Mucho antes de que las literaturas romances comenzaran su andadura en lenguas aún balbuceantes, la literatura
japonesa, emulando los logros de la literatura china, no solo alcanzaba su
primer esplendor, sino que ya daba cuerpo y voz a la escritura femenina con
refinamiento e ingenio. En plena era Heian, cuando Kyoto era la capital del
imperio, los hombres escribían en chino y las mujeres, cortesanas y
aristócratas como ellos, se veían relegadas al manejo de una escritura fonética
japonesa (“hiragana”) con la que crearon obras clásicas como “El Libro de la Almohada”
(“Makura no Sōshi”), de Sei Shōnagon, y “La historia del Genji” (“Genji monogatari”),
de Murasaki Shikibu. Ambas escritoras fueron rivales al servicio de las dos
esposas (Teishi y Shōshi) del emperador Ichijō y esa rivalidad fomentó su
ambición artística. Una, Sei Shonagon, sería la autora del libro de notas
íntimas más leído de la historia japonesa, en el tiempo de los Fujiwara y aún
hoy, y la otra, Murasaki Shikibu, fue la autora de una de las novelas más
importantes de la literatura universal y no solo del canon japonés. Una,
Murasaki Shikibu, ha sido comparada con la flor del ciruelo, impecable y fría,
mientras la otra, Sei Shōnagon, con la rosada flor del cerezo.
“El Libro de la Almohada” de Sei Shōnagon
se ha transmitido en cuatro versiones textuales, con variaciones
significativas, desde el siglo XIII hasta el XVII, y se ha traducido a
numerosas lenguas e incluso al japonés moderno. En español, además de una
selección y traducción parcial obra de Borges y María Kodama, desde comienzos de
este siglo contamos con al menos dos traducciones completas, una realizada en
Perú y esta procedente de Argentina, que se edita ahora en España y que ha tenido
en cuenta, según reconoce su traductora Amalia Sato, la versión japonesa modernizada
y la traducción inglesa de Ivan Morris. La primera versión que leí fue la
francesa de André Beaujard (“Notes de chevet”) y la comparación con estas otras
traducciones es muy instructiva y elocuente, quizá porque el parentesco de la
dama japonesa Sei Shōnagon con notorias damas literatas francesas, como Madame
De Sevigné, por la vivacidad de su estilo chispeante, lo pintoresco y gracioso
de sus viñetas cotidianas, historietas, anécdotas libertinas y comentarios maliciosos
y la mirada incisiva sobre su mundo, dé una clave crítica de la comprensión
occidental de su figura.
El género literario al que pertenece este libro memorable es el llamado “zuihitsu”
(“el discurrir del pincel”) que consiste en reflexiones fragmentarias que
guardan relación con la vida y el entorno del autor. El nombre del género
significa, en ideogramas chinos, pensamiento libre o espontáneo. Este modelo de
escritura aspira a atrapar en el papel la esencia fluida de la vida usando la
habilidad del pincel y la tinta. Inscribir con estilo suelto las ideas y
sensaciones del yo como respuesta a la volatilidad de la experiencia y la
fugacidad del tiempo. De este modo, es el yo hipersensible de Sei Shōnagon lo que el lector
ve nacer, con perfiles de una nitidez impresionante, de entre la espuma negra
de la tinta y los trazos caligráficos del pincel sobre la tersura del papel de
seda al hilo caprichoso y sensitivo de su escritura.
El libro fue compuesto entre los años 904 y 908 con el afán de registrar las percepciones, impresiones, sensaciones, afectos, relaciones y gustos de una mujer que vivía instalada en un lugar de privilegio en la corte de Heian, un mundo de dos dimensiones, como dice Octavio Paz, revestido de ingravidez moral, donde la belleza y la elegancia eran la norma, con rituales y ceremonias coreografiados hasta el último detalle floral y vestimentario, litúrgico y literario. Sei Shōnagon clasifica el mundo en sus apuntes conforme a categorías estéticas filtradas por una sensibilidad atenta a la singularidad empírica de cada cosa. Las enumeraciones de flores, árboles, aves, tejidos, astros, frutas, insectos, paisajes, costumbres, animales domésticos o estaciones dibujan un mapa del mundo abigarrado y elitista que conoció Sei Shōnagon. Esas listas de seres y cosas trazan, como diría Borges, ferviente admirador del libro, la imagen de su cara.
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