En el último número de la revista Letra
Internacional se publica mi ensayo Grafitis en las maquinarias secretas de la historia sobre la “Trilogía de
Bigend” de William Gibson. Publico aquí un extenso extracto sobre la
tercera novela del ciclo (Historia Cero, Ediciones Plata, trad.: Rafael Marín, 2012, págs. 474).
“Era un artefacto
producido en masa por una cultura que imitaba vagamente lo que en su tiempo fue
la cultura de otra”.
-W. Gibson, País de espías-
“Y mientras pintaba
grafitis en las maquinarias secretas de la historia.”
-W. Gibson, Historia Cero-
A pesar
de las pistas narrativas, es difícil saber si con Historia cero, la tercera entrega de la serie, William Gibson da o
no por cerrado el ciclo novelesco iniciado con Mundo espejo (2003) y expandido tiempo después en una segunda
entrega con País de espías (2007). De
ser así, estaríamos ante una fascinante trilogía donde un autor que había
destacado en los ochenta y noventa por su alucinante inteligencia para fabular
los futuros posibles de la sociedad tecnológica habría dado una vuelta de
tuerca a su propio instrumental literario para proyectarlo sobre un presente
cada vez más instalado en lo virtual. En el fondo Gibson ha
entendido con lucidez los límites de la ciencia ficción como género en un mundo
como el del capitalismo tardío donde la ciencia y la ficción se reparten o
comparten, según los momentos, el dominio fehaciente del mercado. La ciencia en
tanto poder de ir más allá de lo imaginable a la hora de comprender los
complejos procesos de la materia y la energía, o como invención de nuevos
materiales y una nueva naturaleza artificial, o como explotación de todo ello
con miras a la puesta a disposición del público masivo, en un entorno
cotidiano, de una tecnología rentable y
lucrativa. Y la ficción, entendida en su sentido más expansivo, en tanto poder mental inducido por la ubicuidad imaginaria de los medios, la cultura de masas
y la publicidad.
En esta
trilogía de título alternativo (“Trilogía de Bigend” para unos o “Trilogía de
la Hormiga Azul” para otros), el mundo contemporáneo es enfocado a través de la
figura en la sombra de un magnate omnímodo y ubicuo del marketing global
(Hubertus Bigend) y su agencia de publicidad y diagnóstico de modas y
tendencias (Hormiga Azul). En las tres novelas su papel dominante se rubrica
encargando enigmáticas investigaciones a las mujeres protagonistas de cada una
de ellas. Si en Mundo espejo, el peso
de las pesquisas recaía sobre Cayce Pollard, una hipersensible cazadora de
tendencias (cool hunter) en busca del
origen de un intrigante metraje difundido por internet, tanto en País de espías como en Historia cero es Hollis Henry, ex
cantante de un grupo de culto y experta en arte locativo, la guía narrativa que
se desliza por las alambicadas superficies del mundo de la creatividad
tecnológica y el diseño textil.
Desde el
título original (“Historial Cero”), Gibson avisa sobre el designio de su brillante
artefacto. Como concepto, la historia ya no existe, se ha interrumpido o ha quedado
olvidada, como un desecho más, en el contenedor del pasado. Hemos ingresado en
una visión neutra del tiempo presente, una cronología sin antecedentes ni
historial reconocible, marcada solo por las pautas innovadoras de la tecnología
y los acontecimientos instantáneos de la moda y el diseño. Como ocurre en la
novela con la conciencia cristalina de Milgrim, que percibe el mundo, una vez
liberado de su dependencia de ciertas drogas de diseño, en toda su novedad y
pureza. Por esto mismo, la desconcertante trama de la novela gira en torno a la
fabricación y circulación clandestina de modelos de ropa alternativos, tan
ajenos a las corrientes de la masificada industria convencional como adecuados
a los gustos de los consumidores más exigentes. De hecho, el codiciado objeto
de deseo perseguido en la ficción por diversas agencias, grupos y
organizaciones, legales o ilegales, es un revolucionario modelo de pantalones
vaqueros, cuyo diseño y textura original promete, de una parte, el éxito
comercial entre una clientela selecta pero numerosa y, de otra, un suculento
contrato con el ejército norteamericano para fabricar uniformes usándolo como
patrón formal.
La ironía se manifiesta, en especial, cuando las enredadas
investigaciones de Hollis revelan al lector, destinatario final de sus
descubrimientos, la verdad oculta tras esa voluntad transnacional de
apropiación, piratearía o explotación de las virtudes lucrativas y estéticas de
tan insólita mercancía. Una verdad compleja que, como siempre en Gibson, se
describe con una imaginería deslumbrante y acaba explicando así, mucho mejor
que un abstracto tratado de sociología, las claves reales de las maquinaciones
financieras del mercado y las derivas inconscientes del consumo. En primer
lugar, la influencia fetichista de la ropa militar, como fantasía juvenil de
poder, en el diseño y confección del vestuario masculino; en segundo lugar, la
relevancia de la producción marginal en la renovación de tendencias y la oferta
constante de novedades, con productos de mayor calidad o atractivo. Y, quizá la
más asombrosa, ya apuntada en novelas anteriores, la imperiosa necesidad del
secreto, la invisibilidad, la diferencia y la exclusividad para ciertas elites
económicas en un mundo cotidiano que simula adoptar la transparencia y la
uniformidad como atributos democráticos.
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