Debo a una feliz coincidencia el deseo de volver a publicar esta entrada. Con ella celebro la edición de Gótico Carpintero, esa novela intermedia de William Gaddis nunca antes traducida al español y que ahora publica Sexto Piso. La coincidencia consiste en que, por uno de esos azares que engrandecen los designios de la literatura, Gaddis reaparece en el mercado español al mismo tiempo que lo hace otro monstruo literario, Arno Schmidt. Mondadori-Debolsillo acaba de publicar, con espléndido prólogo de Julián Ríos, la trilogía Los hijos de Nobodaddy (Momentos de la vida de un fauno, El brezal de Brand, Espejos negros). También para mí, como para Ríos, el "Fauno" está entre lo mejor de Schmidt, lo que quiere decir en la cumbre estética de la literatura. Como esa novela inmensa, que leí el otoño pasado en su edición francesa, Kaff auch Mare Crisium (que Ríos traduce con acierto como Villorrio, también Mare Crisium). De todo ello iré escribiendo en las próximas semanas, a medida que vaya teniendo más tiempo para hacerlo. Mi nueva novela me consume...
Hace un par de años el filósofo esloveno Slavoj Žižek pronunció, como suele, una espléndida conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (“Arte e ideología en Hollywood”) donde, entre otras cosas, venía a sostener algo evidente para muchos pero no para todos: la importancia de la forma estética en el enunciado o la denuncia de realidades traumáticas como el Holocausto, la guerra, la violencia o la violación, la desesperación, el crimen o el horror. Es decir, venía a cuestionar con argumentos incontrovertibles la idea puritana de que la representación del caos no debe ser caótica, la del horror horrible y la de lo ridículo irrisoria o paródica. Y concluía: “lo que no puede ser descrito, tiene que estar inscrito en la forma artística y su distorsión”. Viene a cuento esta digresión por la reciente publicación en español de esta novela póstuma de William Gaddis (1922-1998), uno de los mejores novelistas norteamericanos del siglo veinte, donde la conciencia de la muerte inminente desfigura el discurso moral que la sustenta.
De Gaddis los lectores españoles sólo conocían dos obras fundamentales: Los reconocimientos (editada en 1987 por Alfaguara, más de treinta años después de su desastrosa edición original en 1955) y Su pasatiempo favorito (editada aquí en 1996 por Debate). Era suficiente para hacerse una idea de su singular visión de la realidad del siglo veinte y de su aún más singular modo de expresarla. Por otra parte, Los reconocimientos (The Recognitions), una obra maestra absoluta a la altura creativa del Ulises de James Joyce, arrastraba la leyenda maldita de la incomprensión y la mala recepción inicial cuando se publicó en una América ensimismada en los años cincuenta en los modos banales de la incipiente era del consumo y el bienestar. No estaban los americanos de entonces preparados para recibir, en el formato elefantiásico de una novela que superaba las mil páginas, una sátira sin moral alternativa sobre la falsedad y la falsificación en todos los terrenos y la imposibilidad de la autenticidad en un mundo donde todo es tomado por su contrario, donde los malentendidos son constantes y el error y la malversación se erigen como único modo de relación con el otro, tanto en el amor como en el arte, la religión o la familia.
No, los americanos no estaban preparados, solo nueve años después de ganar la segunda guerra mundial, para entender una novela que prefiguraba un futuro donde todos sus valores, deseos, sueños y señas de identidad serían plastificados. Como ha contado el gran novelista Robert Coover: a fines de los cincuenta, cuando se tenía veinte años y se quería ser escritor, sólo había dos modelos serios que se pudieran seguir: el Salinger de El guardián en el centeno o el Gaddis de Los reconocimientos. Está claro que toda la primera generación postmodernista (Coover, Barth, Pynchon, Hawkes, Barthelme, Gass, DeLillo, etc.) eligió, cada uno a su manera, proseguir los pasos del maestro Gaddis. Nadie que haya leído las primeras novelas de Pynchon (sobre todo V) habrá dejado de percibir la huella del autor de Los reconocimientos.
