sábado, 29 de diciembre de 2012

DISEÑO Y CAOS




H. P. Lovecraft y Cormac McCarthy nacieron en Providence (Rhode Island), John Hawkes solo murió allí tras ejercer muchos años en la Universidad de Brown como maestro de toda una nueva generación de escritores (Rick Moody, Jeff Eugenides, etc.). 

[John Hawkes, Travesti, Meettok, Donostia, trad.: Jon Bilbao, págs. 140]

¿Cabe imaginar una mejor definición de lo que es una novela? “La armonía entre el diseño y el caos”, como dice el narrador de esta ficción enigmática y fascinante con la que John Hawkes (1925-1998), uno de los escritores norteamericanos más inventivos de la segunda mitad del siglo veinte y un genuino artista de la prosa narrativa (obras maestras como El caníbal, recién editada por Libros del Silencio, Virginie, The Passion Artist o Un brote de lima, acreditan su incomparable talento), daba por concluida en 1976 una serie novelesca titulada la “Tríada del Sexo”. Sin embargo, más que una consumación de las dos novelas anteriores (Naranjas de sangre y Death, Sleep & the Traveler), esta pieza terminal representaba, según Hawkes, un comentario a su entera “vida de escritor”. Para Hawkes, en el arte como en el erotismo, la dialéctica del orden y el caos, el choque entre la geometría formal y la informe pulsión del deseo, el diseño estético y la materia bruta de la existencia, constituyen un poderoso detonante narrativo. De ahí quizá la dimensión de travestismo paródico que desde el título propone al lector que ingresa en este sinuoso laberinto verbal con la misma inocencia con que los personajes entraron, en un momento anterior al comienzo, en el coche que los conduce a una muerte inexorable y cruel.
Así es. Un coche cruza a toda velocidad la noche, atravesando una carretera comarcal plagada de obstáculos que constituyen otras tantas tentaciones de apartarse del trayecto elegido. Al volante, desde la primera línea, un narrador convencido de la importancia de su cometido, dispuesto a entablar un diálogo mental con los otros dos ocupantes: Chantal, su hija veinteañera, y el poeta Henri, un intruso masculino en el coche y en la familia, amante de Chantal y de su madre Honorine y rival sexual del conductor psicópata. La engañosa trama narrativa, digna de un giallo italiano o del Chabrol de los setenta, recorre hasta el límite una calculada línea de fuga que conduce a un choque frontal sin supervivientes. Entre tanto, el lector asiste a la brillante escenificación del monólogo obsesivo del conductor, exponiendo los (posibles) motivos del crimen en curso y discutiendo las objeciones o reacciones de los pasajeros, o su papel en el enredo sexual que sirve de pretexto a la tragedia. El narrador ha planeado al detalle la obra de arte espontánea que acabará con la vida de sus acompañantes con el fin de que su adúltera esposa, destinataria de ese “apocalipsis privado”, lo interprete después, según sus preferencias, como venganza o simple consumación de sus perversas relaciones. En cualquier caso, para el artista al volante la completa gratuidad del acto es la condición primordial para que tenga algún sentido. Su completa criminalidad también.
¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar un escritor con tal de dar realidad artística a su visión de la vida y a los deseos o fantasías asociados a ella? Esta parecería ser la pregunta esencial de Hawkes en esta fábula libertina sobre los riesgos morales de la creación y las imposturas públicas y las oscuras motivaciones íntimas del creador, con la muerte como “convidado de piedra” de los juegos especulares de la vida y el arte. A pesar de la mascarada egocéntrica y el travestismo temático y estilístico, Travesti no es, en absoluto, una abstracción descarnada, a la manera del gran Beckett o algunos de sus epígonos, sino una ficción realista. En definitiva, cuando el coche conducido por el dudoso narrador se estrelle contra su destino, fuera de campo, no será solo la narración la que acabe deshecha en pedazos, fragmentos de inteligencia, esquirlas de belleza, sino un modo de vida y de pensamiento enfrentado a las convenciones y prejuicios puritanos que obstruyen el mundo de los deseos carnales y los actos eróticos.

