viernes, 7 de septiembre de 2012

EL SOBRINO DE VOLTAIRE


La edición original de La fiesta del asno llevaba un epígrafe en francés de Voltaire que marcaba la afiliación del libro con las milicias ilustradas y en contra de la barbarie. Ahora, en su traducción francesa, la extrañeza de esta cita desaparece como el agua en el agua (Bataille dixit). Alto voltaje volteriano, jocundo didactismo diderotiano, sadismo sardónico. Pornografía de la inteligencia, en suma. Esos eran los ingredientes esenciales de La fiesta del asno en su versión española y lo serán aún más en la lengua de Rabelais, Lautréamont y Céline. Desde hoy mismo, La fête de l´âne rebuzna en todas las librerías francófonas.

Quien más a fondo quiere matar, ríe. No con la cólera, sino con la risa se mata.
-Nietzsche-

En esta novela mía, hay dos asnos como poco: el protagonista, por supuesto, y el narrador de sus andanzas. Este último es un ignorante que cada vez que va a hablar profiere un rebuzno, emite una impertinencia o da muestras sobradas de su completa ignorancia. En la literatura, en todo caso, ha habido asnos desde siempre. La fiesta del asno lleva un epígrafe elocuente de Voltaire (Nous avons des livres sur la fête de l´âne et sur celles des fous; ils peuvent servir a l´histoire universelle de l´esprit humain) que traducido al español de Quevedo y Cervantes, dos maestros cerriles pero de humor antagónico, vendría a decir algo así como: Tenemos libros sobre la fiesta del asno y sobre la de los locos; pueden servir a la historia universal del espíritu humano. Al ilustrado Voltaire, le fascinaba tanto el asunto de la tontería como explicación de las iniquidades sociales y políticas de su siglo que dedicó una de las primeras entradas de su Diccionario Filosófico a la figura del Asno (de ahí procede la cita, por cierto). No sé si muchos filósofos aprobarían hoy un gesto parecido: esta fascinación de la razón por las formas de la sinrazón (Erasmo otra vez, inevitable). De las luces por las sombras o el lado oscuro, el reverso tenebroso de la Fuerza. En la novela Cándido (que se presenta traducida del alemán del mismo modo que mi novela aparece traducida del euskera al castellano) Voltaire demuestra escasa candidez cuando dictamina: Guerra eterna, eso es lo que hay, lo demás es fábula; todo el mundo está loco, el mundo está lleno de horrores y absurdos. En El ingenuo muestra Voltaire escasa ingenuidad cuando sentencia: la Historia no es más que un cuadro de crímenes y desgracias.
Pero los alegres asnos han jugado desde la antigüedad un papel decisivo en la cultura y la vida humana. Es el animal maldito y apaleado por excelencia, como nos recuerda Cristóbal Serra. En la literatura, el asno aparece con Luciano, en una breve novela que a su vez inspiraría la más famosa del Asno de oro, un plagio plebeyo de Apuleyo. Lo que cuenta Apuleyo tiene mucho interés, pues el asno se cuela en las casas y cohabita con sus amos en tal grado de intimidad que mejor no les cuento lo que ciertas damas romanas llegan a practicar con sus superdotadas acémilas.
Pero nadie puede olvidar el papel destacado que desempeña el asno en la historia de Jesús de Nazaret: su entrada a lomos de pollino en Jerusalén es una escena paródica que he querido recuperar en mi novela de modo que el protagonista entra en una aldea vasca montado a lomos de un asno viejo y derrengado para impresionar el inconsciente religioso de la gente. Pero aún más importante, la huida a Egipto a lomos del asno de la sagrada familia tras el decreto de Herodes dio lugar a una festividad o misa grotesca y carnavalesca durante la edad media que ha pervivido hasta no hace mucho llamada “La fiesta del asno” o “La misa del jumento o del asno” (a la que se refiere Voltaire en la cita mencionada) y que consistía en un ritual ridiculizador de la liturgia eclesiástica: una vez al año, se celebraba esta ceremonia en la que irrumpían asnos reales u hombres disfrazados de asno, como también pasaba con el coro de sátiros de la tragedia griega, e interrumpían la lectura de las sagradas escrituras y proferían toda suerte de inconveniencias, burlas y blasfemias que hacían reír a los fieles, que se divertían en la iglesia de un modo excepcional. Era, como el carnaval o la risa pascual, un acto de transgresión y liberación de tabúes y prohibiciones por el que la iglesia como institución conseguía comunicarse con la tontería subyacente a toda creencia y por una vez el recinto sagrado de la seriedad se convertía en una pista de circo o un plató televisivo de ahora.
