lunes, 7 de octubre de 2013

HEISENBERG EN ALBUQUERQUE

Acaba Breaking Bad, mi teleserie favorita de la década junto con Mad Men, y vuelve a instalarse en mi ánimo esa sensación decepcionante que he experimentado cada vez que he visto terminar una teleserie de larga duración. El final es insatisfactorio, calculadamente convencional, a pesar de su virtuosismo, como en todo producto de la cultura de masas supone la claudicación ante el poder normativo que controla el flujo narrativo y visual. La aceptación de que no hay línea de fuga posible del sistema, ni, por supuesto, alternativa al mismo. Y, si las hay, se identifican con la muerte. En cualquier caso, lo que es innegable es que, mientras uno consume con gran placer esta nueva literatura de las imágenes que son las teleseries como Breaking Bad, no deja uno de pensar en dos cuestiones contradictorias, más allá o acá del éxito de la propuesta. Por un lado en el poder de implicación del espectador en sus tramas, una experiencia de relación cada vez más sofisticada e insidiosa (en el espejo de la pantalla LED de alta definición, como antaño en la escena trágica, cualquier espectador es el protagonista privilegiado del melodrama contemporáneo) que vuelve la visión del cine más distante y fría, en cierto modo. Y, no obstante, en la nostalgia por los formatos comprimidos y el lenguaje sincopado y sintético con el que el cine era capaz de cristalizar imágenes imborrables y transmitir las historias más complejas sin desbordar por ello los límites temporales de la atención, ni exasperar la paciencia del destinatario…
 

[Varios autores, Breaking Bad, Errata Naturae, 2013, págs. 355] 

Hubo un momento en que la televisión americana se miró al espejo y no se gustó. En ese instante tuvo una revelación traumática. Decidió cambiar y ponerse seria. Cada uno dará sus fechas. Yo doy la mía. El 11 de septiembre de 2001. [Ya sé que habrá quien diga que la edad de oro de la televisión comenzó a finales del siglo pasado, pero no hay duda de que sus contenidos y proyectos se multiplicaron a partir de esta fecha de impacto devastador en la conciencia colectiva y el imaginario  americano.] Después de aquella catástrofe terrorista el cine se volvió más irreal, basado en mitologías y videojuegos de enésima reiteración, y la televisión más realista, más enraizada en la experiencia común de los espectadores (quizá sea este fenómeno lo que algunos analistas mediáticos llaman Quality Television).
En una época como esta, dominada por los simulacros mediáticos y los artificios de la tecnología, las imágenes de la realidad, las vislumbres de lo real, se transfiguran en el ingrediente definitivo de cualquier producto televisivo que aspire a la atención y el reconocimiento masivos. Lo real se ha convertido en la nueva mercancía de la cultura de masas, la nueva categoría del consumo, y la televisión en el medio idóneo para suministrarla, como una poderosa droga (similar a la metanfetamina que cocina Walter White en Breaking Bad)  que confiere realidad a la irrealidad de la vida cotidiana bajo el capitalismo. La televisión contemporánea ofrece la ilusión carnavalesca de contemplar los procesos sociales deformados y magnificados, como en una laberíntica casa de espejos, según decía Steven Shaviro canalizando sin saberlo a John Barth. El realismo capitalista es la estética audiovisual más adecuada para un sistema en que el colapso de todas las creencias e ilusiones trascendentes nos deja ante la realidad desnuda, directa, desvergonzada, de la explotación y el cálculo egoísta como único medio de supervivencia dentro del sistema. De esta matriz perversa surge Breaking Bad, una de las grandes teleseries dramáticas del siglo veintiuno.
La serie creada por Vince Gilligan es un paradigma supremo de este realismo capitalista, caracterizado por una mezcla calculada de mirada documental, minimalismo narrativo y envoltura espectacular. Breaking Bad aborda algo tan esencial como la imposibilidad de desarrollar un proyecto satisfactorio de vida en el régimen salvaje del capitalismo neoliberal, un modo de vida que responda a los valores y expectativas de la clase media y se mantenga, al mismo tiempo, dentro de los límites de la ley y la opinión mayoritaria en un contexto socioeconómico destruido por las abismales diferencias de clase generadas por la acumulación de la riqueza en estratos cada vez más exiguos y la circulación delirante del dinero por canales incontrolables.
El espectador de la serie se reconoce en la figura bifronte de Walter White, héroe y villano, maestro de la relatividad moral y el principio de incertidumbre ético, porque reconoce en él los problemas que lo acosan a diario y le impiden alcanzar una meta de felicidad que, sin embargo, la sociedad de consumo no hace sino prometerle. Es el espectador el que se identifica, perversamente, con la deriva criminal del profesor de química trasmutado en alquimista de metanfetamina en la medida en que White, por más que se enfangue en el mundo de la delincuencia  y el crimen y disfrute virtualmente de los privilegios de la transgresión asociado a este, no abandona nunca del todo su agónica condición de ciudadano normal y corriente, aquejado por las miserias y sufrimientos de la vida cotidiana más prosaica. Esta vivencia melodramática, inscrita dentro de la lógica existencial del capitalismo tardío, garantiza la eficacia íntima de tal identificación entre los anhelos del espectador y las elocuentes derivas del avatar televisivo.
La ideología del realismo es, una vez más, el problema de esta narrativa fascinante. O dicho de otro modo, ¿existe algún atisbo de realidad, o algo real, bajo el manto seductor del espectáculo? ¿O solo simulacros de verdad, prótesis de una visión genuina de la realidad, si esto fuera aún pensable o posible? El subproducto más nocivo de la visión realista del mundo se llama cinismo (o, según las escuelas, "razón cínica") y abunda en la realidad del presente y en las teleseries que dan cuenta de ella con procedimientos engañosos. Para alcanzar otro nivel de relación con la realidad, un nivel menos mediatizado por las mismas instancias que distorsionan su percepción y lo convierten en inalterable, es necesario, como diría Zizek, abandonar toda representación estrechamente realista de la misma.

3 comentarios:

Rafael Carratalá dijo...

Al hilo de estas (como siempre) interesantísimas reflexiones, si fuera posible, me gustaría saber qué opinión te merece UTOPÍA, la serie británica creada por Dennis Kelly. Gracias y saludos. Rafael Carratalá.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Gracias, Rafael, por tu comentario. Te diré, por abreviar, que con Utopía, vista en Canal + la pasada temporada, me sucedió como con muchas teleseries: gran interés al comienzo (fascinante fotografía, títulos de crédito, tono enigmático en los primeros episodios, etc.) y cierta decepción, ay, hacia el final. Me recordó a Black Mirror en ciertos detalles. A pesar del menguante interés, al ser una miniserie, me atrapó hasta el último episodio. No me imagino bien sobre qué ideas pueden armar la segunda temporada, pero la veré arrancar sin prejuicios ni falsas expectativas, a ver lo que da de sí...

América López dijo...

La serie es brillante y sumamente interesante. No concuerdo con que el final sea insatisfactorio, pues la muerte del protagonista ya estaba anunciada desde la primera temporada.

Lo que sí decepcionó es que los últimos meses de vida del protagonista lo pasaron en un par de episodios y dejó muchas interrogantes de cómo hizo esto o lo otro a diferencia de los 6 años que tomó relatar los dos años de vida del Sr. White viviendo con cáncer.