[Publico un montaje de cuatro fragmentos de mi novela Providence (Anagrama, 2009) para rendir
homenaje a los 50 años de la película Tiburón,
estrenada en Estados Unidos el 20 de junio de 1975. En el primer extracto, un
sueño de gloria fílmica del director Álex Franco, se parodia hasta el absurdo
el análisis freudiano (con Buñuel y Dalí en el trasfondo) de sus temas más
recurrentes; y en los tres siguientes, que reproduzco editados, se plantea un
posible remake (El
gran blanco) de las secuencias playeras del
principio de la novela de Benchley y de la película de Spielberg, recreándolas y
mezclándolas sin renunciar a las proyecciones psicoanalíticas, teóricas y
cinematográficas de sus componentes…]
A Fredric Jameson y a Robert Coover
I
…Buñuel quiere quedarse con mi mano derecha a toda
costa, ésa es su pretensión manifiesta mientras me distrae una vez más
hablándome de la película, quiere llevársela para jugar con ella a solas esta
noche o regalársela a Dalí, que se ha quedado sin voz durante la proyección y
no podría contrariarlo, para que también aprenda a jugar en serio y abandone de
una vez las cursilerías onanistas de su pintura. Sin embargo, en mitad de
nuestro forcejeo, Buñuel se pone serio de repente, la seriedad infalible con la
que resolvía todos los conflictos durante los rodajes de sus películas. Serio
y, sobre todo, alerta. Como si hubiera percibido una vibración extraña en el
entorno, un cambio en la atmósfera recalentada del cine. Renuncia a sus
intenciones anteriores, lo que me tranquiliza, no podía sostener el pulso con
Buñuel por más tiempo, y decide marcharse a toda prisa, tirando a duras penas
del fardo adormecido de Dalí, al notar que Spielberg, parapetado tras una de
las rojas cortinas de acceso a la sala, se había impacientado con nuestra
conversación y había decidido en ese mismo instante avanzar hacia nosotros,
detenidos en mitad del vestíbulo, sin darle tiempo a que acabara de instruirme.
Ha esperado su oportunidad en la sombra y no acepta que ningún otro
contrincante, y menos que nadie Buñuel, se la dispute ahora. Oculto tras una
gorra de béisbol y unas gafas de aviador de la segunda guerra mundial para
disimular la edad, es verdad que ha envejecido mucho desde la última vez, Spielberg
se precipita a estrecharme la mano mientras me advierte contra Buñuel sin
contemplaciones. Tenga cuidado. Es un tipo muy peligroso, recuerde La dalia negra. Pobre Brian. El autor
del crimen fue él, el autor de Él, no
se equivoque de hombre. Tengo pruebas concluyentes sobre el caso, aunque no
podría utilizarlas ante ningún jurado, ya me comprende, películas y fotografías
de aficionados, cartas de Buñuel a algunas de sus amiguitas de Hollywood
comunicándoles que se excita con la idea de cortarlas en pedazos, confidencias in extremis de testigos moribundos a los
que no podría traicionar ahora sin perder a una parte de mi público, secuencias
inéditas de sus propias películas y, por si fuera poco, el bodrio de Brian. Si
no me cree, pregúntele a Marty, que lo sabe todo sobre películas y directores.
Todo, créame. Marty es una enciclopedia ambulante, aunque cuando se pone
pedante no lo aguanta nadie, ni siquiera ese bobo de George… Me estoy
entusiasmando, disculpe, luego nadie se cree que no bebo alcohol ni me meto
drogas. Soy así. Es la grandeza del cine. Cuando se trata de películas, me
pongo como loco, no lo puedo evitar. La suya, por ejemplo. Me ha puesto a cien.
Esto no me pasaba desde que vi en la intimidad de un pase privado, a solas con
la viuda de Stanley, ya me entiende, su película póstuma, ¿cómo se llamaba?
