[Guillermo Cabrera
Infante, La Habana para un infante
difunto, Alfaguara, 2021, págs. 496]
La singularidad del libro reside, por tanto, en el
cómico desparpajo con que Cabrera Infante, espoleado por un afán de venganza
contra la censura franquista, que había mutilado cruelmente los pechos
femeninos de “Tres tristes tigres”, afronta el pretexto narrativo de evocar,
sin tabúes ni tapujos, sus vivencias amorosas de la infancia, la adolescencia y
la primera juventud, transfigurándolo en una celebración pop, muy en sintonía
estética con las modas y hábitos de los setenta, de la impúdica vulgaridad de
la vida.
El orbe obsceno de Cabrera Infante rota
alrededor del efímero femenino como de un magnetizador erógeno. Ningún otro
escritor ha penetrado con tanta indiscreción, como muestra este portentoso
libro, en la mente y el cuerpo de las mujeres. El sexo femenino es el
recurrente objeto del deseo carnal y las correrías eróticas de este avatar
picaresco del autor que las persigue, mientras intenta madurar vanamente, por
toda La Habana, transformada en coto de cacería sexual, de calle en calle, de
casa en casa, de cine en cine, hasta desnudarlas (y desnudarse) de imposturas
sociales y culturales en un teatro íntimo y gozoso como no había conocido la
literatura en español desde el “Libro de Buen Amor” o “La lozana andaluza”.
De ese modo, las sucesivas experiencias y
aventuras promiscuas del narrador, desde el primer capítulo (“La casa de las
transfiguraciones”) hasta el último (“La amazona”), van constituyendo un viaje
mental y sentimental, tan real como alegórico, hacia la inalcanzable madurez. En
el plano narrativo, Cabrera Infante repite algunos recursos de su novela
anterior, pero expandiendo sus posibilidades al ponerlas al
servicio de una memoria personal engrandecida por la fabulación y el olvido,
donde el registro pornográfico empleado en la descripción de los actos sexuales
no procede solo de la literatura sino de la visualización cinematográfica de
los mismos, de su metódica escenificación ante una cámara imaginaria.
Como en el grandioso “Amarcord” de Fellini, modelo seminal, la asociación de
memoria y cine, el recuerdo de las películas vistas y la memoria caprichosa de
la vida vivida en la ciudad amada, fuera del recinto amniótico de las salas de
cine donde ocurren incontables secuencias,
son las facetas dominantes de la novela, como si esta
se tramara como una metonimia entre la sábana de la pantalla y las sábanas de
la cama.
Esta
indecente asimilación retórica se consuma en el epílogo (“Función continua”), donde el
donjuanesco narrador se pierde en una solitaria sala de cine en pos de una
misteriosa mujer fatal, salida de una visión onanista de la adolescencia. Ese
relato rabelesiano se configura como un dibujo animado fantástico de creciente
pornografía en el que el narrador lúbrico, tras perder sus accesorios
personales, penetra de cuerpo entero en la vagina hospitalaria de esa mujer
mitológica que representa el epítome de todas las mujeres (poseídas o no) de su
vida de mujeriego impenitente.
Condenado a inmadurez perpetua, el narrador acaba
remontando el curso errático de la vida y contando su nacimiento biológico como
renacimiento literario.
El amor lo vence todo.
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