lunes, 24 de diciembre de 2012

LA LITERATURA EN EL ESTÓMAGO



Julien Gracq (1910-2007) fue uno de los grandes maestros de la literatura francesa del siglo veinte. El sumo sacerdote, si se quiere, del oficio litúrgico de la literatura concebida como creación pura, al margen de las corrientes dominantes en una literatura como la francesa que ha sobresalido a lo largo del siglo pasado tanto por la calidad de sus autores como por su increíble capacidad para generar modas, escuelas o tendencias seguidas con mimético arrobo en todas partes.
La escritura inimitable de Gracq ha adoptado todos los disfraces genéricos que los críticos académicos suelen reconocer en las formas literarias. Ha publicado libros de poemas (Liberté Grande, de 1947, o Prose pour l´étrangère, de 1953); teatro (Le Roi pêcheur, de 1948); un volumen de nouvelles (La Presqu´île, de 1970). Y cuatro novelas: Au chateau d´Argol, su espléndido debut, un cruce de romance nervaliano y parodia gótica, empapada de pasión por Wagner y los surrealistas; Un beau ténébreux, una fábula amoral escrita con el espíritu luciferino de Lautréamont y el don de Proust para la observación de la conducta mundana de las clases superiores; y a continuación dos obras maestras absolutas: Le Rivage des Syrtes (1951), una epopeya en prosa elegantísima sobre la historia y la metahistoria occidental, en clave de decadencia y estancamiento, por la que recibió un merecido Premio Goncourt que su dignidad ética y artística le impidió aceptar; y Un balcón en forêt (1958), un relato que comienza siendo un trasunto de su propia experiencia durante lo que los franceses denominaron la drôle de guerre, el desastre militar que abrió la puerta infernal a la ocupación alemana en 1940, y acaba constituyendo un luminoso viaje interior, en compañía de una mujer fascinante, por los senderos del bosque europeo.
Y, por supuesto, espléndidos y polémicos libros de crítica: La littérature à l´estomac (1950), Préferences (1961), o los dos volúmenes de Lettrines (1970 y 1974, respectivamente). Pero su mejor libro de no ficción es, sin ningún género de dudas, En lisant, en écrivant (1980), más allá de los acuerdos o desacuerdos (su discutible crítica a figuras ejemplares como Bataille y Céline, por ejemplo) que pueda suscitar una obra tan ambiciosa y personal como esta. Al revisar ahora, con mirada renovada, el índice del libro, vuelve a evidenciarse la cualidad más asombrosa del mismo, constituir una suma incomparable de historia y cultura literarias: reflexiones de una sutileza sin igual sobre las relaciones entre literatura y pintura, literatura y cine, o literatura e historia; inteligentes análisis del fenómeno intransitivo de la lectura y la escritura; consideraciones inusuales sobre la memoria y la historia, o la difícil historización de la literatura; la importancia de Alemania en el surgimiento de la conciencia literaria europea y la del surrealismo en el desarrollo de la sensibilidad moderna; etc. Una obra de madurez, en todos los sentidos de la palabra, de un autor excepcional que se inscribe de pleno derecho en una tradición novelesca que conoce perfectamente en todos sus matices, variedad y evolución: una tradición fecunda que comienza con Balzac y Stendhal y se prolonga a lo largo del diecinueve con Flaubert, Zola o Huysmans para consumarse en Proust. Precisamente, la inseminación surrealista y la influencia de autores admirados como Ernest Jünger (la extraordinaria Sobre los acantilados de mármol es un precedente moral de Le Rivage des Syrtes) o Dino Buzzatti (la hipnótica fábula de El desierto de los tártaros, aún más) le proporcionaron a Gracq ese componente diferencial que necesitaba su escritura singular para prolongar en otro contexto histórico y cultural esa vigorosa tradición narrativa con un eslabón más, de una riqueza admirable.
La littérature à l´estomac anticipa muchos de los puntos de vista desarrollados en estos otros libros de Gracq, pero el tono de su intervención es más polémico y visceral. Tras el refinado análisis de las condiciones de marginación en que ha de desarrollarse la literatura bajo el imperio insidioso de los medios de comunicación, la opinión gregaria, la manufactura industrial y el afán de lucro de las editoriales comerciales se oculta a veces un ajuste de cuentas privado contra algunas escuelas y modas, como el existencialismo sartriano, cuya notoriedad a Gracq le parecía desproporcionada y fundada en motivos escasamente literarios.
Gracq concibe la liturgia de la literatura de modo tan exigente que su contaminación por las nuevas circunstancias sociales y culturales de la posguerra francesa no podía sino causarle disgusto y perplejidad. No obstante, este estilizado panfleto funciona como un eficaz bisturí a la hora de incidir en los abscesos y tumores que, desde el momento de su publicación, no han hecho sino expandirse por todo el cuerpo de la literatura occidental. Uno de los más infecciosos es la pérdida de criterios estéticos en el juicio que merece una obra literaria, la carencia de una crítica rigurosa, el peso excesivo de la imagen pública o la leyenda publicitaria del autor.
De todos modos, como Gracq advierte en la Nota final, su denuncia de la corrupción del gusto literario no va unida a la reivindicación de una “literatura anodina” o inofensiva, ni aparece teñida por ninguna forma sospechosa de nostalgia. Todo lo contrario. Como indica su título, se trataría de un discurso revulsivo escrito en defensa de una literatura creativa concebida como empresa rebelde a toda estrategia de domesticación. Y, sobre todo, extraña a las mediaciones académicas, políticas o sociológicas de los profesores, los periodistas y los críticos, por no hablar de los lectores, causantes, hoy como ayer, del triunfo de lo no literario sobre lo literario.
Muchos años después, Gracq condensaría así una de las ideas más provocadoras de este alegato intempestivo de extrema vigencia, escrito con envidiable libertad de espíritu: “Qué bufonería, en el fondo, y qué impostura, el oficio de crítico: ¡un experto en objetos amados! Después de todo, si la literatura no es para el lector un repertorio de mujeres fatales, y de criaturas de perdición, no vale la pena que nos ocupemos de ella” (traduzco desde mi viejo y desgastado ejemplar de En lisant, en écrivant; José Corti, París, 1985 (9ª reimp.), pp. 178-179).