Algo sobre los ojos, ¿es que nadie se acuerda ya?…
Después de unos segundos de vacilación, vuelve a
felicitarme por mi película exprimiendo mi mano aún más, pero sé con seguridad
que no se la quiere llevar. Tiene la suya y le basta. Le trae suerte. La idea
del celuloide virgen es brillante, permítame que se lo diga. No se me habría
ocurrido pensar en nada parecido, me dice, pero me sugiere al mismo tiempo, por
solidaridad entre colegas, ya me entiendes, una lista exhaustiva de doscientos
cincuenta y tres retoques, los trae anotados en una libreta que extrae de
debajo de la gorra con la mano libre, simples recomendaciones para incrementar
el peso de la acción y la trama narrativa en el metraje final y compensar el timing de los actores. No pierda nunca
la conexión con la taquilla, amigo Franco, ni desespere por las dificultades y
si tiene alguna duda financiera llame a mis abogados, me tiende una tarjeta,
ellos sabrán sacarle del apuro. Esto es lo fundamental. Esta convicción
técnica. Esta capacidad para crear en medio del agotamiento más extremo.
Dígamelo a mí. Quién dijo que esta profesión era como la jardinería, menudo
gilipollas. Este negocio es como la guerra, como me decía siempre el tío Sam, mi
maestro, un tipo duro de verdad. Por cierto, hablando de guerra, acabo de
acordarme, ¿ha visto usted a Francis por aquí? Hemos venido juntos en la
limusina con un par de amigas suyas, una rubia y una morena de escándalo, y a
mitad de la proyección los perdí de vista. Siempre fue muy sensible a los
guiños eróticos del cine y su película, no lo negará usted, tiene de todo para
perturbar a un hombre de la envergadura y las debilidades de Francis…
Spielberg tampoco parece atreverse a soltarme la mano mientras habla sin parar para acaparar mi atención, temiendo que se la preste a los otros directores que nos rodean en el vestíbulo. He reconocido a David Lynch en la menguante cola de los que esperan para transmitirme en persona sus comentarios y felicitaciones y me he puesto nervioso al ver el tamaño de la sonrisa que me dirigía, como una navaja en las manos del carnicero apropiado. Y aún más nervioso cuando he descubierto escondido tras él a Tarantino, otro navajero del gueto, sonriendo también como un canalla de película de serie B antes de cometer una tropelía sangrienta. A éstos no les interesa la mano, en absoluto, como a ese anticuado de Buñuel, éstos vienen directamente a por el ojo, me digo preocupado en el sueño, a ser posible los dos, sin contemplaciones. Mientras tanto, Spielberg, asido a mi mano como a una palanca de propulsión en un mecanismo de feria, insiste contra toda razón en proseguir con sus desmesurados elogios. Magnolia me parece, se lo digo en confianza, no lo publique por ahí porque lo negaré por completo, el mejor remake no americano de Tiburón que hubiera podido imaginar. Sinceramente, es impecable su reformulación de los viejos estereotipos de mi tercera película. La agresividad hipermasculina del monstruoso pene blanco atacando a la chica desnuda en la playa, una eyaculación digna del porno más duro, la enorme vagina dentada contra la que combaten los hombres en el barco como desesperada negación de su homosexualidad, la victimización de las minorías sexuales y culturales, por no hablar del grosero comentario sobre la situación política. Ufff, qué horror, se me ponen los vellos de punta sólo de recordar los excesos de esta película atroz. La peor de todas las que he hecho sin discusión, reconózcalo. Pretenciosa, intelectual, sectaria y aburrida. Siento decepcionarle. Desde que soy padre, la responsabilidad me obliga a reconsiderar mi filmografía desde una perspectiva mucho menos radical, ya me comprende. Usted es más joven, puede