, sin ofender severamente al creador de lo real y de su reverso constatado. En el fondo, Ginsberg mostraba ser, como su gurú Walt Whitman, un panteísta convencido de que la tierra americana era el escenario natural del sentimiento religioso entendido como abrazo amoroso de todo con todo: esa religión del amor universal que creería con ingenuidad haber encontrado, como tantos otros, en sus relecturas californianas del ideario comunista (“América, ¿cuándo pondremos fin a la guerra de la humanidad?”). Su viaje a Cuba, la enemiga americana, fue una ocasión desternillante y además determinante para su toma de conciencia como disidente sexual en ambos mundos. Durante su tumultuosa estancia, Ginsberg se atrevió a decir que Castro era un buen “semental” y que había mantenido relaciones homosexuales en su juventud (como todo hombre que se precie, proclamaba con picardía impropia). Para colmo, expresó en público su deseo de acostarse con el Che Guevara, a quien consideraba un ángel de erotismo irresistible. Por no hablar de su propuesta de sublevación callejera contra la persecución castrista de todos los maricas de una isla repleta de ellos. Y lo expulsaron enseguida del espacio acotado de la utopía, como era de prever, por haber confundido la virilidad del latido revolucionario con una invitación colectiva a un revolcón ocasional.

Máquinas de escribir

Los beats eran genuinas máquinas de escribir. Un escritor famoso de gusto bastante conservador expresó su disgusto e indignación con la estética literaria del grupo proclamando que En la carretera no era escritura sino pura mecanografía. Es paradójico que este movimiento tan libre y rompedor abogara por la escritura a máquina en una época en que la mayoría de sus colegas, con actitud artesanal, seguían escribiendo a mano. [Hay toda una historia de la literatura pendiente de escribir a partir de las tecnologías y los cambios o mutaciones que introdujeron en un arte aparentemente intemporal como el literario.] Así que Kerouac y Ginsberg y Burroughs echaron mano a las máquinas de escribir que tenían más a mano para pulsar sus teclas como quien se conecta a un tablero afectivo y pasional del mismo modo que se abalanzaron sobre el volante de los coches para redescubrir el espacio americano en movimiento. Admiradores de los grandes músicos de jazz, el grupo beat encontraría en el arte de mecanografiar el equivalente literario del saxo, la trompeta o el clarinete: un instrumento rítmico de transmisión automática de la emoción y el aliento del artista que lo toca sin normas previas. Si se quiere era otra forma de afirmación individual, tan radical como su relación con las drogas, el sexo o las creencias. La poética beat de la sensación de vivir se situaba así entre los dos extremos doctrinales del “zen” y la censura.

Las moscas de la fama

Como todas las modas de temporada, los beats padecieron (con la notable excepción de Burroughs) su calvario de desfases y decadencia. No obstante, las secuelas de la celebridad mediática del movimiento fueron, en su caso, bastante duras. Nadie representa mejor este desastre generacional que el epígono Lew Welch, cuyo nombre es toda una garantía de fracaso artístico y triunfo comercial. Welch no consiguió nunca que se le tomara en serio como poeta y acabó suicidándose en 1971 sin merecer ninguna notoriedad en un panorama cada vez más exigente con los frutos del ingenio juvenil. Antes de morir, sin embargo, logró dos aciertos inesperados que encarnan, en cierto modo, la grandeza y la miseria de la estética beat y de toda expresión contracultural recuperada por el mercado. El único hijo natural de Welch fue putativo: el famoso Huey Lewis (una estrella musical temprana del canal MTV y todavía hoy una figura de culto para muchos entendidos, como, entre otros, el Patrick Bateman de American Psycho, un admirador entusiasta tanto de Lewis como de Phil Collins). Lewis consideraba a Welch su padrastro, a pesar de ser sólo novio de su madre, y de él, como prueba de afecto, tomó su nombre artístico. Pero la creación más brillante de Welch, empleado en una agencia de publicidad para costearse los gastos de su dedicación nocturna a la vida bohemia, fue el eslogan publicitario de lanzamiento televisivo del insecticida de mayor venta en aquellos años: “Raid Kills Bugs Dead” (“Raid las mata bien muertas”). Después de la reconversión reaccionaria de Kerouac[i], el éxito publicitario de Welch representó el momento más bajo de la degeneración beat. Paradójicamente, este ocaso creativo significaría también la apoteosis del pop, la estética ideal de una sociedad controlada por la publicidad y el mercado. Pero ésa es otra historia.

[i] No conviene olvidar este aspecto de Kerouac y de toda la cultura norteamericana, con todo su vitalismo exacerbado y su hiperestesia a las grandes mutaciones y desplazamientos. Como bien dicen Deleuze y Guattari, quizá el “caso Kerouac”, tanto o más que el “caso Ginsberg”, vendría a poner en cuestión un aspecto fundamental de la literatura norteamericana: “El caso Kerouac, el artista de los medios más sobrios, el que realizó una “huida” revolucionaria y se halla en pleno sueño de la gran América, y luego en busca de sus antepasados bretones de raza superior. ¿No será el destino de la literatura americana el franquear límites y fronteras, el hacer pasar los flujos desterritorializados del deseo, pero acarreando siempre territorialidades moralizantes, fascistas, puritanas y familiaristas?” (El Anti-Edipo). [La cursiva es mía.]

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ás que la marijuana y la heroína,lo que consumían todos como locos ern las anfetas o speed.

Anónimo dijo...

Lo que hace Karouac no es escribir (writing), es mecaniografiar (typing), dijo Truman Capote.