Yo creía
que los activos bancarios tóxicos que envenenaron la economía mundial en 2007 representaban
el no va más de la innovación. Y no, el coronavirus, incluso este avatar
devaluado del ómicron, es una criatura diseñada para actuar a discreción y lo
mismo puede matarte, postrarte al borde de la asfixia y la extenuación, o
soplarte en las orejas como una brisa primaveral. Lo siento poseer mi cuerpo
durante estos días aciagos y me da miedo pensar en lo que me haría si tuviera
más poder. Por alguna extraña razón, ha decidido no someterme a una tortura
insufrible, no ha querido ensañarse con mis entrañas y arrasar mis pulmones con
sus esporas asesinas. Ha comprendido que mi caso requería un tratamiento diferenciado.
Infectado por una persona irresponsable, no tenía sentido castigarme con crueldad
no siendo yo un negacionista profesional. Nunca rechacé la existencia del
virus, solo he criticado la gestión política de la pandemia y la incompetencia
de los gobernantes. Pero no ha sido esta la razón.
Lo que me ha salvado la vida, o lo que me ha evitado conocer los límites extremos del dolor, ha sido que le he caído en gracia a la criatura porque siempre he reconocido su origen artificial. Ya se sabe que nada molesta más a un ser que no es producto de la selección natural que se le niegue su condición. Como artefacto, este virus es una obra maestra, lo reconozco. En unos días volveré a hacerme el test para comprobar que el misterioso visitante ha abandonado mi cuerpo con el mismo sigilo criminal con que se introdujo en él. No puedo decir que lo echaré de menos. Pero hablar con él en la intimidad, aunque sus mensajes sean desconcertantes, ha sido un privilegio inmenso. Ahora comprendo mucho mejor el mundo donde vivo instalado como un virus. Y sobre la pandemia el mensaje dirigido a los políticos es contundente. Que no se repita.
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