[Publicado en medios de Vocento el martes 9 de octubre]
Con la
nueva política de privacidad hemos conseguido reducir esta aún más y ampliar la
parte de nosotros que está expuesta al control de las agencias, el bombardeo
publicitario incesante y la vigilancia policial. Todos debemos renunciar a una
parte significativa de nuestras libertades y derechos con tal de satisfacer las
demandas de unos poderes que no pueden tolerar ni un grado de opacidad en
nuestras vidas. Vivimos bajo el imperativo de la transparencia y algún día ese
ideal benigno se volverá mortal.
El futuro,
como dicen los expertos, es distópico. Y no solo porque máquinas inteligentes vayan
a gestionar la realidad con criterios selectivos. Los humanos nos estamos
acostumbrando a ceder terreno ante el empuje de la competencia. Nos resignamos
a formas de consumo y ocio cada vez más alienantes y luego nos quejamos de la
invasión alienígena de los espacios domésticos por variedades agresivas de comercio
o publicidad. La ecología de las relaciones humanas se encuentra más amenazada
por las redes sociales de lo que los internautas reconocen. Falsa gente, como
decía Dick, generada por falsas realidades, esa es la mejor definición del
mundo actual. Estar conectado o no a lo que se produce en esos entornos cibernéticos
marca diferencias entre usuarios más importantes que la ideología o los gustos
de cada cual. Las páginas de contactos falsifican los datos para relacionar a
personas que no se soportan en la vida real o proponen encuentros sexuales que
nunca tendrán lugar. Todos los políticos son tuiteros compulsivos, pero Trump tuvo
un gesto vanguardista hace unos meses al retuitear un mensaje elogioso escrito
por un robot en una cuenta rusa. Para colmo, los mercados financieros han
recuperado la confianza de los inversores gracias a que sus operadores más
eficientes no son humanos.
La
información falsa es el producto estrella de la cultura del simulacro. Los artículos
simulados por algoritmos robóticos ya inundan la prensa digital. La tiranía de
los datos masivos y sus veloces exégetas resulta mucho más efectiva como
control político y económico que la violenta rigidez de un estado policial. No sabemos
si la omnipresencia de la publicidad existe para hacer viable internet, o si
las corporaciones financian el espejismo publicitario que nos permite navegar
apartando la basura que nos asalta en todos los sitios que visitamos. El lujo
de navegar sin coacciones comerciales se acabará pronto, como todos los
privilegios que desaparecieron sin darnos tiempo a enunciar una queja
razonable. Si nos descuidamos, cada vez habrá menos diferencias entre consumir obras
de ciencia ficción y vivir en el mundo inhabitable que se diseña en el
horizonte de la historia. De hecho, ya no sé quién escribe esto, si mi cerebro
o un algoritmo, o si yo mismo he comenzado a adaptarme al medio y soy un robot.
Es el camino del éxito.
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