permitirse estos juegos peligrosos. Estos discursos ambiguos. Yo ya no puedo, sinceramente. Mire, yo no soy como Francis ni como Marty que cambian de opinión cada decenio, según de dónde soplen las modas de los festivales. Yo lo he hecho una vez en mi vida y con eso tengo suficiente. Me refiero a cambiar de opinión, no me malentienda. Soy fiel a mis convicciones. No puedo perder tanto tiempo de mi vida como ellos en estar al día. Además, soy muy feliz en mi matrimonio, ¿no lo sabía?... Bueno, en todo caso quiero que sepa que ha sido todo un honor asistir a la primera proyección pública de su película. Esta fecha de hoy, no lo dude, se recordará en el futuro como aquella gloriosa efeméride de los hermanos Lumière. Ha reinventado usted el arte cinematográfico en pleno siglo veintiuno. Espere a que dentro de un rato, si Francis no me entretiene mucho con sus caprichos seniles, se lo cuente a Marty por teléfono. Tendré que aguardar un par de horas a que me cuente plano a plano las treinta películas que ha visto en esta última semana en todos los formatos existentes, pero al final merecerá la pena haber sabido esperar para contárselo y Marty me envidiará por haber asistido al estreno. Por cierto, ¿no se le ha ocurrido invitarlo? Lo de su anterior película no fue para tanto, un tropiezo lo tiene cualquiera, ¿no cree? Ah, por fin, ahí veo a Francis del brazo con sus amigas. Si me disculpa, seguiremos hablando en otro momento, me esperan…
[Providence, pp. 227-231]
II
No hacía ningún frío, a pesar del otoño
incipiente, el mar estaba en calma y estábamos solos en la casa, como pudimos
comprobar en cuanto varamos la lancha en la playa y subimos los escalones que
conducían al porche, desde donde, a pesar de la disminución de la intensidad de
la luz, aún era posible divisar una panorámica asombrosa del mar y, creando a
su alrededor un anfiteatro ideal para contemplarlo, las dunas blancas moteadas
de arbustos aplastados y las precarias vallas de madera destruidas por el viento
salino al final del verano pasado, cuando todos los veraneantes emprendieron la
huida de la isla por temor a la soledad. Se apoderaba de mí una sensación
indefinible frente a esta vista cargada de promesas y premoniciones. Era como
volver a la escena del crimen muchos años después de haberlo cometido. Ninguna
barrera de arena, me dije sin abandonar la inspección del hermoso escenario,
podría contener ahora al escualo feroz que rondaba el perímetro insular en
busca de suculentas presas, la mordedura del mar más desaprensiva en la
renegrida madera de la casa que los colmillos del monstruo en las planchas de
la embarcación de pesca con que trataban de cazarlo.
-¿No te apetece bañarte? Te despejará la cabeza.
-Ahora voy. No te preocupes tanto por mi cabeza.
Estoy bien.
-Allá tú.
Sin que me diera cuenta, extasiado en la
contemplación de uno de mis paisajes cinematográficos favoritos desde la
infancia, estaba a punto de repetir la escena inicial de la película. Tras
comprobar algún detalle nimio en el interior de la casa, Eva se había desnudado
en el porche sin perder un minuto y pasó a mi lado corriendo camino de la
orilla, donde hundió sus tobillos y luego sus rodillas antes de desaparecer
engullida en el agua que no conseguiría lavar mis ojos enfermos de toda la
putrefacción visual que años y años de visionado de las mismas imágenes
obsesivas habían implantado en mis retinas sin que pudiera librarme de su
influjo inconsciente.
No estaba en clase, así que en vez de seguir
divagando sobre la evanescencia de las percepciones fílmicas y los recuerdos
perturbadores me desnudé lo más aprisa que pude y corrí en busca de Eva que,
por lo que pude ver enseguida, había comenzado la gimnasia acuática de rigor.
