[Escrito en mayo de 2005 para celebrar la
aparición del ensayo El telón de Milan Kundera, este texto puede servir hoy,
cuando el telón de la muerte ha caído sobre la vida del maestro checo, de presentación
de su pensamiento sobre el arte de la novela y la novela como género de
géneros.]
A
los que no creemos en otras entelequias distintas de las que pueblan las
páginas de las novelas, bien poco puede importarnos qué líder vaticano ha
muerto y qué otro le ha sucedido al frente de la corporación ecuménica.
Felizmente, nuestro pontífice más aguerrido sigue vivo y dando guerra. Se llama
Milan Kundera y este libro (El telón. Ensayo en siete partes, trad.:
Beatriz de Moura, Tusquets, 2005), tras El arte de la novela (Tusquets,
1987) y Los testamentos traicionados (Tusquets, 1994), es su
tercera encíclica doctrinal: un contundente alegato contra las perversiones
intelectuales y estéticas de nuestro descerebrado tiempo. Pese a las apariencias,
este pontífice lúcido y exigente no promete a sus “fieles” otro cielo que el de
la inteligencia del mundo y la vida terrestre y otro infierno que el de la
estupidez, la rutina y la vulgaridad, aunque para afirmar esta verdad radical
no necesite ningún tribunal eclesiástico ni congregación inquisitorial alguna.
La prosa suprema de la novela, remacha Kundera, invita a distanciarse de la
prosopopeya religiosa, moral o política que tergiversa, con su dogmático
discurso, la complejidad y el sentido tragicómico de la existencia humana: “¿No
es precisamente la insignificancia uno de nuestros grandes problemas?”, se pregunta el novelista en estas páginas consagradas a la reflexión.
En
efecto, la novela es el “evangelio” agnóstico por excelencia y la novela del
siglo XX, en particular, su forma consumada y definitiva, con Joyce, Kafka,
Broch, Proust, Musil o Gombrowicz como apóstoles de su poder de subversión y
ridiculización de las ideas preconcebidas y los valores caducos y su arte
de no velar el desgarrado telón de la realidad. Con el dominio
del mercado, no obstante, el mal gusto generalizado ha pervertido esa función
saludable del género e inventado anodinas formas de evasión y distracción que
pretenden aturdir y consolar a sus consumidores insatisfechos o desorientados.
Ahora
bien, la paradoja que Kundera formula como tesis central de su libro radica en
su vinculación del valor estético de la novela con la conciencia histórica del
género. Irónicamente, el arte de la novela postula su intemporalidad artística
arraigándose fuertemente en la temporalidad de su función narrativa. Sólo así
es pensable que Joyce sea contemporáneo de Cervantes y, al mismo tiempo, cada
uno de ellos enuncie en su obra la “insignificancia” existencial de sus épocas
respectivas, el fracaso ontológico de la condición humana. La segunda paradoja
de Kundera, la más escandalosa para muchos, es geopolítica y consiste en
extraer a cada novelista valioso de la tradición nacional en la que se le
encierra, como en una jaula erudita, a fin de esterilizarlo de cara a la
posteridad. Únicamente en el “gran contexto” de la literatura mundial, en el “territorio
supranacional del arte”, razona Kundera, es posible calibrar con exactitud el
valor estético y el alcance cognitivo de una obra novelística.
[Es
lástima, en este sentido, que Kundera se empeñe en ignorar de nuevo las
prodigiosas creaciones de la novela norteamericana (a excepción de Philip Roth)
de los últimos treinta o cuarenta años, tan afines a sus postulados, tan
embebidas de Cervantes, Rabelais y sus incontables discípulos europeos y
latinoamericanos.]
La
ironía devastadora, el humor corrosivo, la prosa atenta al devenir de lo real,
la invención de formas innovadoras, una mirada penetrante y profana sobre la
vida humana, la alta inteligencia de las situaciones y los sentimientos, una
aguda sensibilidad sexual, la impertinencia moral y la incorrección hacia los
valores sacralizados, son el cúmulo de cualidades que cualquier lector ha
aprendido a apreciar en las novelas de Kundera y que distinguen, en suma, a la
novela genuina del producto editorial más o menos adulterado. El arte de la
novela, como expone Kundera admirablemente, “es la esfera privilegiada del
análisis, de la lucidez, de la ironía”.
En
este sentido, sigue siendo incomprensible (y una prueba de la degradación
cultural vigente) que pueda haber todavía quienes, creyéndose inteligentes,
desdeñen el género novelístico. Quizá se piense que esos tres atributos
destacados (el análisis, la ironía, la lucidez, además del humor) son los
enemigos principales del “alma” contemporánea, según el necio credo sostenido
por los grandes enemigos actuales del “espíritu” de la novela (la corrección
política, la regresión religiosa, la candidez biempensante, el tedio generalizado
y el consumo ciego).
Por fortuna, Kundera no está solo en esta guerra cultural contra el desprestigio estético de la novela, lo acompañan numerosos novelistas que siguen dando testimonio elocuente de las inagotables posibilidades de un género cada vez más amenazado por la inercia editorial del mercado, la pereza estética e intelectual de los lectores y la crítica especializada y, sobre todo, el amordazamiento de los discursos y la conversión de la libertad de expresión en un valor formal por entero carente de sustancia.
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