[Richard Brautigan, Un detective en Babilonia,
Blackie Books, trad.: Kosián Masoliver, 2015, págs. 198]
Esta divertida novela se ambienta en 1942, la
era de esplendor de la ficción detectivesca y las revistas con portadas sensacionalistas
e historias pulp. Si Hammett fue el campeón del género en la década anterior,
desde 1939 la novela negra tiene un nuevo nombre dorado, Raymond Chandler y su gran
creación, el detective Philip Marlowe.
Al revés de Spade o Marlowe, C. Card es un
detective arruinado. No puede permitirse alquilar una pequeña oficina, ni pagar
a una secretaria ni la renta del piso destartalado donde reside. Card es el
detective más calamitoso de la historia, pero no a la manera desmitificadora
del Marlowe de El largo adiós, la irónica y cervantina versión de Robert Altman, sino en el desenfadado
estilo hippy de Brautigan. Un pirado perseguido por la mala suerte desde la
infancia. Su madre, invirtiendo el cliché edípico, lo acusa todo el tiempo de
haber matado a su padre en un absurdo accidente freudiano.
Otro accidente, esta vez en un campo de béisbol,
procura a Card una oportunidad para enderezar su vida al menos en la
imaginación. Tras recibir un pelotazo en la cabeza cuando aspiraba a ser
fichado como jugador de beisbol, una parte de su cerebro comienza a maquinar un
mundo alternativo llamado “Babilonia” donde se refugia desde entonces cada vez
que tiene ocasión. Como él mismo dice: “El mundo es un lugar muy extraño. No es
sorprendente que pase tanto tiempo soñando con Babilonia. Es más seguro”.
Para completar el retrato, Card combatió con el
bando republicano en la guerra civil española, donde se autolesionó en una
maniobra antiheroica que le impide presumir de su gesta. Además, ha sido
considerado inútil para luchar contra los nazis y los japoneses en la segunda
guerra mundial en curso.
La trama comienza en San Francisco la mañana del
2 de enero de 1942 cuando Card se dispone a recibir un misterioso encargo que
no puede rechazar a pesar de que no tiene una pistola cargada, ni dinero para
comprar balas.
Buena parte de la novela se consume contando
cómo Card, un nefelibata que cada tanto se encuentra en Babilonia fantaseando
con otras vidas más gratificantes, consigue estar preparado para entrevistarse
con su enigmática cliente. Una rubia de grandes atributos chandlerianos, despampanante y millonaria,
una mujer fatal cuyo origen vulgar (como en Adiós, muñeca) se delata por su
increíble afición a ingerir litros de cerveza sin tener que evacuarla enseguida.
Por si fuera poco, la acompaña un gorila de cuello grueso que ejerce de chófer
y guardaespaldas. El disparatado encargo consiste en robar el hermoso cadáver de
una prostituta recién asesinada custodiado en la comisaría de policía de la
ciudad a cambio de mil dólares.
A medida que la novela avanza se hace más
delirante, con el ingenuo Card soñando con extraer de este encargo corrupto una
suma de dinero suficiente para poder financiar su negocio detectivesco mientras
otros delincuentes le disputan el cuerpo de la víctima por encargo de la misma
rubia cervecera.
Cuando al final la madre, a la que Card se pasa
toda la novela deseando llamar por teléfono sin conseguirlo, aparece en el
cementerio donde estaba citado con la peligrosa cliente y su aún más peligroso
protector y le obliga, ante la tumba paterna, a pedirle perdón por causarle la
muerte, las carcajadas cómplices del lector ratifican el designio libertario de
la parodia de Brautigan. Ese espíritu inconformista que siete años después se
liberaría de cualquier atadura terrenal para volar a las nubes a las que
pertenecía, como Card, por destino y vocación.
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