Dejé mi ropa amontonada en la orilla, junto a la toalla que ella había dejado
caer minutos antes al pasar corriendo camino del agua, y mis gafas de sol
encima como una garantía de que la renuncia a mi identidad sería sólo
provisional. De poco me servirían en el agua para localizar a Eva. Lo hizo ella
en cuanto me zambullí, nos abrazamos y nuestros cuerpos reaccionaron de
inmediato a los estímulos habituales. Nos separamos por un instante y
comenzamos a nadar uno alrededor del otro como en los prolegómenos de un rito
sexual, difiriendo el apareamiento, y a bucear como distracción rastreando la
escasa profundidad y la exigua vegetación del arenoso fondo. Nos abrazamos de
nuevo y la suave corriente nos arrastró a la orilla donde me permitió
penetrarla por primera vez. Me gustó que ella no cerrara los ojos mientras la
inseminaba sin protección. Cuando acabamos, volvimos a zambullirnos cada uno
por su lado. Hundido hasta las rodillas, me entretuve mirándola de espaldas en
ese instante milagroso en que ella creía que nadie, ni siquiera yo, la podía
mirar. El agua no la cubría por entero, así que Eva se puso de pie con un
respingo grácil, se apartó el cabello de los ojos, y continuó caminando hasta
que el mar le cubrió los hombros. Allí comenzó a nadar sin esfuerzo, con la
cabeza fuera del agua y la brazada desigual propia de aquéllos que han
aprendido a hacerlo con corrección y luego han preferido olvidarlo todo por
conveniencia…
-¿Te gusta mi estilo al nadar? De niña era una buena nadadora, ¿sabes? Participé en competiciones nacionales y gané algunas medallas. Con mi primera regla se acabó mi carrera…
[Providence, pp. 276-278]
III
El chapoteo obsceno de la marea ascendiendo vino a
poner la nota estridente al final de nuestro abrazo. Eva no me permitió
inseminarla y tuve que salirme a desgana y correrme en la arena como un molusco.
Exhaustos, nos tumbamos después boca arriba y cada uno se sumió en sus
pensamientos más autistas. Un cielo oscuro que empezaba a encapotarse ofrecía
escaso espectáculo a la observación, así que nos zambullimos de nuevo, a
instancia mía esta vez. Ya no sentía ningún miedo a las presencias que el mar
podía ocultar tras su ciega apariencia de masa informe. Escrutaba el entorno a
ras del agua, como un documentalista ávido de acontecimientos, y casi deseé,
sin temerlo ya, ver una enorme aleta dorsal y una cola en forma de media luna
brotar de pronto de la espuma y dirigirse hacia mí como teledirigidas por un
operador remoto. Habría supuesto una suerte de culminación coherente con mi
historia personal y con la evolución de las especies y la historia humana, si
me apuran, que un gran pez mecánico usurpara con su voluntad de poder
controlada por la tecnología el ecosistema de un depredador natural en vías de
extinción. Para mí, en cualquier caso, zarandeado ahora por la corriente
submarina, habría sido un orgasmo salvaje. Al revés del cine, la vida casi
nunca es tan perfecta…
-¿Sabes una cosa divertida? Tiene que ver con uno
de los estudios más sesudos sobre la película de Spielberg, el autor es Fredric
Jameson, no sé si lo has leído, yo lo hice para mi clase, si te interesa está
en la biblioteca a la que tanto te gusta ir con tus amigas…
-Me sobran tus sarcasmos.
-Perdona. El caso es que Jameson atribuye una
importancia política extrema a la alianza final entre el policía Brody y el
oceanógrafo Hooper, es el punto fuerte de su argumentación, ¿lo recuerdas?...
-No, no conozco ese ensayo, aunque sí otros libros
suyos…
-Pues resulta que en el guión original, como en la
novela, Hooper, el barbudo oceanógrafo, moría en la jaula mordido por el gran
blanco. Pero ocurrió algo imprevisto durante el rodaje. Las tomas se las
encargaron a un segundo equipo que se fue a Australia a filmar escenas
subacuáticas de ataques de tiburón. A veces metían un enano en la jaula para
que cuando los tiburones la atacaran parecieran mayores de lo que eran, pues no
se trataba de blancos todo el tiempo. Una de las veces en que la jaula estaba
en el agua sin el enano dentro y las cámaras filmando todavía un tiburón de
gran tamaño embistió contra la jaula abandonada y la destrozó, de modo que, a
la hora de montar la secuencia, que había quedado perfecta, tuvieron que salvar
a Hooper en contra del guión que el actor había firmado…
-¿Y qué tiene esto que ver con Jameson?