jueves, 20 de diciembre de 2012

LITERATURA CONTRA FANATISMO


[Salman Rushdie, Joseph Anton, trad.: Carlos Milla Soler, Mondadori, Barcelona, págs. 686]

Este magnífico libro cuenta la historia de una victoria y no de una derrota. O mejor dicho: la historia de una victoria parcial y una derrota relativa. El frágil triunfo, tras muchos años, contra todos los impedimentos, de la libertad de expresión y de pensamiento y el individualismo creativo frente al dogma comunitario y, sobre todo, de la afirmación pública y privada de “una forma de vida sin miedo”. Sí, esto es verdad, pero también lo es que la historia traza anillos perversos como una espiral demente y lo que empezó con la condena de Rushdie por publicar Los versos satánicos, una novela que es mucho más que una novela, cobró una renovada dimensión tras el 11-S.
Con gran inteligencia narrativa Rushdie trama sus “memorias” de esos años en torno a esos dos poderosos focos de tensión. Todo ello para mostrar al lector su pequeña verdad sobre los acontecimientos recientes que han ido modificando el sentido de la historia hasta pasar, en apenas dos décadas, de una gran narrativa, heredada de la guerra fría, basada en la pugna entre modelos tan antagónicos como el comunista y el capitalista, a otro gran relato conflictivo, del que este libro procura un análisis detallado y persuasivo, mucho más problemático que el anterior, pues implica un alto grado de ignorancia e indiferencia entre sus presuntos contendientes. Hablo, desde luego, de la lucha polémica contra el integrismo y el fanatismo religioso de cualquier signo y de la beligerancia islámica contra todo lo que no corresponde a su sectaria interpretación de la vida y su sangriento compromiso con la muerte de individuos declarados enemigos de su credo y sus mitos. Pero también de la guerra intestina que divide a los partidarios de los derechos humanos y la libertad en todas sus formas de aquellos otros que, esgrimiendo la tolerancia multicultural como argumento, no quieren reconocer la hostilidad real y la violencia flagrante que impregnan ciertas organizaciones y regímenes que planifican y apoyan la persecución y el asesinato de mujeres y hombres en nombre de valores religiosos.

