[Éric Chevillard, Zarza-Rosa, Shangrila, trad.: Mariel
Manrique, 2018, págs. 105]
Éric Chevillard no es Robert
Coover ni Angela Carter. Más bien, un cierto Donald Barthelme, con Samuel Beckett
y Jacques Derrida mediando desde la trastienda como sacerdotes (pos)modernos de sus transgresiones
y profanaciones, en la escritura y más allá de la escritura…
Todo tuvo su infancia. Infancia
significa, literalmente, falta de lenguaje. Y en la infancia fallan las
palabras. Acaso por ello el papel de la literatura en la infancia es esencial.
Y si hay algo que nunca falla en la literatura de Éric Chevillard son las
palabras, el lenguaje, el estilo y la fabulación. En el trasfondo de este
brillante ejercicio de estilo está un cuento infantil (“La bella durmiente”) de
múltiples versiones: en unas se enfatiza el letargo sexual y el narcisismo
femenino; en otras, la fragilidad infantil en un entorno amenazante. Historia
de la rosa inmadura rodeada de espinos que la protegen del peligro.
El psicoanalista Bettelheim sostenía
que los cuentos de hadas ayudan al niño a encontrar sentido a la vida y eso
mismo convertía a este género narrativo en “un espejo mágico que refleja
aspectos de nuestro mundo interno y de las etapas necesarias para pasar de la
inmadurez a la madurez total”. La niña de Chevillard vive con su padre
(Escoria) y con el cómplice del padre (Bruce), con quienes comete frecuentes
atracos y robos. La extrañeza de la vida de Rosa, a la que la familia apenas si
protege, se traduce en un diario íntimo donde la niña anota todo lo que (se) le
ocurre, acontece a su alrededor o conoce a partir de una posición asumida de
inferioridad infantil. Este es uno de los grandes encantos del relato. Un
estilo lacónico que hace suyos los rasgos verbales de la infancia para
describir un mundo incógnito desde una perspectiva limitada.
De los cuentos de hadas, más allá del símbolo
cifrado en el título aliterativo, Chevillard se sirve de la perspectiva
inmadura y la perversa constitución de la realidad, la aventura existencial y
los riesgos del encuentro con un mundo siniestro plagado de presencias
inquietantes. La narración en primera persona se construye así, frase a frase,
mediante un discurso reticente y alusivo, que expresa tanto como silencia, la
dicción imaginaria de una niña que es tildada de “molino de palabras” y que,
sin embargo, tiene la sensación de vivir en dos tiempos: antes de decir lo que
dice, en la vivencia espontánea, y después de haberlo escrito en las páginas privadas
de su cuaderno, custodiadas por un candado que lo preserva de la curiosidad adulta.
Esta mirada es la del lector, destinatario último de los secretos preciosos del
relato.
El discurso narrativo está compuesto de juegos
de palabras y, sobre todo, de juegos del lenguaje, como los llamaría
Wittgenstein, extraños deslizamientos lógicos entre las palabras que las
nombran y las cosas que se resisten a ser nombradas. En esos juegos verbales, el
lenguaje establece una relación tramposa consigo mismo y con la superficie de
las palabras, poniendo en cuestión la estabilidad y exactitud del sentido de lo
que se cuenta. Ese lenguaje engañoso logra definir a través de la voz
inconfundible de la niña narradora una filosofía del lenguaje y de los seres
lingüísticos que son los humanos, atravesados por la experiencia de la lengua viva
y por la vida simbolizada en la metáfora de la sangre (“cuando uno escribe, es
realmente como sangre que fluye”).
“Zarza-Rosa” es una bella historia contada de
nuevo mediante la atribución a la niña protagonista del poder subversivo de la
escritura, que, según Chevillard, extrae a los humanos de la prehistoria. La
escritura, como acto y como discurso, es el ser de la criatura. Escritura es
criatura, podría decirse jugando con las palabras al estilo derridiano de Chevillard.
El poder de la escritura y el poder de la lectura (“vivir con la mano derecha,
escribir con la izquierda”). La comunicación entre la niña escritora y la lectora
adulta. Entre la infancia de la humanidad y la madurez total de la especie. Cuánto
camino todavía…
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