-No lo entiendes porque no has leído el maldito
ensayo. Toda la interpretación de la América de su tiempo que Jameson se saca
de la manga está fundada en una puta casualidad. En realidad, Hooper tenía que
morir como Quint, el pescador local, en boca del tiburón, que era la gran
amenaza para todos. Tenían que morir los dos, el pescador y el oceanógrafo, los
dos expertos en peces y en la vida marina, y salvarse sólo el puto policía de
ciudad al que el mar acojonaba a muerte, ¿lo entiendes ahora? Ésa era la idea
narcisista que Spielberg tenía en la cabeza al rodar la película, salvarse a sí
mismo a través de su igual en la ficción. No existía, por tanto, ninguna
conspiración paranoica para ofrecer al público una versión consumible de la
forma de poder, una temible combinación de ciencia, tecnología y control, ante
la que debían claudicar como electores para salvar la deteriorada imagen del
país…
-Te repito que no conozco ese ensayo, ni lo he
oído nombrar nunca, no sé si te lo estás inventando como excusa para que nos
estemos aquí en el agua discutiendo sin parar sobre una película que te
enloquece y nunca comprenderé por qué…
-Ésa no es la palabra exacta, si no te importa. Y
no, no me lo he inventado, aunque me gustaría, ya puestos. Uno de los síntomas
más odiosos de nuestra cultura de especialistas es que, a partir de un cierto
nivel educativo, nos parece más deseable haber escrito una tesis doctoral sobre
Tiburón que haber dirigido la propia Tiburón…
-No sé de qué me hablas, pero estás consiguiendo
estropearnos este momento con tus estúpidas obsesiones. Parece que echas de
menos tu clase de por la mañana. ¿Es que te quedaba algo más importante por
decirles a tus alumnos? Resérvalo para la próxima clase, por favor…
-Ése es tu problema, Eva, reconócelo, no seas
hipócrita. Estás prisionera, como tantos otros, del puto prestigio de la mentalidad
académica y no puedes escapar de ello. Es una extraña perversión del síndrome
de Estocolmo aplicada al mundillo universitario, aunque a veces tengo la
sensación de que son los alumnos los que han secuestrado a sus profesores y a
todo el maldito sistema, y no al contrario…
-No sé de qué te extrañas. ¿No estamos acaso
gobernados por la alianza de la tecnología y el control policial? Tú mismo lo
repites constantemente, como una aburrida letanía…
-Perdona. Me confundes con otro.
-Es imposible confundirte con otro.
-¿Estás segura? ¿Has visto en tu vida alguna
película de Hitchcock?
-Me aburren tus referencias cinematográficas, ¿no
tienes otras?...
-Desgraciadamente, es demasiado tarde para
cambiar…
-Ya. ¿Podemos salir del agua?
[Providence, pp. 280-283]
IV
Estábamos todavía en el mar, con medio cuerpo
sumergido y los pies anclados en el fondo, era noche reciente y no veíamos
muchos metros más allá de nuestra posición. Sin embargo, yo no cesaba de mirar
en todas direcciones en busca de la aleta delatora de un Bruce auténtico, generado por la evolución para exterminar a todas
las demás especies de la tierra, y no de un simulacro mecánico de tres al
cuarto diseñado para asustar con su gigantesca estupidez a los niños y a los
padres que abonaron la entrada al parque temático del estudio. El humor de Eva
mutaba con la marea y ahora, como si esperara otra aparición de signo inverso,
se dedicaba a mirar cada tanto, con inquietud creciente, hacia la casa que
permanecía a oscuras como un mal augurio, una mole negra coronando las dunas
grises moteadas de arbustos apelmazados, la única edificación visible en esta
zona agreste de la isla.
