[Santiago Gerchunoff, Ironía
On, Anagrama, págs. 78]
Ponerse en modo irónico implica al menos tres
operaciones, no tan fáciles como se suele creer. Primero tomar distancia
respecto de lo que uno quiere decir, luego comprender la desviación entre lo
que uno pretende decir y lo que dice realmente, y, por último, aceptar que ese
deslizamiento de sentido es lo que finalmente queremos decir. Así se entiende
la literatura y cualquier otro discurso que admita la divergencia entre el
enunciado de la opinión y la formulación con pretensión cognitiva de verdad. El
sujeto discursivo utiliza la ironía para marcar su impronta en un lenguaje que solo
posee de manera pasajera y sobre el cual se desplaza sin control sobre la
dicción ni sobre el contenido. El estilo se vuelve irónico al asociarse a los
intereses de un individuo que afirma así su identidad frente a la dimensión
colectiva del lenguaje.
Cuando se aplica a redes sociales y lugares de
intercambio masivo de opinión e información, con múltiples emisores y un ruido
emocional que distorsiona la percepción correcta del mensaje, esta cuestión se
vuelve mucho más complicada. No es tan evidente, como defiende Gerchunoff, que
la conversación pública de masas sea irónica por definición. El modo irónico
del discurso es demasiado despegado como para ajustarse a una recepción multitudinaria
que persigue el aplauso y el consenso. En principio, la comunicación dominante
en internet sería la crítica a la actualidad y la disconformidad respecto de
opiniones expuestas por emisores situados en un nivel superior, figuras
notorias del periodismo, la política o las artes, antes que el diálogo racional
entre iguales.
En este sentido, es acertada la estrategia de
Gerchunoff de remontarse al ágora griega, la primera reconocida como
democrática, a pesar de sus graves defectos (la esclavitud y la negación del
voto femenino), para verificar el vínculo profundo entre ironía y democracia.
En Grecia nació, de hecho, el personaje teatral del “eiron” que se enfrenta
sobre el escenario a la fatuidad del “alazon” con la intención paródica de
desinflar su arrogancia e ínfulas. A partir de ahí, se gesta la idea de la
ironía como forma de higiene social con la que se purifica el régimen de la
expresión o la conducta de cualquier exceso e inflación ególatras. Con la pugna
dialéctica entre la ironía socrática y la ironía sofista como momento supremo. Hay
en la ironía, como sostiene Gerchunoff, una tendencia a ser interpretada como
reivindicación de la humildad y la modestia, como reacción contra la petulancia
o agresividad pretenciosa de los discursos del otro, y a valorarla, por
consiguiente, como técnica verbal para restablecer el equilibrio político entre
lo público y lo privado.
Como enseña Paul de Man, la ironía es el estilo
retórico de la literatura, consciente o inconsciente, según los autores. Desde el
romanticismo, la ironía es el atributo elitista del sujeto moderno que aspira a
singularizarse a través del pensamiento agudo y la palabra ambigua. En la era
digital, con las masas deseando singularizarse como colectivos expresivos en un
contexto mediatizado, la ironía cumple una función histórica que los críticos conservadores
temen por sus efectos corrosivos y los progresistas celebran por su función democratizadora.
El extraño caso de David Foster Wallace, comentado por Gerchunoff, adquiere aquí una
relevancia trágica. Cuando los medios masivos, la publicidad y la cultura popular
imponen el imperativo irónico como rasgo esencial para habitar el espacio
democrático, la reacción lógica consiste en recurrir al antídoto más anticuado:
la seriedad moral. Este es el dilema crítico en que la cultura contemporánea se
encuentra varada. La solución es seguir ironizando. Hasta el límite de nuestras
fuerzas.