[Publicado en medios de Vocento el martes 23 de abril]
Comienza
la campaña electoral y termina “Juego de tronos”, es como una profecía, me dice
por teléfono una amiga entusiasta muy atenta a las paradojas del destino y las
sincronías del devenir, así las llama con pedantería profesional. Azares de la
actualidad, prefiero llamarlas yo. Tronos y urnas, urnas y tronos, es lo que
nos queda, pasada la Semana Santa, hasta finales de mayo. Más que una profecía
parece una maldición. O una pesadilla como la que tuve anoche. Tras una serie
de episodios confusos, soñé que votaba a Vox. El terror me despertó. O eso creía.
Sudaba como un candidato durante un mitin multitudinario en una plaza hostil o
un nazareno bajo la túnica. Me palpé el cuerpo desnudo con prevención y luego
la cara. La barba me delataba. El demonio de Abascal se había apoderado de mi
voluntad y me forzaba a hacer campaña a su favor. Recurría en vano a la Junta
Electoral Central. Nadie me daba la razón. La libertad de expresión es sagrada.
Y Abascal ganaba las elecciones. Cuando desperté, Sánchez resistía en la
Moncloa urdiendo alianzas impensables con socios imposibles. Con todo, respiré
aliviado.
Decía
Nietzsche que en las épocas más interesantes y locas de la historia los comediantes
eran los amos. Es la fuerza inapelable de la democracia. En esta era espectacular,
sin embargo, nuestros histriones políticos se vuelven puritanos y les entra el
pánico a perder votos, negándose a actuar como bufones en el plató, sin miedo
al ridículo ni a las críticas. De ahí la espuria polémica de los debates
encadenados. Duplicar debates es obligar a los electores a sentir sobre sus hombros
la carga insufrible de la política partidista. El peso doble de una campaña sin
ideas, repleta de discursos vacíos y acusaciones falsas. Y lastrada, para
colmo, con una obsesión enfermiza por los pactos poselectorales.
Vivimos
tiempos extraños. Arde Notre-Dame como una pira medieval y el causante no es el
fuego de los dragones de Daenerys, ni el Apocalipsis, como proclaman las redes
sociales, sino una subcontrata catastrófica aliada con la mezquindad del erario
público. El culebrón del Brexit acabará con Theresa May, pero no tendrá un
final fácil. Trump tiembla por las enésimas revelaciones sobre la conexión rusa,
pero nadie encuentra la manera de destronarlo. El fin del mundo no será
televisado. La revolución tampoco. Estamos condenados a la comedia infinita y
el círculo vicioso. Al menos podemos alegrarnos de que termine “Juego de
tronos”, una teleserie masiva que es un espejo metafórico de la lucha encarnizada
por el poder en cualquier época o sistema. Tras una campaña interminable, nos
merecemos un largo descanso. Y el escenario probable de que las elecciones no
resuelvan nada es una pesadilla. Una pesadilla infernal, como la historia, de
la que no sabemos aún cómo despertar.
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