[Michel Houellebecq, Unos meses de mi vida, Anagrama, trad.: Jaime Zulaika, 2023, págs. 117]
He aquí al hombre houellebecquiano, he
aquí a Houellebecq. He aquí la sórdida existencia del hombre del espectáculo,
amenazado por todas partes con convertirse en un puro pelele al servicio de la
banalidad capitalista. En este libro está todo lo que cualquier lector querría
saber sobre la verdadera personalidad del escritor europeo más representativo,
el escritor que es un síntoma de los males occidentales más acusados. El hecho
de que ahora Houellebecq se haya puesto en escena a sí mismo, enfrentado a dos
de los fantasmas (el islam y el porno) que asedian a la conciencia cultural contemporánea,
no deja de ser un aliciente mayor para leer el libro como un autoanálisis honesto
y un retrato al desnudo de sus gustos, tendencias, debilidades y manías. El
hombre Houellebecq, después de este inteligente libro, se transfigura en
personaje del Houellebecq novelista.
El primer asunto que lo mueve a escribir es la
polémica desatada con ciertas autoridades islámicas francesas tras sus
declaraciones en una conversación, infame y famosa a la vez, que mantuvo con
Michel Onfray en la revista “Front Populaire”. En dicha conversación,
Houellebecq deslizaba dos ideas peligrosas: una, que la población musulmana era
intrínsecamente delictiva y violenta, y dos, que los franceses de ciertos
barrios multirraciales un día se hartarían de la situación y tomarían las armas
contra los habitantes que les imponían la ley islámica. La rectificación de
Houellebecq resulta ingenua, en el fondo, pero es también lo bastante razonable
como para disipar la tentación de adscribirlo a la ultraderecha o de tildarlo
de racista y xenófobo. La polémica más amarga para Houellebecq es que Onfray,
al parecer, no quiso publicar sus aclaraciones para no perder los beneficios
que la revista estaba recibiendo con el escándalo. En cualquier caso, el
horizonte de una “guerra civil” posible en la sociedad francesa, entre la
población autóctona y la de origen inmigrante, no es una hipótesis que
Houellebecq descarte del todo, simplemente la posterga en el tiempo para
hacerla menos acuciante.
El segundo asunto es el de la famosa “peli porno
de Houellebecq”, como se la conoce en las redes sociales desde comienzos de
año. Este problema afecta menos al contexto social, a pesar de sus
vinculaciones con internet y la exposición de la vida privada en dichas redes,
que a la ingenuidad mayúscula, o el cinismo solapado, nunca se sabe, de un
escritor como Houellebecq, que se deja atrapar por vanidad en la trampa tendida
por un artista neerlandés de escasa reputación y una banda de chicas descerebradas
a sus órdenes, como en el clan de los Manson, dispuestas a copular con la
celebridad literaria para aumentar sus turbios negocios en webs porno de internet.
Si en la matización sobre la presunta islamofobia
de sus opiniones los argumentos parecían sinceros, en el análisis de su
implicación en la filmación de sus dos encuentros sexuales con esta pandilla
animalizada, uno en París y otro en Ámsterdam, las reflexiones abordan
cuestiones íntimas de la personalidad de Houellebecq que nunca se habían
mostrado con tanta crudeza. Su afición al porno amateur, su deseo de
inmortalizar el amor hacia su mujer con la grabación de sus actos eróticos, a
ser posible con la intervención de una segunda mujer que complete el cuadro de
placeres y delicias, etc. El juicio posterior, como estrategia publicitaria
para ambas partes, no es sino otro nivel del mundo del espectáculo en que el
hombre Houellebecq vive instalado para satisfacción del novelista de idéntico
nombre. Pase lo que pase al final, dirá el lector que ha entendido el juego, la
literatura gana siempre.
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