A Walter Abish, por alfabetizar (las falsas impresiones de) África…
Locus Solus, la extravagante novela de Raymond Roussel (1877-1933), ocupa un lugar único en la historia de la literatura y no solo por sus originales trazas y su aún más original autor, sino sobre todo por la influencia que tuvo desde su aparición en los espíritus más inquietos y demás disidentes del gusto común. Una parte significativa de la literatura y el pensamiento del siglo XX podría escribirse solo tomando en cuenta a los autores que en algún momento sintieron la necesidad de indagar en la poderosa fascinación que Roussel y su excéntrica obra ejercía sobre ellos. Esta magnífica edición (Capitán Swing, Madrid, 2012), compuesta por un prólogo apologético de Jean Cocteau, el texto íntegro de Locus Solus (1914), su obra maestra y una de las cimas novelísticas del siglo XX, con una nueva traducción de Marcelo Cohen, y un apéndice teórico-crítico exhaustivo, incluye en el extenso elenco de escritores y filósofos, todos franceses excepto John Ashberry, a la mayoría de los que me contagiaron la pasión de leer a Roussel: Duchamp, por supuesto, y además Robbe-Grillet, Foucault y Sollers. Y, sin embargo, excluye toda mención a los dos escritores en español que con más entusiasmo, Julio Cortázar, o con más creatividad, Julián Ríos, celebraron la originalidad estética de la literatura de Roussel.
Pero, ¿por qué tanta fascinación y tanto entusiasmo por la difícil obra de Roussel? Me atreveré a proponer al menos tres razones y un corolario incuestionable. La primera bien podría ser la más importante: Roussel, como Lewis Carroll, pone en escena un mundo enteramente generado por los juegos de palabras y su lógica subversiva de deformación de la realidad, un mundo figurativo de una fuerza visual o plástica impresionante sostenido en unos fundamentos retóricos cuyo ingenio y humor permanecen paradójicamente ocultos (al revés que en las obras de consumados jugadores de palabras del siglo XX como Joyce, Cabrera Infante, Abish o Ríos). La segunda, por el contrario, concierne a los heterogéneos materiales con que trabaja Roussel a la hora de dotar de carne narrativa y ficcional a esa osamenta lingüística que sostiene el artefacto novelesco. Me refiero a los folletines históricos, a las novelas de aventuras y de viajes exóticos, al anecdotario turístico, a la crónica de sucesos, a las biografías egregias, al imaginario social más estereotipado, en general, dentro de cuyo marco se mueve como un avezado coleccionista de tópicos, lugares comunes y demás ready-mades verbales. Roussel es, en cierto modo, un perverso precursor del pop, de la estética y la sensibilidad que se nutre de las imágenes populares y los temas masivos. La tercera razón explica el sentido de las dos anteriores: todos sus retruécanos larvados, todos sus conocimientos científicos, todas sus descripciones de máquinas imposibles, todas sus historias inverosímiles y disparatadas, no valdrían para nada si no constituyeran finalmente una representación espectacular de la intrascendencia y banalidad de la existencia humana en cualquier tiempo o lugar. En definitiva, la literatura de Roussel se postula, con total indiferencia a las modas o los gustos dominantes, como acto de soberanía absoluta frente al mercado, la opinión y el público.
Nada de esto importa demasiado, a pesar de todo. En lo que casi nadie ha reparado es que Roussel no construyó Locus Solus como un caprichoso autómata textual o un jeroglífico novelístico solo para hechizar a los surrealistas y cautivar a crucigramistas oulipianos como Perec y compañía. No. Con esta novela única, Roussel diseñó una fantástica máquina literaria que detecta de inmediato la estupidez o la inteligencia del lector. Ha pasado casi un siglo y, a juzgar por ciertas reacciones, el funcionamiento del dispositivo sigue siendo impecable. Es una prueba de que la narrativa de Roussel, como la de Flaubert, está condenada a la inmortalidad, tan imperecedera como la imbecilidad que pone en evidencia con la exactitud patafísica de uno de esos mecanismos imaginativos que se exhiben, para burlarse de las pretensiones de la ciencia y el plúmbeo espíritu de seriedad, en el prodigioso parque temático de Martial Canterel, doble narrativo del autor.
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