[Donna Haraway, Las
promesas de los monstruos, Holobionte ediciones, trad.: Jorge Fernández
Gonzalo, 2019, págs. 301]
Ya no hay marcha atrás. La tecnociencia es el
régimen de lo contemporáneo. Un mundo donde la frontera entre ciencia-ficción y
realidad social, como dice Haraway, se ha colapsado creando un ecosistema tan monstruoso
como fascinante. Haraway, eminente científica y teórica, lleva más de treinta
años enseñándonos el camino para liberarnos de los dualismos culturales que frenan
el devenir revolucionario del nuevo milenio: hombre y mujer, humano y animal,
naturaleza y cultura, ciencia y sociedad, occidental y no occidental, etc.
La doctora Haraway es bien conocida por haber
acuñado el concepto “ciborg”, en un famoso manifiesto, para definir la subjetividad
posmoderna más allá de géneros o razas. Blancos y negros, asiáticos e indígenas
americanos, mujeres, hombres, intersexuales o transexuales, todos acogidos a
esa categoría múltiple que explica la compleja inscripción del cuerpo y el
cerebro de los sujetos en las sociedades de avanzada tecnología del siglo XX.
Esta magnífica colección reúne cuatro de sus
ensayos más influyentes y una instructiva entrevista. En “La promesa de los
monstruos”, el más extenso y programático, aboga por una redefinición de la
idea romántica y humanista de la naturaleza, la técnica, la cultura, los sexos
y las razas a fin de alcanzar un conocimiento de la realidad que permita
“cambiar los mapas del mundo, construir nuevos colectivos a partir de lo que no
representa más que una plétora de actores humanos y no humanos”. Estos actores
incorporan humanos y animales, pero también máquinas, es decir, una remediación
de la vida a través de la tecnología que erradique los antagonismos y barreras que
nos impiden habitar la Tierra. Así llama Haraway a ese “lugar-otro” donde las distancias
y distinciones entre seres y artefactos son abolidas. Es la promesa de futuro contenida
en la existencia de los monstruos: los seres naturales y artificiales que conviven
en interacción promiscua compartiendo el mismo espacio, real o virtual.
En sus libros, Haraway sostiene una crítica rigurosa
de la razón científica y su mirada distorsionada sobre el mundo, demostrando
que la “verdad objetiva” es una ficción tan arbitraria como otras ficciones de
la cultura que, al menos, reconocen su condición de tal. Para Haraway toda
ciencia es ciencia-ficción en la medida en que sus especulaciones sobre la
realidad se sustentan en tesis previas cuya primera causa es puramente
ideológica. La ciencia, en la visión feminista de Haraway enunciada en
“Testigo_Modesto@Segundo_Milenio”, es la quintaesencia de la mentalidad y la
mirada masculinas en su relación agresiva con la naturaleza y lo femenino. Y sus
experimentos, por tanto, no solo tienen detrás una historia patriarcal, sino
que revelan una práctica altamente sospechosa de sexismo, racismo y maltrato
animal. Y en “Conversaciones de otro mundo” defiende una relación productiva
con el animal como experiencia de la otredad.
En “El patriarcado del osito Teddy” aborda la
perversa relación de los mitos y valores del patriarcado declinante a
principios del siglo XX con la explotación de la fauna africana (gorilas y
elefantes, sobre todo) por parte de aquellos miembros masculinos (y alguno
femenino) del mundo científico y el capitalismo monopolístico que fundaron el
Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. El pretexto de los agudos
análisis de Haraway, nutridos de un feminismo sagaz, es la extraordinaria biografía
de Carl Ethan Akeley, el taxidermista infatuado de naturalista, cazador y
fotógrafo, cuya mayor creación fueron los impresionantes dioramas de ese museo
popular y, muy especialmente, el célebre “Salón africano”: una instalación
artística donde se proporciona al visitante, como en las novelas de Raymond
Roussel, no solo instrucción científica sino una reproducción realista de la exótica
fauna y flora africanas recurriendo a las prodigiosas técnicas de la pintura,
la escultura, la iluminación y la taxidermia.
La mayor parte de los especímenes allí expuestos
(como el fabuloso gorila macho de “El gigante de Karisimbi”, precursor de
King-Kong) fueron cazados en las expediciones que el propio Akeley organizaba
periódicamente con el fin de abastecerse de animales espléndidos para ocupar
esos escaparates espectaculares y mostrar a los visitantes la belleza de la
naturaleza, esa madrastra aristotélica. (Para Akeley la era de los Mamíferos había
pervivido en África más que en otros lugares de la Tierra y era obligación del
hombre salvarla de la amenaza de su destrucción a través de la taxidermia, la
fotografía o el cine.)
De las pinturas parietales de Altamira o Lascaux
hasta los hábitats simulados del Museo de Historia Natural, la razón es
idéntica: los humanos han sentido siempre una extraña atracción por el mundo
animal al que pertenecieron un día en condiciones de igualdad y del que viven separados
por una extraña pantalla de tabúes y mitos llamada cultura. Así, cada vez que
alguien mira con ternura un oso de peluche debería recordar que detrás de su
génesis, más allá de la anécdota original con Teddy Roosevelt, está la idea de
que la vida artificial vale más que la vida natural, o tiene más futuro, porque
desconoce la muerte y la putrefacción.
En todo su pensamiento, sea cual sea la cuestión
abordada, la ciencia-ficción es inspiradora para Haraway como ficción que abre
la ciencia a las infinitas posibilidades de la realidad y también como medio de
expresión metafórica. Así lo muestra esta reflexión, perfecto sumario del ambicioso
ideario de la autora: “El chip, el gen, la bomba, el feto, la semilla, el
cerebro, el ecosistema y la base de datos constituyen los agujeros de gusano
que lanzan a los viajeros modernos hacia los mundos contemporáneos”.