Acaba Breaking Bad,
mi teleserie favorita de la década junto con Mad Men, y vuelve a instalarse en mi ánimo esa
sensación decepcionante que he experimentado cada vez que he visto terminar una
teleserie de larga duración. El final es insatisfactorio, calculadamente
convencional, a pesar de su virtuosismo, como en todo producto de la cultura de
masas supone la claudicación ante el poder normativo que controla el flujo
narrativo y visual. La aceptación de que no hay línea de fuga posible del
sistema, ni, por supuesto, alternativa al mismo. Y, si las hay, se identifican
con la muerte. En cualquier caso, lo que es innegable es que, mientras uno
consume con gran placer esta nueva literatura de las imágenes que son las
teleseries como Breaking Bad, no
deja uno de pensar en dos cuestiones contradictorias, más allá o acá del éxito
de la propuesta. Por un lado en el poder de implicación del espectador en sus
tramas, una experiencia de relación cada vez más sofisticada e insidiosa (en el
espejo de la pantalla LED de alta definición, como antaño en la escena trágica,
cualquier espectador es el protagonista privilegiado del melodrama
contemporáneo) que vuelve la visión del cine
más distante y fría, en cierto modo. Y, no obstante, en la nostalgia por los
formatos comprimidos y el lenguaje sincopado y sintético con el que el cine era
capaz de cristalizar imágenes imborrables y transmitir las historias más
complejas sin desbordar por ello los límites temporales de la atención, ni exasperar la
paciencia del destinatario…
[Varios autores, Breaking Bad, Errata Naturae, 2013, págs. 355]
Hubo un momento en que
la televisión americana se miró al espejo y no se gustó. En ese instante tuvo
una revelación traumática. Decidió cambiar y ponerse seria. Cada uno dará sus
fechas. Yo doy la mía. El 11 de septiembre de 2001. [Ya sé que habrá quien diga
que la edad de oro de la televisión comenzó a finales del siglo pasado, pero no
hay duda de que sus contenidos y proyectos se multiplicaron a partir de esta
fecha de impacto devastador en la conciencia colectiva y el imaginario americano.] Después de
aquella catástrofe terrorista el cine se volvió
más irreal, basado en mitologías y videojuegos de enésima reiteración, y la televisión más realista, más
enraizada en la experiencia común de los espectadores (quizá sea este fenómeno
lo que algunos analistas mediáticos llaman Quality
Television).
En una época como esta, dominada por los simulacros
mediáticos y los artificios de la tecnología, las
imágenes de la realidad, las vislumbres de lo real, se transfiguran en el
ingrediente definitivo de cualquier producto televisivo que aspire a la
atención y el reconocimiento masivos. Lo real se ha convertido en la nueva mercancía de
la cultura de masas, la nueva categoría del consumo, y la televisión en el
medio idóneo para suministrarla, como una poderosa droga (similar a la
metanfetamina que cocina Walter White en Breaking Bad) que
confiere realidad a la irrealidad de la vida cotidiana bajo el capitalismo. La
televisión contemporánea ofrece la ilusión carnavalesca de contemplar los procesos sociales
deformados y magnificados, como en una laberíntica casa de espejos, según decía
Steven Shaviro canalizando sin saberlo a John Barth. El realismo capitalista es
la estética audiovisual más adecuada para un sistema en que el colapso de todas
las creencias e ilusiones trascendentes nos deja ante la realidad desnuda,
directa, desvergonzada, de la explotación y el cálculo egoísta como único medio
de supervivencia dentro del sistema. De esta matriz perversa surge Breaking Bad, una de las grandes
teleseries dramáticas del siglo veintiuno.
La serie creada por Vince Gilligan es un
paradigma supremo de este realismo capitalista, caracterizado por una mezcla
calculada de mirada documental, minimalismo narrativo y envoltura espectacular.
Breaking Bad
aborda algo tan esencial como la imposibilidad de desarrollar un proyecto
satisfactorio de vida en el régimen salvaje del capitalismo neoliberal, un modo
de vida que responda a los valores y expectativas de la clase media y se
mantenga, al mismo tiempo, dentro de los límites de la ley y la opinión
mayoritaria en un contexto socioeconómico destruido por las abismales diferencias
de clase generadas por la acumulación de la riqueza en estratos cada vez más
exiguos y la circulación delirante del dinero por canales incontrolables.
El espectador de la
serie se reconoce en la figura bifronte de Walter White, héroe y villano, maestro
de la relatividad moral y el principio de incertidumbre ético, porque reconoce en
él los problemas que lo acosan a diario y le impiden alcanzar una meta de
felicidad que, sin embargo, la sociedad de consumo no hace sino prometerle. Es
el espectador el que se identifica, perversamente, con la deriva criminal del profesor
de química trasmutado en alquimista de metanfetamina en la medida en que White,
por más que se enfangue en el mundo de la delincuencia y el crimen y disfrute virtualmente de
los privilegios de la transgresión asociado a este, no abandona nunca del todo su agónica
condición de ciudadano normal y corriente, aquejado por las miserias y sufrimientos de la vida cotidiana más prosaica. Esta vivencia melodramática, inscrita
dentro de la lógica existencial del capitalismo tardío, garantiza la eficacia íntima
de tal identificación entre los anhelos del espectador y las elocuentes derivas del avatar
televisivo.
La ideología del realismo es, una vez más, el
problema de esta narrativa fascinante. O dicho de otro modo, ¿existe algún
atisbo de realidad, o algo real, bajo el manto seductor del espectáculo? ¿O
solo simulacros de verdad, prótesis de una visión genuina de la realidad, si
esto fuera aún pensable o posible? El subproducto más nocivo de la visión
realista del mundo se llama cinismo (o, según las escuelas, "razón cínica") y abunda en la realidad del
presente y en las teleseries que dan cuenta de ella con procedimientos engañosos.
Para alcanzar otro nivel de relación con la realidad, un nivel menos
mediatizado por las mismas instancias que distorsionan su percepción y lo convierten en inalterable, es
necesario, como diría Zizek, abandonar toda representación estrechamente
realista de la misma.
3 comentarios:
Al hilo de estas (como siempre) interesantísimas reflexiones, si fuera posible, me gustaría saber qué opinión te merece UTOPÍA, la serie británica creada por Dennis Kelly. Gracias y saludos. Rafael Carratalá.
Gracias, Rafael, por tu comentario. Te diré, por abreviar, que con Utopía, vista en Canal + la pasada temporada, me sucedió como con muchas teleseries: gran interés al comienzo (fascinante fotografía, títulos de crédito, tono enigmático en los primeros episodios, etc.) y cierta decepción, ay, hacia el final. Me recordó a Black Mirror en ciertos detalles. A pesar del menguante interés, al ser una miniserie, me atrapó hasta el último episodio. No me imagino bien sobre qué ideas pueden armar la segunda temporada, pero la veré arrancar sin prejuicios ni falsas expectativas, a ver lo que da de sí...
La serie es brillante y sumamente interesante. No concuerdo con que el final sea insatisfactorio, pues la muerte del protagonista ya estaba anunciada desde la primera temporada.
Lo que sí decepcionó es que los últimos meses de vida del protagonista lo pasaron en un par de episodios y dejó muchas interrogantes de cómo hizo esto o lo otro a diferencia de los 6 años que tomó relatar los dos años de vida del Sr. White viviendo con cáncer.
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