[Publicado en medios
de Vocento el martes 18 de junio]
La
actualidad es paradójica. Chernobyl,
la serie retro de moda entre los jóvenes, me devuelve con nostalgia a los
tiempos del Sóviet Supremo. Tiempos de decadencia vividos en un escenario
kafkiano de escaleras y pasillos interminables, moquetas raídas apestando a queroseno
y edificios en ruinas. Ver Chernobyl
causa un doble efecto en el cerebro. Te obliga a recordar lo que nunca
olvidaste del todo y a ver lo que ni siquiera recuerdas en detalle. Y depara
algunas revelaciones inesperadas, como el alto nivel de inglés que tenían en la
antigua URSS, desde el científico más avanzado a la campesina más atrasada.
Milagros culturales de la televisión global.
Es irónico,
pero la risueña campaña publicitaria del “¿Nuclear? No, gracias” no fue
diseñada para exhibirse en rojos caracteres en pleno corazón de Moscú. La
energía nuclear era objeto de tales falacias ideológicas que a los ingenuos de
entonces nos impedían comprender sus ventajas. Sabíamos por amigas viajeras que
el infierno tenía múltiples sedes en la tierra de promisión comunista mucho
antes de que el terrible accidente de Chernóbil expusiera las tóxicas
vergüenzas del régimen. Cuando conocimos la magnitud de la catástrofe, algunos
portavoces achacaron la desinformación a la insidiosa propaganda de la CIA.
Incluso ahora hay espectadores que viendo la serie piensan en una
reivindicación del orbe soviético. Pero Chernobyl
nos enfrenta a las ruinas del pasado y a la construcción de un futuro menos
sombrío. Para los jóvenes, que lo ignoran casi todo del siglo XX, supone un
descubrimiento dramático. Y para los veteranos, adictos a los placeres de la
amnesia, un medio radiactivo de recuperar la memoria. Chernóbil generó un enorme
agujero negro que no tardaría en devorar al socialismo soviético y a los
partidos comunistas europeos, camuflados bajo siglas bochornosas.
A
comienzos de los ochenta, el teórico Baudrillard llamaba “telefisión” a la
perversa alianza entre televisión y catástrofe nuclear. Con Chernobyl se ha cumplido el principio
terrorista de que la realidad existe para aparecer en una pantalla de
televisión. La televisión es el reactor espectacular que funde la realidad y la
confunde con sus imágenes. Chernóbil no es real. Es un mito mediático que nos
recuerda qué es la realidad. La catástrofe real. Con Chernobyl la historia regresa como un fantasma reprimido. La
historia que dábamos por pérdida u olvidada. Quizás por ello la serie evita
hasta el final la visión del núcleo radiante. El nuevo tabú pornográfico. El
lugar de donde emana todo su poder de fascinación tecnológica. Prohibido
mirarlo al desnudo. A su alrededor, las imágenes digitales reconstruyen con
rigor forense un mundo mortecino. Chernobyl
es la catástrofe realizada que nos restituye el sinsentido de la realidad. Las
verdades y mentiras de la historia que nos han contado. Se acabó el cinismo. Y
lo demás es el cuento de la criada.
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