[Lars
Iyer, Dogma, Pálido Fuego, trad.: J.
L. Amores, 2015, págs. 205]
Es hora de
morir, dice W. Pero la muerte no llega.
-Lars Iyer-
Las teleseries son el escenario creativo donde
la sociedad americana plasma con predilección los gestos y los síntomas de la
decadencia de sus códigos y valores morales. Exenta de una cultura mediática de
masas tan potente y globalizada, a la civilización europea no le queda otro
remedio que recurrir a la literatura, con o sin lectores, para practicar la
autopsia en vivo del cuerpo putrefacto de los grandes ideales europeos, su espíritu
absoluto, su historia milenaria, su museo inabarcable o sus grandes cánones musicales,
filosóficos, artísticos y literarios.
Ahí están esos enormes despojos, como globos
desinflados a merced del viento gélido, ofreciendo a la mirada del observador
menos cruel la imagen de un melancólico fin de fiesta. O de un paisaje
devastado o un edificio ruinoso. Un final de partida, como el que escribiera Beckett,
uno de los maestros terminales de Iyer. O ese “apocalipsis real” (“los signos
del fin de los tiempos”) que Iyer parodia como profecía a través de sus
hilarantes heterónimos: Lars el evasivo y W. el malogrado. No hay de qué
preocuparse, por tanto. Como saben las irrisorias marionetas filosóficas de
Iyer, la tragicomedia del exterminio individual será eclipsada por la extinción
masiva del mundo y de todos los listos que aspiran a hacer espuria carrera en
él.
Dogma constituye el volumen
intermedio de la trilogía prestigiosa (antes se había publicado aquí el primer
volumen Magma
y pronto llegará la traducción del tercero Exodus) festejada con alabanzas desmedidas por algunos suplementos culturales británicos,
pese a que nada de lo que aparece en ella merezca tal conmemoración literaria.
Este jocoso artefacto narrativo con trazas de nivola unamuniana, cuyo título se
inspira más en la vanguardia cinematográfica liderada por Lars von Trier en los
noventa que en la película homónima de Kevin Smith, sitúa en el centro neurálgico
de su inexistente trama a la “religión” de nuestro tiempo. No una religión
cualquiera, desde luego. La religión más importante y poderosa de la historia,
como pensaba Walter Benjamin. La religión que acabará subsumiendo todos los
aspectos de la vida en sus exiguas dimensiones, como dice el narrador en un
arranque inútil de lucidez. La religión del capitalismo: un subproducto
protestante fundado en la perpetuación indefinida de la culpa y la expiación.
Pero Iyer tiene en mente una estrategia irónica de sabotaje contra los estragos
brutales del capitalismo: fomentar la incompetencia general, de la que esta
novela participa en sus estrafalarios modos de representación y su apertura
narrativa al absurdo.
En el fondo, este cómico funeral, auspiciado por un discípulo tardío de Blanchot, no anuncia nada
que no sepamos ya. No enuncia ninguna verdad que desde hace decenios no sea una
obscenidad manifiesta y una verdad insignificante. Iyer pone en escena un sarcástico simulacro de exequias fúnebres
para despedirse del humanismo, las humanidades y el ideal modernista del arte,
la literatura y el pensamiento, sus encumbrados valores culturales, en estado
de bancarrota y liquidación total. Esa muerte tuvo lugar en el pasado y, aunque
muchos se niegan a enterrar el cadáver de una vez por todas, o a concluir el
duelo sentimental, la cultura prosigue su curso productivo, contra los agoreros, los
nostálgicos y los mercaderes, la creación estética exhibe una apariencia aún estimulante
y prometedora.
El dogma
falaz que sirve de broma recurrente a los espectrales personajes de Iyer alude
a esta imposibilidad de preservar una idea difunta de la cultura en un mundo
que ha desautorizado cualquier forma de elitismo artístico o intelectual en favor
de un sentido democrático de la existencia sustentado por las mitologías del
espectáculo de masas, la demagogia política o mediática y el consumo
publicitario.
Como sentencia el marxista Gramsci, citado por
Iyer: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muera y lo
nuevo no sea capaz de nacer”.
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