martes, 27 de julio de 2021

JAPÓN APOLÍNEO


 [Junichirô Tanizaki, El elogio de la sombra, Satori ediciones, trad.: F. Javier de Esteban Baquedano, 2021, págs. 98] 

A 135 años de su nacimiento y 56 de su muerte, el 30 de julio de 1965, Tanizaki es el escritor que mejor expresó en su obra la esquizofrenia japonesa respecto de la cultura occidental. Mucho más que Mishima, desde luego, quien transformó esas relaciones ambiguas con las culturas del sol poniente en una pasión sadomasoquista demasiado enfermiza, con su muerte como culminación truculenta.

Menos impetuoso y mucho más inteligente, Tanizaki osciló durante toda su vida de un polo conservador a otro más moderno en sus vínculos con la cultura europea y americana de su tiempo. Antes de la madurez, según muestra su novela El amor de un idiota (Chijin no Ai; 1928), la fascinación por las modas y las costumbres occidentales, incluyendo el cine, la música y las formas de vestir, fue absoluta como expresión iconoclasta de modernidad y progreso. Una vez instalado en la madurez, se produjo un curioso viraje hacia las tradiciones nacionales que lo llevarían a considerar la presencia occidental como hostil a las cualidades históricas y la esencia específicamente japonesa, con independencia de las comodidades materiales y avances técnicos que la occidentalización aportaba. Ese regreso sintomático a formas ancestrales incluía una veneración sin trabas por todo lo añejo y un rechazo hacia la degradación contemporánea de los ritos, los objetos y los estilos genuinos.

Ya en su vejez, tras los estragos de la segunda guerra mundial, daría un nuevo giro en su aprecio por la cultura occidental, entendiendo por tal todo lo moderno e importado, y cierto menosprecio por los valores tradicionales. Las razones del cambio fueron, sobre todo, eróticas. Para el viejo erotómano Tanizaki la moda occidental en el vestir y el desvestir de las mujeres jóvenes las hacía mucho más atractivas y vivaces que las pesadas etiquetas y códigos nipones. Así lo expresa en su última novela, esa comedia sarcástica titulada Diario de un viejo loco (Fūten rōjin nikki; 1962), donde acertó a burlarse, en nombre del deseo, de la religión budista y las convenciones familiares.

Al leer este hermoso Elogio de la sombra (1933) es necesario contextualizarlo en la época intermedia de su vida, cuando el cuarentón Tanizaki comienza a experimentar cierto desengaño con las luces incandescentes y el frenesí de la modernidad y a sentir cierta nostalgia por maneras de vivir más serenas y naturales, apartadas de los grandes centros urbanos (como Tokio, escenario promiscuo de la corrupción de costumbres en curso). Esa misma condición vetusta admiraba Tanizaki en Osaka: la preservación del ritmo y los ritos de antaño.

Desde el refinamiento sensorial y la sutil ironía, Elogio de la sombra es un alegato tardío en favor de una idea de la vida en vías de desaparición, una cultura que pasa por la discreción, la modestia y la oscuridad (“lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros”). Esa belleza sombría se oculta, como un signo antiguo, en el negro de los lacados, la luz difusa de velas y candelabros, la blancura de los rostros de las mujeres resplandeciendo en la penumbra de los dormitorios, los pliegues de los kimonos que envuelven sus adustas anatomías, los tejados de grandes aleros que aplacan la luz solar, los retretes expuestos a las contingencias naturales, de modo que el que evacua sus intestinos pueda escuchar al mismo tiempo la música de las gotas de la lluvia chocando contra las tejas o el canto solitario de un pájaro. [En un arranque de humor, Tanizaki llega a atribuir a la tradición del haiku una conexión con esos instantes cenitales de la experiencia en que mientras el cuerpo realiza pasivamente su trabajo fisiológico la sensibilidad del poeta se exacerba percibiendo todos los signos de una naturaleza armoniosa.]

Este célebre ensayo es producto de un momento de crisis espiritual y existencial, en que Tanizaki se propone someter su literatura a una purga estética fundada en tradiciones autóctonas: “Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado “literatura”, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo”. 

2 comentarios:

Carlos Maiques dijo...

Me ha recordado las reflexiones que va desgranando Sakaguchi a lo largo de su manga dedicado a Ikkyu, pero también la condición fronteriza antes y ahora, de artistas como Isamu Noguchi o Hiroshi Sugimoto, que entran y salen, según etapa o trabajo en concreto, de una cultura a otra con relativa facilidad. La reciente muerte de Roberto Calasso refresca, en parte, esta conversación sobre lo fugaz y lo permanente, los ritos y los deberes, las celebraciones y sus alegrías. Un abrazo.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Gracias, Carlos, por tu atinado comentario. Me alegra la afinidad en estas y otras materias, como sabes. La muerte de Calasso deja huérfana, en efecto, una idea de la cultura que muere con él y que tan bien se agencia con lo oriental. Un abrazo.