Cuando se recupera un libro como este,
cuarenta años después de la muerte de su autor, se desatan numerosas
reflexiones sobre el libro y sobre el autor y sobre las relaciones entre ambos,
y más si se toma en consideración también que el libro fue publicado de manera
póstuma y el autor no tuvo ninguna participación en su publicación, más allá
del hecho obvio de que haya escrito los textos que lo componen.
Esta cuestión se agrava en el caso de Georges
Perec (1936-1982), un autor al que cabría caracterizar, con la bicefalia posmoderna,
como un escritor reflexivo y metaliterario hasta la extenuación y, al mismo
tiempo, un escritor superdotado con una imaginación fabulosa y unos poderes de invención
narrativa al alcance de muy pocos escritores. Esas dos vías de su talento
creativo, fundidas en una original reformulación de la estética realista, le
permitían establecer con rigor y exactitud los fundamentos lingüísticos con los
que dar cuenta minuciosa del mundo real sin renunciar a ninguna de sus
dimensiones imaginarias.
Perec es el creador de algunas de las obras más
inventivas e ingeniosas del siglo XX: “Las cosas”, “El secuestro”, “El gabinete
de un aficionado” y la monumental “La vida, instrucciones de uso” (“[t]he most
striking literary monument produced by an experimental writer after the end of
the nouveau roman”, como escribió Fredric Jameson en su mamotreto sobre el
posmodernismo). Perec se inscribe en esa tradición incombustible de la
narrativa francesa más excéntrica (Rabelais, Cyrano de Bergerac, Alfred Jarry,
Raymond Roussel o Raymond Queneau), aprendiendo a combinar sofisticados juegos
de lenguaje con fábulas humorísticas, asociando la insubordinación ética a la
insumisión estética, como en “¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al
fondo del patio?”, una pequeña obra maestra del humor total y la objeción de
conciencia a un mundo inaceptable.
Quienes concibieron el montaje de diez textos que
compone este libro, publicado por primera vez en 1990, tuvieron la inteligencia
de crear una secuencia de lectura que admite la linealidad lógica, de la
primera página a la última, o la confrontación parcial, iluminando aspectos de
cada texto individual que antes pasaron desapercibidos, como “El salto del
paracaídas”, una alegoría sobre el militarismo que se transforma en reflexión
sobre la necesidad de tomar decisiones y hacer elecciones, en todos los
sentidos del término, tanto en la vida intelectual y artística como en la vida
sin más.
De ese modo, comenzar por una especulación irónica
(“Nací”) sobre el significado del nacimiento del autor abre el juego de la
literatura con la vida, a la manera del “Tristram Shandy” de Sterne, rehuyendo
desde el principio el estilo serio, a pesar de los elementos trágicos de la
biografía del escritor. Así lo revelan otros textos que mencionan su condición
de judío huérfano de padres que murieron durante la Segunda Guerra Mundial,
como “Los lugares de una fuga”, sobrecogedora narración infantil que refleja el
aciago destino del desarraigo y la soledad; o “Ellis Island, descripción de un
proyecto”, donde la evocación histórica del puerto neoyorquino de ingreso de
inmigrantes le hace descubrir “el punto de no retorno”, el exilio radical que
lo convierte en escritor.
A esta problemática del creador verbal dedica “Los ñoquis del otoño”, uno de los mejores textos de no ficción escritos por Perec que funciona como autorretrato irónico del artista. Perec disecciona en él la ecuación de escritura que resuelve todas las fallas que socavan su identidad. Ser escritor y saberse escritor es vivir atrapado en el mecanismo de fascinación de la escritura y combatir ese mecanismo retórico a fin de desenmascarar lo real, objetivo ideal, o deseo imposible, de la escritura. Esa fractura psíquica solo se restaña a través de la escritura y la interrogación perpetua de la escritura. Este círculo vicioso constituye, en suma, la segunda identidad del escritor: “escribo para vivir y vivo para escribir, y no he estado lejos de creer que la escritura y la vida podrían confundirse”.
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