Este impresionante libro de entrevistas es, en
realidad, una novela encubierta sobre David Foster Wallace (1962-2008), un
escritor de fines del siglo XX y comienzos del XXI que vivía inmerso en el
paroxismo de la cultura norteamericana, en medio de la incertidumbre posmoderna
de saber que todo ha cambiado y nada ha cambiado en el fondo. En estas
circunstancias, intentar realizarse como ser humano es tan complicado como
intentar ser un buen escritor, no digamos ya un genio literario. Para quienes
no hayan leído nada de Wallace, esta compilación, que ahora se reedita por
cuarta vez con texto revisado, es como un cuarto repleto de juguetes y peluches
en una guardería. Para quienes conocen sus novelas, ensayos o relatos, es una
caja de herramientas, un manual de instrucciones sobre cómo y por qué escribió Wallace
lo que escribió manejando cantidades ingentes de información y una herida
mental lacerante y un lenguaje prolijo que era un bisturí forense con el que
hurgaba en su cerebro y en el de los demás y de paso desgarraba el tejido de la
realidad con pasión morbosa.
Después de leer estas veinte entrevistas y de
releer, conteniendo la emoción, el epílogo del periodista David Lipsky, una
evocación tan estremecedora como perceptiva de la trayectoria literaria y la
personalidad singular de Wallace hasta los instantes previos a su suicidio, a
un lector avezado en su obra se le hacen evidentes algunas cosas y otras, sin
embargo, se oscurecen hasta la opacidad total. Sus relaciones ambiguas con la
ironía, por ejemplo, tan cambiantes como su estado anímico, el amor/odio por la
cultura de masas y, en general, el mundo del espectáculo americano, o la posición
crítica ante la situación minoritaria, si no marginal, de la ficción en una
cultura audiovisual donde adquiere un valor social creciente la no ficción,
quizá como secuela del colapso integral del aparato simbólico de la cultura.
Cuando una inteligencia de ese calibre llega al
límite en su diálogo con el lenguaje y la realidad es lógico que tropiece con
un bucle infinito. Lo irónico de este impedimento reside en que lo que es
nocivo para la mente del filósofo se vuelve el estímulo creativo más potente para
un escritor como Wallace. De ese modo, su abandono profesional de la filosofía
y las matemáticas por la práctica de la ficción narrativa le permitió desplazar
a otro terreno de juego el bucle fatal en que vivía atrapada su mente
prodigiosa. El cerebro de Wallace expresa en todo lo que escribe y dice su
pugna con la realidad y su repugnancia hacia lo real. En el fondo, toda su
obra, de ficción y no ficción, es la de un reportero de esa guerra cerebral,
crónicas más o menos beligerantes de la tensa relación con el mundo y lo social
de una psique paradójica, cautiva al mismo tiempo de una timidez patológica y
una curiosidad extrema.
En cualquier caso, una idea persiste inamovible a lo largo de sus declaraciones, desde la primera entrevista en 1987 hasta la última en 2005, y podría considerarse su más valioso legado teórico y la mejor explicación de su lucha encarnizada consigo mismo y con las formas literarias y culturales vigentes: “El proyecto que merece la pena intentar es hacer cosas que tengan algo de la riqueza y el desafío y la dificultad emocional e intelectual de la vanguardia literaria, algo que haga que el lector afronte cosas en lugar de ignorarlas, pero hacerlo de tal modo que también sea agradable de leer”. Ahí estamos.
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