[Eduardo Lago, Walt Whitman ya no vive aquí, Sexto
Piso, 2018, págs. 322]
En el corazón del corazón de este
instructivo libro de Lago habita una interrogación fundamental: ¿cuál es el
futuro de la literatura? O mejor aún: ¿posee la ficción literaria alguna
cualidad que garantice su posteridad? Lo que pasa es que Lago, como estratega
ideológico, plantea sus dudas e incertidumbres a partir de la literatura que
mejor conoce y a la que más tiempo, como escritor y lector, ha dedicado en su
vida. La literatura norteamericana: esa que nace con el gigante Poe y que
ahora, en los primeros bostezos del siglo XXI, agoniza entre la medianía mercantil
y la rutina editorial.
No es impertinente esta reflexión en
la medida en que el futuro de la literatura narrativa y de la novela, en
especial, están muy ligados, como el pasado y el presente, a los desarrollos e
innovaciones de la literatura americana. Este informado libro de Lago, por
tanto, no aparece ahora por casualidad, como suele decirse, sino en un contexto
en que la devaluación del discurso en torno a la novela, el debate sobre sus
cualidades y actualidad, se ve oscurecido por el sometimiento de este género
fundamental a las leyes inflexibles del mercado del entretenimiento.Si durante
mucho tiempo la novela fue un arte de doble naturaleza que podía conjugar sofisticación
estética y lingüística y legibilidad cultural y social, más allá de sus problemas
y dificultad, desde finales del siglo pasado y agravándose año tras año, la
faceta artística ha ido cediendo poder en favor de la faceta de mercadotecnia
sociológica. Por citar los dos polos americanos que Lago establece en su agudo
análisis: el lado Jonathan Franzen imponiéndose progresivamente en detrimento
del lado David Foster Wallace.
Es muy acertado, en este sentido, que en el
centro del libro Lago sitúe el inventario de los síntomas posibles del
deterioro de la relevancia cultural de la literatura: su impotencia cognitiva y
expresiva para representar el presente, la falta de tiempo y atención requerida
por el acto de la lectura, la hegemonía lúdica de teleseries y videojuegos, el dominio
de internet, el menosprecio a las formas puras de la ficción y la imaginación y
el aprecio masivo a las formas degradadas del comercialismo y los géneros
convencionales.
Todo este severo diagnóstico va unido al examen de la grandiosa
historia del último siglo de la literatura norteamericana, donde al agotamiento
modernista sucedió la plenitud ficcional posmoderna (Gaddis, Pynchon, Barth, DeLillo,
Coover, Gass, e incluso un cierto Roth, el de La contravida) y a la extenuación de la experimentación posmoderna pretendió
plantarle cara el realismo sucio o minimalista (Carver) hasta alcanzar una síntesis tan
lograda de ambos modelos estéticos como La broma infinita (Wallace), que fundía en
exitosa hibridación los mejores rasgos del posmodernismo y el realismo.
Con el éxito de Las correcciones de Franzen,
todavía una gran novela, se abrió la veda para que las maneras del periodismo
invadieran el estilo literario e impusieran gradualmente un modo facilón de
escribir novelas del que Franzen representaría el último eslabón con
inteligencia y alta calidad literaria. Pero no conviene ser demasiado pesimistas
y por eso Lago, en otro gesto estratégico, concluye su viaje por los
territorios literarios de América con una inteligente entrevista a John Barth
realizada hace casi treinta años.
En conclusión: en contextos de crisis, solo
los novelistas dotados de talento para leer los signos de su tiempo y acomodar
la tradición narrativa a las exigencias de este, como ya hiciera Cervantes en
su época, son capaces de encontrar las respuestas necesarias para ganar terreno
y relanzar el juego inagotable de la literatura y la fiesta de la ficción.