Pasarían casi veinte años antes de que el discurso excesivo de Gaddis alcanzara a penetrar en la inteligencia americana con su segunda novela (JR, 1975; inédita aún en español), otra sátira terriblemente cómica del mundo de los negocios, las finanzas y la infiltración del capitalismo en el lenguaje americano que gana el National Book Award además del respeto del medio literario. Es una novela de voces más que de historias, sin duda, pero todas esas voces entrecruzadas en un gigantesco crisol de palabras sólo repiten una verdad y una mentira: la verdad y la mentira de la ideología capitalista y la idolatría del dinero como grandes señas de la identidad americana. Su relectura en estos tiempos de crisis galopante sólo podría revalidarla como visión profética. Diez años después Gaddis publica su tercera novela Carpenter´s Gothic (1985; también inédita en español hasta el momento), una fábula oscura y claustrofóbica digna de Melville, de quien Gaddis es uno de sus grandes herederos electivos. Se trata de una novela más íntima, a pesar de todo su carnavalesco casting de personajes, nutrida de su excéntrica experiencia de hijo sin padre, conviviendo con una madre solitaria que lo exalta al nivel de genio (rasgo que posee en común con el que habría de ser su maestro tardío, Thomas Bernhard, el modelo performativo de su último proyecto). Y en 1994 publica con éxito artístico Su pasatiempo favorito (A Frolic of His Own) y recibe por segunda vez el máximo galardón de las letras americanas, que no es el Pulitzer (“People´s Prize”, como lo denomina William Gass, gran amigo de Gaddis y, de creer la leyenda que circula entre algunos escritores americanos, la última persona con quien hablaría Gaddis antes de morir) sino el National Book Award. Su pasatiempo favorito es una novela hilarante sobre los laberintos legales, el final o las mutaciones de la subjetividad y la creación artística en un mundo mediatizado, con el plagio y la falsificación de valores y obras, de nuevo, como móviles intelectuales de la compleja trama.
Cuando a mediados de los noventa supo que se moría de cáncer de próstata decidió despedirse del mundo con una obra (Ágape se paga, Editorial Sexto Piso, Madrid, 2008) que condensara su ideario novelístico aprovechando la escasa energía que le quedaba. Ágape Ágape (título original de esta novela póstuma que prefiero al de la traducción: un palíndromo algo arbitrario con el que el brillante traductor pretende recordarnos la condición circular del texto y, tal vez, apuntar una de sus ideas nucleares) es un monólogo agónico en el que un individuo anónimo (aunque no se menciona su nombre en todo el texto, su presencia ficcional en JR permitiría identificarlo como el escritor y profesor fracasado Jack Gibbs) examina con voz rota las ideas que le han obsesionado durante toda su vida mientras ésta se dispone a abandonarlo cruelmente. En el insistente discurso de esta agonía estilística, este personaje desgarrado nos cuenta cómo durante años ha estado recopilando, como hiciera el propio Gaddis, una cantidad ingente de información sobre el piano mecánico (o la pianola) con objeto de escribir un gran estudio sobre ese artilugio musical (de moda en los hogares americanos desde finales del siglo diecinueve hasta la crisis del 29), en el que ve realizado el espíritu humano más mezquino y mediocre: el que impone la mecanización y comercialización del arte y la negación del talento individual, como mala interpretación democrática, para eliminar el sentimiento de fracaso de la vida social y procurar una postiza felicidad a todos los ciudadanos a través del entretenimiento y la gratificación sin esfuerzo, con la música en este caso como paradigma cultural.
Sin embargo, esta socarrona “homilía” fúnebre, que imita en su recurrencia el mecanismo reiterativo de la pianola denunciada por Gaddis como artefacto masificador, no surge de la ira inevitable ante la consumación del nihilismo, sino de la constatación, aún más insoportable, del terrible paso del tiempo, del colapso de la vida frente a la muerte, del dolor de envejecer y la enfermedad terminal, de las aspiraciones juveniles decepcionadas en la edad adulta y de los desafíos de la obra de la juventud, llena de fuerza y vitalidad, a una potencia creativa disminuida por la acumulación de achaques y desengaños, frustraciones y pérdidas.
Es posible que, como se vaticina con humor en esta hermosa novela, el destino americano sea que todo, incluido Gaddis, acabe convertido en “un tebeo, en unos dibujos animados”. También es cierto que resulta conmovedor imaginarse al apuesto y mujeriego Gaddis luchando cuerpo a cuerpo con la muerte mientras la escribía para arrancarle a la vida un último destello de inteligencia y no sólo de placer o belleza. Es posible, en efecto, que ésa sea la cifra del fracaso humano, que hace reír al diablo. Pero es posible que ésa sea también la cifra de su éxito póstumo, que ya no hace reír a nadie porque está más allá de la risa.
