miércoles, 11 de noviembre de 2020

TERMINAL


 [Don DeLillo, El silencio, Seix Barral, trad.: Javier Calvo, 2020, págs. 110]

El silencio de DeLillo se inspira en “El silencio” de Ingmar Bergman. DeLillo es uno de los pocos escritores cuyas influencias artísticas incluyen el cine europeo de los años sesenta (Antonioni, Godard, Bergman). Y aquí lo expresa sin ambages. Una pantalla sin señal televisiva durante un espectacular acontecimiento deportivo. Un mundo sumido en el caos disfuncional. Un avión a punto de estrellarse como consecuencia del apagón tecnológico. El silencio mortal es el silencio de un punto final que también acecha al lector al terminar de leer la novela.

Es una novela enigmática, condensada y elíptica. Estructurada en dos partes, con disímiles motivos, técnicas y estilo. En la primera parte, seis capítulos alternos donde se narran, con diálogos absurdos, las experiencias de dos parejas que han quedado para cenar la noche de la Super Bowl de 2022. Una pareja vuelve en avión desde París, Jim Kripps y Tessa Berens: él blanco, ejecutivo, ella mestiza de diversas razas, poeta hermética y consultora corporativa, incomunicados intelectualmente y sexualmente conectados al más alto nivel. Son un emblema de la élite profesional americana, cosmopolita, individualista, inteligente, elegante y hedonista. Otra pareja más convencional espera en casa, en un alto edificio del centro de Nueva York, preparando la estimulante velada. Él (Max Stenner) ha sido inspector de construcción y ella (Diane Lucas) ha sido profesora universitaria de Física. Tienen un invitado joven en casa, Martin Dekker, un ex alumno favorito de Diane y profesor comprometido que cita a Einstein con frecuencia mientras Max, cuando se interrumpe la emisión televisiva, se dedica a relatar en voz alta los lances imaginarios del partido.

Ambas parejas viven la misteriosa crisis de modo diferente. Unos se sumen en la perplejidad y el miedo a domicilio mientras los otros, tras el accidente de avión y el paso por un hospital que les descubre la magnitud de la catástrofe, recorren las calles desiertas para llegar a la casa de sus amigos y protegerse allí de la inquietante noche. La segunda parte, compuesta de diecisiete segmentos, ofrece un testimonio fragmentario de lo acaecido después. El sistema se colapsa y el mundo contemporáneo se diluye. Se cumple así la fantasía de una minoría alternativa, dice el texto, que habría soñado con este apocalipsis del capitalismo desde hace décadas. DeLillo brilla con maestría excepcional en la secuencia de monólogos finales donde los cinco personajes expresan, en su idiolecto intransferible, sus limitadas intuiciones e interpretaciones sobre lo que está sucediendo.

DeLillo asume así una perspectiva afín a la de Ballard. El fin del mundo es más poético que su misma existencia. DeLillo está cansado y débil y observa la realidad con la actitud escéptica de quien intuye el advenimiento de un límite histórico que no puede superar mentalmente. Un colapso existencial, tecnológico y cognitivo. El novelista que puso el foco novelesco sobre la ciencia y la tecnología, describiendo los procesos complejos por los que el mundo revolucionó sus estructuras, sus modos de vida, pensamiento y relación, está exhausto. La realidad se parece cada vez más a las visiones de sus novelas, pero DeLillo prefiere poner el énfasis ahora, como en el cine de Bergman o Antonioni, en todo aquello que revela el eclipse, la nada, una figura borrada, un blanco inexpresivo, un silencio mortal. Todo lo que delata una ausencia esencial. Una pantalla donde no aparece ninguna imagen seductora que encubra la verdad. El absurdo de proseguir por esta vía, la fatiga metafísica ante la inutilidad de un mundo que gira en el vacío, produciendo bucles infinitos, y solo genera en su deriva tristeza e infelicidad.

DeLillo no es un profeta. DeLillo es el más agudo analista narrativo del período terminal de la idea moderna de futuro.

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