-Lo único que pretendía Spielberg con esta
película es que lo tomaran en serio como director, como artista de masas, y eso
el sagaz Jameson y sus muchos imitadores académicos y periodísticos no parecen
poder comprenderlo fácilmente porque todavía no han alcanzado a entender el
sentido histórico y la misteriosa fascinación de Hollywood. Como artista del
medio cinematográfico, Spielberg realizó con esta superproducción un manifiesto
en el que proclamaba tres cosas fundamentales para el cine por venir: puedo
filmar el asesinato de una mujer, haciendo visibles aspectos psíquicos de la
cuestión que nadie se habría imaginado antes, y puedo hacerlo mucho mejor que
el maestro de Psicosis, entre otras
cosas porque él lo hizo en la sórdida ducha de un motel de carretera y yo en
exteriores, en mar abierto, con un montón de hombres tirando de las cuerdas
desde la playa para simular el ataque feroz contra la mujer, una marioneta
desnuda encarnada por la especialista Susan Backlinie…
-¿Te pasa algo, Álex? No paras de moverte y de
agitar el agua con tu maldito entusiasmo. Pareces un epiléptico a punto de
ahogarse...
-¿Qué pensarías si te dijera que tengo un ataque
de pánico como el que acometió a Spielberg tras abandonar la isla después de
haber estado prisionero en ella durante siete meses, el tiempo de un embarazo
prematuro, y darse cuenta de que había dado a luz a una criatura monstruosa, la
propia película aún sin montar, que amenazaba con devorarlo a él y a todo el
estudio que la había producido?...
-¿No pretenderás atraer a uno de ellos agitando el
agua con tu estúpida gesticulación, verdad?
-Reconozco que estas cosas me excitan en exceso,
pero lo único a lo que quiero atraer, te lo aseguro, lo tengo ahora mismo
frente a mí, al alcance de mis manos…
-No cuentes conmigo, si estás pensando en lo que
yo creo. No tengo ninguna intención de quedarme embarazada. Ya sabes que no
soporto a los niños menores de veinte años. Me basta con los otros. Tú y tantos
como tú…
-Eva la cínica, Eva la desengañada, la descreída
de su sexo y, todavía más, del otro sexo…
-¿Por qué te empeñas en ver sólo dos, masculino y
femenino? ¿No te parece pobre como única opción? Yo descubro muchos más sexos a
mi alrededor, en la gente que me rodea, y también dentro de mí. Todo el tiempo.
Hace un momento, por ejemplo…
-No te pierdas en tonterías, Eva, ya sé dónde
quieres acabar. Muchas veces ni siquiera soy capaz de distinguir dos, así que
no me malinterpretes más…
-Está claro que en mí sólo ves clichés. Cada uno
ve lo que quiere, desde luego, en el otro como en uno mismo. Tengo la sensación
de que me usas como pantalla. Para ti no consigo ser más que eso y me apena…
-Te equivocas. Préstame atención por un instante,
por favor, y te prometo terminar enseguida…
-A ver si es verdad, me estoy quedando helada…
-La segunda proclamación del nuevo aprendiz de
brujo de la industria era ésta: puedo filmar las escenas de acción mucho mejor
que el maestro Sam Peckinpah porque no las concibo como una salida nihilista o
una respuesta hiperviolenta a mi metafísica existencialista de perdedor
profesional en un mundo del que no puedo escapar, sino como una prolongación
pública de mi fantasía de niño modelo de la clase media judía, representante de
todas las lacras y las virtudes del medio social en que nací. Y por eso,
entérate bien, querida Eva, el malencarado pescador lleva cuando muere entre
los colmillos del tiburón el pañuelo en la cabeza que el viejo Peckinpah solía
usar durante sus tortuosos rodajes. La tercera cosa que Spielberg tenía ganas
de proclamar ante el tribunal que lo iba a juzgar por vender su talento a los
mercaderes del templo es, sin embargo, la más importante de todas…
Su insistente modo de mirar hacia la casa desde el
agua, desatendiendo nuestra conversación sin disimulo alguno, me obligó a
interrumpirme cuando estaba a punto de hilar una idea que creía podría atrapar
la atención de Eva y anular su despectiva insolencia hacia mis palabras. Me
estaba empezando a preocupar y a poner nervioso su actitud, como si ella, sin
una razón clara, se sintiera obligada a vigilar con cada vez más crispada
atención cualquier movimiento o sombra, cualquier contraste de luz o
modificación del aire, producidos en las tenebrosas inmediaciones de la playa.