Así pues, La fiesta del asno es una gran fiesta de la necedad humana contemporánea celebrada por un narrador que es tan necio y burro como el protagonista y el mundo de la ficción en que se integra como dinamizador cómico, personaje grotesco y problemático que se une al narrador para formar un dúo cómico menipeo. Por eso en la novela he incluido la figura de un escritor que está hecho con la tontería con la que estamos hechos los escritores cuando opinamos sobre todo lo divino y lo humano y que, como tantos escritores del siglo veinte, cuando decide pasar a la acción, lo que se llamó en otro tiempo comprometerse con una causa o más bien con sus efectos, se ve arrastrado por la misma estupidez del mundo circundante. No podía ser de otro modo en un país como éste, por otra parte, donde hay tanto burro y lo ha habido siempre y muchos de nuestros problemas históricos o políticos nacen de nuestra borriquería innata, perdónenme la impertinencia: siglos y siglos de comportarnos como acémilas, o de padecer la violencia bruta del poder, no se resuelven de la noche a la mañana, desgraciadamente. Una gran catarsis de nuestra historia más reciente pretende ser también esta novela: un acto un tanto ofensivo de purgación de todos nuestros errores del pasado y del presente a través de la risa. Su efecto en el lector puede ser liberador siempre y cuando éste acepte hacer detonar, sin prevenciones morales, la parte explosiva de la sátira en el interior de su cerebro.
Yo asumo sin problemas mi condición de asno integral, como el Bottom de Shakespeare, y aspiro a que mis lectores se sumen a este reconocimiento con alegría y regocijo y se asuman también como asnos totales.
Si uno lo piensa bien, los tres pensadores más innovadores del siglo diecinueve, a pesar de su serio aspecto, supieron reírse a carcajadas. La risa de Marx tenía por objeto el delirante funcionamiento del capitalismo; la de Freud, la liberación de lo reprimido. Y la risa de Nietzsche, por último, una de las mayores influencias de la novela, iba dirigida contra la anticuada moral que impide nuestro ascenso definitivo a la libertad. Nietzsche, pues, que quiso fundir como nadie la sabiduría y la vida, el instinto y el conocimiento, sabiendo que el animal humano está hecho a partes iguales de luz y oscuridad, de lucidez y estupidez, incluyó en su Zarathustra una “fiesta del asno” alegórica a la que invita a los que denomina los “hombres superiores” (reyes desterrados, papas jubilados, magos y mendigos, etc.). Allí concelebran entre todos los presentes una ceremonia paródica para conjurar, en presencia de un asno que sólo rebuzna I-A, el espíritu de la pesadez, el mayor enemigo del espíritu vivaz. Los hombres superiores aprenden a reír y a reírse de sí mismos y así alcanzan la más alta meta de la inteligencia, negarse o disolverse después de haber accedido a la lucidez total de la vida que es la alegría, la vivacidad y la risa. Por eso, en el contexto de una novela como ésta en la que el acto terrorista de matar al otro cobra todo su protagonismo moral quiero recuperar las palabras que el más feo de los hombres, pero no el más necio, dirige entonces a Zarathustra: yo sé una cosa, de ti mismo la aprendí en otro tiempo, oh Zarathustra: quien más a fondo quiere matar, ríe. No con la cólera, sino con la risa se mata, así dijiste tú en otro tiempo.
Pero se equivocan de nuevo estos pretendidos hombres superiores de Nietzsche al elegir al asno como objeto de adoración tras descartar a Dios y se ganan la reprimenda de Zarathustra. El asno no puede ser sacralizado, no puede ser reverenciado, como la tontería, sin incurrir en mayores patanerías y horrores que los cometidos en nombre de otros valores supuestamente más elevados. A la tontería hay que darle, como al asno, el papel inevitable que le corresponde en la vida, pero no más protagonismo del que ya tiene. Este es el lado peligroso de la tontería, su faceta menos amable y más tiránica: la televisión, la publicidad y los medios en general se arrodillan con facilidad ante el asno contemporáneo, a falta de otros dioses, como lo hacen los hombres superiores en el libro supremo de Nietzsche. En todo caso, no debemos olvidar que Nietzsche, según la leyenda, entró en la locura en una calle de Turín abrazándose a un cuadrúpedo (las versiones difieren: unos dicen que era un caballo, otros que un asno) después de haber arrebatado la fusta con que su amo lo azotaba cruelmente. Sí, así fue: el duro, el diamantino, el intempestivo Nietzsche perdió el juicio definitivamente cometiendo un acto impecable de compasión y amor por el animal, por el bruto, por el irracional que todos, incluso él, llevamos dentro. Qué ironía mayúscula. Qué suprema ambigüedad la de ese gesto de Nietzsche por el que toda una tradición filosófica se hunde con su representante terminal en la sima de la ignorancia y la necedad, la inmadurez y la informidad, la oscuridad y el caos. Como una profecía de los errores y también de los muchos horrores que se producirían en el siglo veinte. Y todavía en el veintiuno, como se puede comprobar en cualquier telediario medianamente informado…

[Fragmentos del ensayo El narrador asnificado]

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