[Susan Sontag, La
entrevista completa de Rolling Stone, Alpha Decay, trad.: Alan Pauls, 2019,
págs. 128]
Ser y pensamiento son lo mismo. O conforman la
misma realidad. El mundo, la historia, la naturaleza se componen de una
amalgama de ambos conceptos. De ahí que una figura admirable como la de Susan
Sontag pueda definirse como inteligente en el más elevado sentido del término y
asumir también que esa condición intelectual se traslade con perfecta
naturalidad a la atención a la vida, la sensibilidad, las emociones, el gusto y
la intuición.
Una vez, aludiendo al título de su segundo gran
libro de ensayos de los años sesenta, se definió su estilo y su estética, por
su admiración al cine innovador de Godard, Bergman, Bresson, Resnais y
Antonioni, o su amor por Artaud, Kafka, Borges y Beckett, o sus belicosas
polémicas políticas, como de voluntad radical. Esto era cierto, pero también lo
era, como se deduce de esta entrevista, que la categoría fundamental del
pensamiento y la vida de Sontag es el entusiasmo o la euforia. La pasión
entendida en el sentido romántico, pero también en el griego, como capacidad de
ser poseída a fondo por lo que le gusta y estimula, inflamando su discurso con
ardor pedagógico y transmitiendo de manera contagiosa las razones de ese gozo
extraordinario que solo el arte y la literatura provocan en la mente abierta e
inquieta.
Sontag se caracterizaba por ser, en suma, una
vanguardista de corazón con una idea de la cultura plural y polimorfa, sin
distinciones estériles entre alta y baja cultura, y una moralista comprometida
con la defensa de las causas justas, los seres más débiles y los movimientos
marginales. Una defensora de la modernidad en el período donde esta agonizaba,
el fin del humanismo se anunciaba en todos los titulares y el arte y la cultura
contemporáneos se transformaban para someterse a los dictados comerciales del
mercado. Con todo, ningún producto cultural resultaba extraño al temperamento
fogoso de Sontag: “No hay incompatibilidad entre observar el mundo y conectar
con ese mundo electrónico, multimediático, multibanda, mcluhiano, y disfrutar
de lo que haya allí para disfrutar”.
Pero de nada sirve todo este despliegue de
inteligencia de Sontag, este hablar de cultura y política, sexo y transgresión,
fascismo y comunismo, fotografía, cine y televisión, sobre literatura en
general, sobre sus relatos, ensayos y novelas y sobre algunos autores en
particular, de nada sirve esto, digo, si no tuviera enfrente otra inteligencia
brillante como la del entrevistador Jonathan Cott. Una entrevista es como un
partido de tenis, una competición reñida y un intercambio de golpes dialécticos
entre inteligencias de rango similar, sean del sexo que sean, no hay
diferencias, dos jugadores de altura que se devuelven la pelota con maestría y
donde el que siempre gana es el lector.
Y en este vibrante vaivén de ideas y opiniones
aparece a veces el doble fallo, o el error no forzado, como cuando una cita de
Carroll sobre el reloj que da dos veces al día la hora exacta se les escapa a
Sontag y a Cott, demostrando los límites de sus conocimientos literarios o los
prejuicios de su bagaje cultural. Pero también esos momentos maravillosos
en que el entrevistador obtiene de la entrevistada una revelación tan lúcida
como realista, digna de su venerado Danilo Kiš, sobre la importancia de la
literatura en este mundo: “la tarea del escritor…es también establecer una
relación agresiva y antagónica con la falsedad en todas sus formas…Sabiendo
perfectamente bien, una vez más, que se trata de una tarea infinita, puesto que
es imposible acabar con la falsedad o la falsa conciencia o los sistemas de
interpretación”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario