[François Olislaeger, Marcel Duchamp, Turner, 2015, págs. 80]
El yo de Marcel Duchamp es el de un jugador.
Jugador de ajedrez, jugador del arte, el lenguaje y la vida, jugador del
erotismo, el sexo y las mujeres. Duchamp entendió la vida como una partida de
ajedrez del yo contra el mundo: una estrategia lúdica para que el yo
sobreviviera a la gravedad con que el mundo suele aplastar el deseo de los
individuos. Esquivar las obligaciones del amor, el matrimonio, la familia, la
guerra, el patriotismo, la economía y el trabajo, de la amistad incluso, fue el
fin último de todos los juegos y jugadas que este grandioso artista desplegó
sobre el tablero de la vida y del arte hasta su muerte en 1968.
La muerte, en efecto, podría parecer la única
realidad frente a la que la disciplina del juego fracasaría fatalmente. Pero para
Duchamp la jugada definitiva consistía en no tomarse nada en serio, oponiendo al
insidioso principio de realidad una sonrisa o una burla para neutralizar su
poder. Así, su epitafio reza con humor incomparable: “Por otra parte, son
siempre los otros los que mueren”.
Este maravilloso libro del dibujante y novelista
gráfico François Olislaeger (Lieja, 1978) es una inteligente respuesta a la
figura de un artista como Duchamp que decía que vivir era su arte preferido.
Duchamp defendía la idea de que, tanto en el arte como en la vida, no hay
problema porque no hay solución. El arte no es una solución al problema de la
vida porque la vida no es un problema. Y la vida no es un problema porque el
arte no es una solución. Silogismo duchampiano de una lógica inapelable.
El anómalo dispositivo del libro se mueve dentro
de esa lógica patafísica y su diseño
en acordeón lo hace extensible y reversible al mismo tiempo. Podemos leerlo
pasando las páginas de manera lineal o desplegarlo como una extensa superficie de
papel y, al llegar a la última viñeta, darle la vuelta y proseguir la lectura
del libro en el anverso hasta completar el círculo que nos devuelve al
principio, permitiendo reiniciar la lectura, hacia adelante o hacia atrás,
desde el final, estableciendo una contigüidad narrativa entre ambos extremos.
A Duchamp le fascinaba la visión del eterno
retorno de Nietzsche, aunque sin la grandilocuencia profética y la metafísica del
filósofo, y también el concepto científico de la repetición infinita. Y es muy hermosa
y acertada la idea de encerrar la vida y el pensamiento del artista Duchamp en
un círculo vicioso: un bucle enredado, un ciclo que gira tantas veces sobre sí
mismo como quiera el lector, imitando la rueda de bicicleta sobre un taburete o
los discos ópticos cuya rotación incesante obsesionaba a Duchamp, revelando en
cada vuelta nuevas conexiones entre obra y vida, creación, pensamiento y
anecdotario existencial.
El subtítulo aclara el designio singular de esta
biografía gráfica: “un juego entre mí y yo”. Un juego mental y un diálogo
esquizofrénico entre las dos máscaras del ego duchampiano: la del jugador y la
del jugado, el Duchamp que habla y el que vive, el que piensa y opina y el que
está más allá del lenguaje y los conceptos. Como todos los jugadores de
palabras, Duchamp sentía aversión por los usos lingüísticos convencionales y
buscaba en las combinaciones fonéticas otra huida de los determinismos del
sentido. Mediante las manipulaciones de los objetos, las imágenes y las
palabras Duchamp alcanzaba esa poesía que era la única verdad de la vida para
él.
Marcel
Duchamp
es mucho más que una novela gráfica sobre Duchamp: un objeto de arte
duchampiano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario