lunes, 14 de septiembre de 2020

DEVENIR PLAYBOY



[Paul B. Preciado, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la guerra fría, Anagrama, 2020]

Comencemos por el final del libro. La autopsia. La autopsia de un hombre (aún vivo en 2010, cuando se publica este ensayo por primera vez, y muerto en 2017) y también de su peculiar modo de vida. O, más bien, de una mitología centrada en la vida de un hombre excéntrico. Una mitología que ha ido expandiéndose como una creencia colectiva y acrecentando su influencia a medida que su emporio mediático iba perdiendo peso económico y cultural.
Hablo de Hugh Hefner, el “playboy” que calentó los rigores de la guerra fría con un proyecto fundado en la desnudez femenina y la fantasía masculina de poder fálico. En el fondo, este brillante estudio proporciona argumentos suficientes como para considerar a Hefner el Mesías de una religión profana, con sus templos, sus ritos, sus reliquias sagradas y sus objetos de culto. Un culto orgiástico, por cierto, muy apropiado para lo que Preciado llama (en Testo Yonqui) la “era farmacopornográfica”. O, si se prefiere, la era del capitalismo extremo, cuyo funcionamiento se garantiza a través del dopaje farmacológico y la sobrexcitación sexual de la población.
Ninguna sociedad, por pragmática que sea, puede funcionar sin mitos inconscientes, sin imágenes fascinantes, sin mitologías adorables, de un modo u otro el sistema se encarga de generarlas para alcanzar sus fines más reconocibles. De esa necesidad, como decía, surgiría el imperio hedónico “Playboy”. Los componentes de dicho culto, sobre todo durante los años de mayor esplendor de la empresa, se proponían transformar a todo lector masculino de la revista en un “playboy”, esto es, un hombre soltero o divorciado dotado de elegancia y buen gusto, conforme al canon pequeñoburgués, dueño absoluto de un espacio doméstico hecho a su medida del que la mujer había sido expulsada como ama de casa y al que únicamente podía regresar en cuanto compañera de sus juegos sexuales. De ese modo, todos los productos incorporados bajo el satinado sello del conejito permitían a su consumidor participar de la fantasía de devenir un “playboy” y organizar su vida a imagen y semejanza de la de Hefner, quien a través de reportajes, fotografías, películas, entrevistas y programas de televisión propagaba el ideario fundamental a seguir por un soltero vocacional que se reía a carcajadas de los solteros de Kafka o Duchamp (y sus pesadillas castradoras solo aptas para estetas asexuados) como alternativa al infierno conyugal y doméstico de la pareja procreadora suburbana (retratada con escalofriante verismo en la novela Revolutionary Road (1961) de Richard Yates).
Como muestra Preciado con gran inteligencia analítica, las ideas y las imágenes de Playboy no habrían tenido el impacto que tuvieron en el imaginario social masculino si Hefner, como un señor feudal de un tiempo distinto, no se hubiera preocupado por rediseñar los espacios domésticos conforme a sus ideales de un celibato promiscuo y desenfadado. Los templos utópicos de este nuevo culto consumista serían, en primer lugar, las grandes mansiones construidas por Hefner tanto en Chicago como en Los Ángeles para albergar un orden de vida que implicaba una cierta sabiduría sobre los sueños obscenos y los deseos inconfesables que el adulto de la época reprimía desde la adolescencia. En segundo lugar, los clubes exclusivos, concebidos a imitación de las mansiones como fábricas de placer ilimitado y relaciones sociales sin trabas, donde la omnipresencia de chicas semidesnudas, el lujo kitsch del decorado y la excitación pecuniaria del juego recreaban un mundo libre de obligaciones y compromisos pero no exento de beneficios.
Y, por último, la creación de singulares espacios íntimos dotados del mobiliario más moderno con el fin de satisfacer con facilidad las necesidades cotidianas del hombre de su tiempo. En el centro de ese espacio exhibicionista, con cámaras cercándola como si fuera un escenario televisivo, Hefner colocaba una enorme cama giratoria de múltiples usos, que era capaz de rotar al ritmo de las necesidades diarias, ya fueran laborales o lúdicas. En esa cama hegemónica pasaría Hefner la mayor parte de su vida, hasta el punto de contraer una lumbalgia crónica achacable al abuso reiterado de la posición horizontal.

Con los templos ya en erección, y con el heresiarca y los acólitos del culto difundiendo la buena nueva carnal, ya solo faltaba designar el objeto de culto preferente en esta “pornotopía” de estirpe sadiana. Las “conejitas”, esas féminas vivaces, esas adorables compañeras de juego del varón más juguetón, sin cuya omnipresencia tangible ese mundo viril se desmoronaría fatalmente. El cuerpo coreográfico de modelos y camareras que rodea siempre al hombre en pleno devenir “playboy”, subrayando su condición de tal, o la belleza desnuda que se exhibe en solitario, para que se puedan apreciar sus atributos sin estorbos, como una promesa de felicidad paradisíaca para el comprador onanista, quien los disfrutará en los momentos de retiro mundano. Fueron muchas las elegidas para representar con sus encantos los valores estéticos de la empresa. Así, la playmate fundacional fue una exuberante Marilyn Monroe, encarnación pulposa del ideal de belleza sexuada de los cincuenta, y la decadencia del tipo la encarnaría, con sus excesos quirúrgicos, Pamela Anderson, la musa siliconada de los ochenta y noventa. Es irónico que Hefner, sabiéndose al borde de la muerte y, por tanto, de la inmortalidad reservada a los creadores de grandes mitologías populares, se apegara a los orígenes de su universo fantástico y quisiera ser enterrado en una tumba contigua a la de la estrella cinematográfica más sexy de la historia en el cementerio de West Hollywood. Justicia poética, dirán algunos. Me inclino con Preciado por ver en ello el gesto de un vividor excéntrico que aspira a codearse postmortem con la misma belleza perecedera que tanto contribuyó a glorificar.
Sería interesante estudiar en conjunto los grandes universos fantásticos creados en territorio americano como réplicas culturales y parques temáticos de su ideario vital (Hollywood, Las Vegas, Graceland, Disneylandia y Playboy, entre los más populares). En este sentido, este lúcido ensayo sobre un imperio en descomposición nos recuerda cómo los sueños más atractivos del capitalismo solo puede comprarlos el dinero de los ricos. Todos los demás se conforman con sucedáneos de bajo nivel.

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