La inocencia se cotiza al alza en los mercados. El candor y la ingenuidad se valoran como productos de primera necesidad en un mundo cada vez más cínico y resabiado. Políticos, banqueros, gobernantes, financieros, empresarios, periodistas, gestores en general, fingen ante el mundo no saber lo que saben, actúan como si ocultar la información fuera más importante que administrar su tráfico y exposición.
El auge comercial de
la literatura erótica coincide con la diseminación del porno por internet. Un
mercado abastecido con innumerables subproductos concebidos para mantener activa
la imaginación lúbrica de los consumidores coexiste con la expansión inaudita de
la imagen pornográfica en banda ancha. No es extraño, por tanto, que Sasha
Grey, estrella porno de la última década, se estrene en el género narrativo
fundiendo rasgos apelativos de la novela afrodisíaca mayoritaria con atributos
descriptivos propios de una experta conocedora del frenesí visual del porno.
Pese a las apariencias,
Grey no busca explotar el éxito masivo de esta narrativa indigente. Más bien al
contrario. Para distanciarse de sus colegas, Grey escribe una espléndida
novela, tan erótica como política, estableciendo un diálogo creativo con la
tradición libertina de sus precursores más imaginativos y mordaces: el gran maestro Sade, por supuesto, con sus antagónicas heroínas Justine y Juliette, y
un extravagante escritor como Boyer d´Argens, autor de la escandalosa Teresa filósofa, con la que esta novela
comparte protagonismo y voz femenina. En un mundo cada vez más cínico y
resabiado donde la inocencia se cotiza al alza, Grey no olvida que, para seducir
a los caprichosos lectores, una aventurera mundana que sea además una
inteligente pornógrafa debe exhibir una actitud híbrida, imitada de los modelos
sadianos: candor en la depravación, inocencia en la lubricidad, ingenuidad en
la transgresión.
Decía Cabrera Infante,
a propósito de Corín Tellado, que la pornografía es “un arte inocente” y el
pornógrafo “un artista superior”. Quizá por eso Grey, confirmando en parte el
primer aserto y aspirando a realizar el segundo, logra en este escabroso viaje
al fin de la noche libidinal un matrimonio estético insólito en este tiempo de
banalidades cultas y anacronismos estériles. Las nupcias creativas del
libertinaje histórico y el porno contemporáneo, es decir, la lucidez de la
mirada y la experiencia promiscua, la sabiduría del placer y la práctica desprejuiciada,
la soberanía del sujeto y la inmanencia del deseo.
Lo más sorprendente de
esta novela sorprendente no es el grado de excitación que generan los
diferentes escenarios por los que transita la intrépida protagonista, de coito
en coito, de orgía en orgía, como en una escala ascendente hacia el supremo
conocimiento carnal y la ataraxia espiritual a la que aspiraba Sade; ni el
descaro con que la narradora emite opiniones o teorías inteligentes para
aderezar las pausas eróticas y adornar la obscena desnudez de su figura en
ciertos trances; sino el ingenio narrativo, que Grey no ha aprendido en los rutinarios
rodajes del porno, con que logra traspasar los límites mentales en su
exploración del reverso moral de la sociedad, aventurándose como una Alicía
pícara y juguetona del otro lado del espejo de la fantasía. Así descubre,
durante una orgía monstruosa en un jardín digno de Bomarzo, la siniestra verdad
de la secta milenaria que da título a la novela y, con ella, la verdad abyecta del
mundo en el que vivía hasta entonces, como todo el mundo, con la mayor
ingenuidad.
Es irónico que esta fascinante
novela contenga quizá la resolución del misterio fundamental (“el poder, el
sexo y la violencia son solo las dos caras de la misma moneda”) con que se
enfrentó en su obra maestra póstuma (Eyes Wide Shut) el laberíntico cerebro de Kubrick, a quien se rinde
homenaje en estas páginas como a otros grandes cineastas y escritores. Y es que cierto
cine y cierta literatura son para Grey, además de una inspiración permanente, la
principal “vía de escape” para sentirse cómoda con la propia sexualidad.
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