Postdata 1: La parábola que resume el ideario de Los reconocimientos es la de Stanley, el músico que dedica de modo vocacional su vida a reconstruir una composición para órgano que se tocaba en una iglesia italiana antigua. Cuando ha logrado su objetivo, el musicólogo acude a la pequeña iglesia con la intención de transmitir al edificio las vibraciones recobradas de la música que siglos atrás expresaba la vida espiritual de la comunidad que acudía al templo a celebrar a su creador. A pesar de las advertencias en italiano, que no comprende, Stanley se empeña en tocar la composición en el órgano de la iglesia agravando las notas más intensas. La iglesia, al poco de comenzada la instrumentación, se derrumba. El músico, que habría deseado restituir un sentido tradicional a la incuria en que se mantenía la arquitectura religiosa, desaparece entre las ruinas para siempre, y su partitura milagrosa es recuperada pero cae en el olvido. Aquí aparece cifrado en lenguaje figurativo novelesco un aviso importante sobre lo que significa la cultura en el tiempo, o cómo dialoga la cultura con el tiempo, y, si se quiere, un apólogo sobre que cada periodo histórico tiene su arte propio y no cabe por tanto, en términos estéticos, ni la nostalgia ni la regresión ni, por supuesto, la imitación de modelos pretéritos (mal neoclásico por excelencia). Así debió entenderlo, desde luego, el artista Julian Schnabel, que es de todo el mundillo artístico de las últimas décadas el único que supo extraer lecciones estéticas de la obra de Gaddis para luego aplicarlas con talento y rigor a su propia obra, a pesar de lo que piensan muchos críticos sobre él. Su obra pictórica quizá ganara mucho para estos críticos negativos si conocieran a Gaddis y, por consiguiente, pudieran entender el diálogo fecundo que esta pintura en particular mantiene con la obra del novelista (cf. Kevin Power, “Las agonías provocativas del heroísmo marchito: Julian Schnabel y William Gaddis”, en Julian Schnabel, Pinturas 1978-2003, Catálogo de la Exposición retrospectiva dedicada al artista en 2004 por el MNCARS). [William Gaddis y Julian Schnabel, además, fueron amigos, o llegaron a serlo partiendo de un mutuo entendimiento y afinidad intelectual y artística, de ello da testimonio el retrato que he elegido para ilustrar este post.]
Postdata 2: Recuerdo muy bien el momento en que supe que Su pasatiempo favorito había ganado el premio literario más importante en Estados Unidos: era diciembre de 1994 y me encontraba dentro de un coche alquilado en un parking al aire libre del downtown de Los Ángeles, donde entonces residía, esperando el regreso de una amiga que había ido a cambiar dinero a un banco situado al pie de un rascacielos (situación digna de Gaddis o, más bien, de un mal epígono de Gaddis). Para entretenerme hojeaba las páginas culturales del LA Weekly, mi semanario de referencia para estrenos cinematográficos, exposiciones o actividades culturales de diversa índole. De pronto, me encontré con la noticia del premio a Gaddis a toda página, celebrado como un triunfo sensacional de la literatura arriesgada o valiosa, un homenaje tardío a su magisterio sobre la novelística americana de las últimas tres décadas. Mi alegría fue enorme, a pesar de desconocer la existencia de la novela, y esa misma tarde corrí a una librería de Santa Mónica a buscarla. La encontré enterrada bajo un montón de novelas del gran Kenzaburo Oé, entonces de moda en los USA por el Premio Nobel, y nada más abrirla quedé deslumbrado por el atrevimiento formal de su propuesta. Unas cuantas semanas después, en ese mismo semanario cultural angelino, leería sobrecogido el obituario de Guy Debord, que acababa de pegarse un tiro. Con Debord, Gaddis compartía algunas ideas extremas sobre el devenir de las sociedades occidentales, e incluso el humor soterrado y a menudo sardónico. Pero Gaddis era un bon vivant y sabía disfrutar de la existencia, a pesar de todas sus miserias y servidumbres, mientras Debord, como intelectual europeo de su generación, sólo consumirla y consumirse de desesperación. Comenzaban las celebraciones del centenario del cine y el cineasta más intransigente decidía darse de baja del mundo. In Girum Imus Nocte et Consumimur Igni…