-¿Qué miras tanto? ¿Estás esperando a alguien?
-Nada. Estoy pendiente de tus palabras, pero no te
aproveches de mí. Quítame las manos de encima ahora mismo, no me gusta mezclar
las cosas, ya lo sabes, me parece de muy mal gusto…
-Lo siento, no he podido resistirme. Explicarte
esto aquí, precisamente, me estaba excitando más de la cuenta, ya te lo he
dicho. Además, estás tan hermosa ahora, con esta luz. Tu piel, tu pelo, tu
cuerpo húmedo, tus…
-Venga ya, Álex. Ya te voy conociendo. Dime de una
vez, ¿cuál es, según tú, la tercera proclamación mundial del gran artista
Steven Spielberg en esta obra maestra de la cultura humana?
-Eva no te rías. No le veo la gracia. Vuestra
guerra de Irak se parece mucho a una superproducción, por lo que deberías
considerar estas cuestiones con otra actitud menos condescendiente, por tu
propio interés y por la seguridad de tu país. Nada menos…
-Otra vez estás mezclando las cosas. ¿Qué te hace
presuponer que esa guerra de mierda tiene que ver conmigo o con mucha otra
gente de este país? ¿No lees los periódicos, no ves la televisión? Acabas de
llegar y ya nos estás prejuzgando sin haber entendido nada.
-Por favor, Eva. Soy un adicto a los programas de
la Fox, no se te ocurra decirme que no estoy informado…
-Por supuesto. Lo había olvidado. Con los bodrios
de Hollywood y los noticiarios de la Fox tienes suficiente para conocernos a
fondo. ¿Por dónde íbamos, profesor?...
Una repentina cadena de olas estuvo a punto de
arruinar mis pretensiones docentes. Eva se vio sorprendida por su altura y
fuerza, perdió pie y se hundió con brusquedad en el agua, como succionada por
la corriente, mientras yo conseguía mantenerme a flote a duras penas. Fue una
espera tensa hasta que la vi reaparecer sana y salva a unos metros más allá.
-¿Qué ha sido eso?
-A mí qué me preguntas…
-Acabo enseguida, créeme. El tercer postulado del sistema Spielberg de concebir el cine, como me gusta calificarlo, se podría llamar prudencia, se podría llamar capacidad de adaptación, se podría llamar coherencia, se podría llamar sentido de la oportunidad, llámalo como quieras, pero yo, que he improvisado esta teoría para dar sentido a este momento especial entre nosotros, aunque no parezcas aceptarlo con agrado, prefiero llamarlo realismo. El realismo que consiste en mostrar desde la plataforma de un producto concebido para las masas esta gran verdad del negocio: mi cine, el cine que planeo hacer en los años venideros, será todo lo creativo que sea posible en este período de la historia dentro de los férreos límites marcados por el desarrollo de la tecnología (Hooper), el orden establecido (Brody) y, agárrate ahora con fuerza a mí, no te lo vas a creer, la maquinaria descomunal del sistema de producción (el tiburón)…
[Providence, pp. 286-290]