[Rudolph Wurlitzer, Nog,
Underwood Editorial, trad.: Rubén Martín Giráldez, 2017, págs. 190]
Si alguien quiere saber de dónde procede el
pulpo Grigori de “El arco iris de gravedad”, que lo busque en esta asombrosa
novela de Rudy Wurlitzer, guionista de cine reconocido y novelista de culto
admirado por Pynchon, entre muchos otros. La producción novelística del
guionista profesional siempre entraña un enigma y un problema que no se
manifiestan en su alter ego, el novelista reconvertido en guionista para
ganarse la vida. Wurlitzer fue guionista de cineastas de carácter intransigente
como Monte Hellman, Sam Peckinpah y Alex Cox. Ya solo por “Carretera asfaltada
en dos direcciones”, “Pat Garrett & Billy el Niño” y “Walker” deberíamos
considerar a Wurlitzer uno de los más originales guionistas del cine americano
de los setenta y ochenta.
“Nog” es una novela lisérgica y no me extraña
que fascinara a Pynchon como gran parada carnavalesca americana (con el pulpo
en la batisfera como icono de su mundo grotesco) travestida de novela de
carretera dislocada y travesía delirante por los paisajes y parajes menos
cartografiados de la geografía nacional. “Nog” participa a fondo de la cultura
psicodélica asumiendo en su discurso sincopado y en la figuración de sus
secuencias y escenas los recursos alucinantes que proceden del abuso de ciertas
sustancias. Los tropismos novelescos que marcan el viaje mítico a los orígenes,
con las ocho estaciones simbólicas de sus ocho capítulos, surgen directamente
de la mente del narrador alterada por la virulenta acción de los agentes
psicotrópicos.
Dice Erik Davis, en el prefacio a una reedición
reciente, que “Nog” es una de las grandes novelas de la contracultura
americana, ese gigantesco experimento social, sexual, ético y estético, moral y
musical, bioquímico y político, mediante el que una parte de la juventud
americana de los años sesenta y setenta abandonó la vida convencional y se
lanzó a la carretera y los caminos, formando comunas nómadas y fantaseando con
fugarse de la civilización occidental. Como todas las ilusiones de la
inmadurez, este devenir indio del joven blanco anglosajón se reveló un sueño
imposible y en una década los mismos que habían abanderado descamisados esa
gran mutación cultural se hicieron, sin apenas transición, ejecutivos
millonarios de Wall Street, gestores corporativos o directivos de compañías discográficas.
En “Carretera asfaltada”, los fotogramas se
detienen, el celuloide se quema y la película termina abruptamente. En “Nog”,
en cambio, ese espíritu salvaje que había nutrido el mejor cine de Peckinpah,
una intersección de romanticismo y nihilismo transmutada por la violencia
extrema de los gestos viriles, conduce a un final más plácido. Una suerte de
revelación budista del vacío y la nada que aguarda al viajero al final del
trayecto, cuando la navegación agota la promesa del horizonte y la orilla se
ofrece como un regreso al hogar. Tomando un taxi y volando de vuelta a una Nueva
York que el escritor quizá nunca abandonó más que con la mente, mientras su
personaje fantasma, el corpulento Nog, emprendía un viaje crepuscular más allá
del oeste pero no más allá de la muerte, como hacía el “Hombre muerto” de Jim
Jarmusch, ese guion que Wurlitzer escribió (“Zebulón”) y nadie quiso filmar
antes de que Jarmusch lo plagiara para realizar su única obra maestra.
“Nog” acaba en la vacuidad contemplativa pero
antes de eso, antes de enfrentarnos a la frontera última de la experiencia del
yo y el espacio-tiempo, narra “un viaje de ninguna parte a nadie”, como dice
Davis, que es, como en los textos terminales de Beckett, maestro indiscutible
de Wurlitzer, uno de los periplos filosóficos más radicales que el lenguaje y
la cultura no pueden asumir mientras pretendan preservar su estabilidad y
poder.
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