[Manuel
Arias Maldonado, Nostalgia del soberano,
Libros de la Catarata, págs. 190]
Este libro, no sé por
qué, me recuerda a Las Meninas. O,
más bien, el dispositivo pictórico de Las
Meninas es similar al concepto político y al fenómeno social de los que
habla este libro. Como sabemos, en Las
Meninas Velázquez se autorretrata pintando un retrato de la pareja real
española, el rey y la reina, como escribiría Sender. Estos son excluidos del
cuadro y solo aparecen de manera marginal reflejados en un espejo que aparece
al fondo de la espaciosa estancia y del cuadro que la describe en toda su
amplitud como factoría de producción simbólica…Pero,
además del pintor, hay otra figura al fondo de la estancia que se manifiesta
como presencia fugaz o pasajera, detenida en el vano de una puerta, un nuevo
espectador visible, un curioso personaje ensimismado en la contemplación
posterior de la escena desde el punto de vista antagónico al del monarca
ausente o el espectador invisible. Observa desde el trasfondo, desde atrás,
como si para que funcione el trampantojo o la pantalla visual del poder todo
deba volver su rostro al soberano, incluido él que pasaba por allí acaso por
casualidad. La posición retrasada en que el cuadro fija a este observador
casual es simétrica en su frontalidad a la del espectador y representa su
antagonista. Ya no el personaje del espectador fascinado con el mecanismo
puesto en escena como imagen de poder, sino el analista desengañado o escéptico
que despoja de adornos la representación en curso y deja al desnudo todos y
cada uno de sus engranajes sin sucumbir a las ilusiones que el poder debe poner en marcha para
encubrir sus intenciones, medios y fines. Ese lugar crítico es el lugar que
quizá ocupe el autor de este libro, si tenemos en cuenta los análisis rigurosos
realizados en sus páginas, y también, por qué no, de cada uno de sus lectores.
En la alegoría del cuadro, ese lugar desplazado es el de la inteligencia
soberana. La inteligencia soberana es esa facultad única, extraordinaria, que
ve lo que nadie ve. Lo que está en el cuadro y lo que no, cómo funcionan los
reflejos y las imágenes, cuál es la seducción que ejercen sobre el que los mira
sin interrogarse por su origen. Ella sola ve, a la vez, la figura real del
monarca, plantada frente a su personificación en el espacio exterior al cuadro
mismo, y su imagen pintada en el lienzo, con todos los rasgos que permiten
reconocerla. Esta figura analítica, implicada en la representación de un modo
distinto que los demás, a pesar de todo lo que también tiene en común con
ellos, no necesita, como el espectador que somos todos, el reflejo en el espejo
para corroborar la presencia real que se manifiesta en el cuadro como ausencia divina.
Ve la realidad y el artificio del poder, del Estado, de la política, al mismo
tiempo, en planos simultáneos, en dimensiones sincronizadas. Nostalgia del
soberano, dice Arias Maldonado que sentimos en estos tiempos de incertidumbre y
complejidad. Soberana nostalgia de la inteligencia soberana, más bien.
[Extractos del ensayo en curso Nostalgia de la inteligencia soberana]
Todo este guirigay hipermoderno del que se ocupa
Arias Maldonado con erudita inteligencia comenzó con la caída de las narrativas
maestras con que la humanidad había intentado dar sentido a su destino
terrenal. En principio fue el relato cristiano de salvación metafísica que
luego se hizo relato racional emancipador con la Ilustración para convertirse, primero,
en epopeya romántica hegeliana y, después, en ficción científica de transformación
del mundo e instauración de la utopía marxista. Sobrevivimos ahora entre las
lujosas ruinas del último metarrelato de la historia, que no se reconoce tal a
pesar de su poderío e influencia sobre la realidad: el relato neoliberal de que
la economía capitalista y el desarrollo tecnológico e industrial bastarán para
salvar materialmente a los humanos de la miseria y la infelicidad.
Arias Maldonado ha elegido un tema espinoso para
poder, al mismo tiempo, desarrollar una convincente reivindicación del
liberalismo moderno que desemboca en la fundación de las democracias parlamentarias.
Pero la sutileza de su maniobra ideológica consiste en partir de un ángulo
original, una perspectiva polémica que le permite designar al antagonista más insidioso
de dicho sistema político: el populismo como sentimiento de nostalgia por una
forma de poder que realice sin trabas los fines que la política convencional
claramente no consigue.
En este sentido, su revisión de la historia de
la soberanía resulta tan instructiva como heterogénea, desde Hobbes y Rousseau
a Constant, Schmitt o Arendt, demostrando en cada caso cómo el contexto
histórico y las circunstancias peculiares de las diversas sociedades
determinaron el pensamiento de cada uno de ellos como respuesta o solución
provisional a una problemática que iba modulándose conforme pasaban las épocas y
sus turbulencias concretas. Los lectores de Arias Maldonado conocemos su
afinidad liberal con Hobbes y Constant, pero la reiterada consideración de las
ideas de un conservador de la envergadura de Schmitt demuestra que no solo es
capaz de afilar su pensamiento en pugna con filósofos dialécticos como Hegel o
Marx, sino también con escritores reaccionarios como De Maistre.
En otro capítulo sustancioso discute Arias
Maldonado con agudeza sobre la potencia y la impotencia de la política en
términos que casi admiten una traslación sexual. La política no es omnipotente,
lo sabemos, ni tampoco impotente, faltaría más. Que economice su poder y lo
ejerza con prudencia no conduce, sin embargo, a que no pueda nada contra la intromisión
dañina de otros poderes, según pretenden los populistas de derecha e izquierda,
nostálgicos de una soberanía nacional, mesiánica o carismática, más que dudosa
en un contexto globalizado.
La complejidad y pluralidad social y cultural
que caracterizan al presente transforman el poder político en labor de
vigilancia experta para evitar abusos y excesos nocivos del sistema, como
comprobamos en esta renovada crisis económica disfrazada de alerta sanitaria.
El populismo es una actitud peligrosa, desde luego, cuando no sirve de voz de
alerta contra los males reales que afectan a la gente. Pero la indiferencia elitista
ante estos problemas debería ser motivo de preocupación para cualquier defensor
de la democracia liberal. Ambos fenómenos se retroalimentan. Y la democracia misma
se muestra tan dependiente del mercado soberano, excitando falsas expectativas
de felicidad en los consumidores, que habría también que buscarle enemigos íntimos
que socavan con sus acciones los fundamentos constitucionales y lo reducen todo
a parámetros económicos, publicitarios o tecnocráticos.
El pesimista escéptico que Arias Maldonado
recomienda como figura idónea a la situación actual debe considerar todas estas
cuestiones con soberana inteligencia, como hace el autor, antes de precipitarse
en las facilidades del juicio o el prejuicio.