[Publicado ayer en
medios de Vocento]
No hemos
visto nada, no. Nada es lo mismo y cuánto nos queda aún por ver. Una amiga me
invita a una fiesta en su casa. El colmo del conformismo. Cinco invitadas y
cinco invitados celebrando las sensaciones de la nueva vida. La “covida”, la
llama un gracioso. Miramos atónitos las caras cubiertas con mascarillas como filtros
de cafetera. Ninguno milita en partidos políticos y podemos opinar con
libertad. Medimos la distancia exacta entre nuestros cuerpos mientras hablamos del
racismo policial americano, los peligros del 5G, las veleidades autoritarias de
Sánchez, los vicios del teletrabajo o el mal rollo del porno amateur con
mascarillas quirúrgicas. Bailamos sin entusiasmo, tratando de no hablar muy alto
a pesar de que la música incita a gritar de desesperación. Se respira tristeza y
nuestros gestos al bailar parecen un reflejo pavloviano, la obligación de
responder a la etiqueta social de la fiesta más fúnebre que se recuerda. No
aguantamos más de una hora y la salida, con gente cabizbaja, se convierte en un
desfile hipócrita.
Esto es
lo que hay. Nos han prometido volver a la normalidad y nadie, si piensa en lo
que le espera, puede sonreír sin traicionar sus sentimientos más íntimos. El
futuro es tan siniestro que apenas lo tomamos en serio. Algunos tenemos una
cita concertada al día siguiente para obtener un trabajo o recoger una compra.
En mi caso, es un ordenador. Mi viejo PC también ha sido víctima del estrés del
confinamiento. He abusado de él, como Sánchez de la maquinaria estatal, y ahora
lo sustituyo por otro más potente. Paso por la tienda cerrada y un empleado me
abre para entregarme el equipo. Enmascarillados como atracadores de pacotilla, solo
intercambiamos palabras convencionales. Me marcho con la sensación de que será
el último ordenador que adquiera en mi vida. Me siento liberado.
El
argumento de la obra se vuelve transparente y ya no vale fantasear sobre lo que
vendrá. Ni el pesimismo ni el optimismo corresponden al nuevo estado de ánimo.
Pase lo que pase, estamos preparados para afrontarlo. Eso hemos ganado, al
menos, mientras perdíamos todo lo demás. Lo que daba sentido a nuestras vidas desapareció
para siempre, dejando detrás una amarga sonrisa de despedida. Hemos conocido una
buena época de la historia, sí, aunque acabara mal. De repente, el mundo entero
se ha convertido en un gigantesco hospital. No hay marcha atrás. Hoy es el
primer día del resto de nuestra vida. Ahora sí. Debemos reaprender a vivir como
enfermos incurables.
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