En el trasfondo de esa batalla ideológica, la más importante del nuevo siglo, se presentan dos cuestiones relacionadas. La definición de lo humano, la identidad plural que engloba lo humano, y el papel decisivo de la literatura en dicha definición, fundado en la defensa a ultranza de la libertad individual, la crítica rigurosa de las verdades absolutas y el reconocimiento dialéctico de la alteridad. Esta es, finalmente, la vindicación de la literatura como arte esencialmente ligado a la condición humana que se expresa en estas páginas con la vitalidad, imaginación y lucidez que siempre han caracterizado la literatura de Rushdie. En palabras del propio Rushdie: “Eso era lo que la literatura sabía, lo que siempre había sabido. La literatura intentaba abrir el universo, aumentar, aunque fuera solo un poco, la suma total de lo que para los seres humanos era posible percibir, comprender y, por tanto, en último extremo, ser. La gran literatura llegaba hasta los límites de lo conocido y empujaba los límites del lenguaje, la forma y la posibilidad, para crear la sensación de que el mundo era más grande, más amplio, que antes”. El día en que esta gran verdad de la literatura ya no sea reconocida entre los humanos a estos apenas si les quedarán unas horas de existencia, como aquella puerta que al cerrarse de golpe arrastra el derrumbe del muro en que se inscribía como apertura.

lunes, 10 de diciembre de 2012

BAUDELAIRE ES EL PUTO AMO (Bis)


Leer la primera parte de este post aquí.

[Charles Baudelaire, Dibujos y fragmentos póstumos, Sexto Piso, págs. 364]

Cuidado con este personaje incorregible que avanza en el escenario, como Hamlet, para exhibir con impudicia ante el lector la desnudez de su corazón y los cohetes de su ingenio. Es un hipócrita, un impostor, una máscara insolente que reivindica impunemente el derecho a contradecirse y, por tanto, a ser infiel a cualquier ideario dogmático y a cualquier toma de posición que no reconozca el malentendido fundamental de la vida. La lectura reiterada de Baudelaire y, en particular, de sus escritos póstumos, es la mejor terapia contra la fosilización del espíritu y la gregarización de la sensibilidad. Recorriendo estas páginas, en la refrescante traducción de Ernesto Kavi, uno ve renacer de las cenizas del tiempo la inteligencia incisiva de quien, además de explotar al máximo las facultades con que está dotado, las adorna con ese estilo original que solo el creador genuino sabe imprimir al lenguaje heredado.
Esta suntuosa edición reserva, además, valiosas sorpresas para los admiradores del genio rebelde de Baudelaire. Junto a la recuperación de estos lúcidos (y a menudo ofensivos) aforismos que fascinaron a mentes afines como Nietzsche o Cioran, se presentan los curiosos dibujos de su autor. Es irónico observar en los sagaces autorretratos de Baudelaire los esfuerzos del alquimista verbal por captar en los rasgos de su rostro el alma portentosa que los anima. Comparar esos perfiles introspectivos con la célebre fotografía de Nadar que inaugura el libro, permite descubrir la paradoja moral del esteta Baudelaire. Pese a declarar el culto y la glorificación de las imágenes como pasión dominante de su vida, siente náusea por la obscenidad de los anuncios publicitarios y posa ante la cámara con actitud despectiva, reprochando al popular artilugio la propagación de una idea de la realidad exenta de arte y cómplice de los valores burgueses. Como denuncia colérico en el prefacio de Las flores del mal: “Este mundo ha adquirido tal espesor de vulgaridad que transforma, en el hombre espiritual, el desprecio en una pasión violenta”.

A su manera provocadora, diré que Baudelaire desnuda su alma en estos escritos y dibujos íntimos con la misma alegría descarnada y deseo de prostituirse al otro ("¿Qué es el arte? Prostitución"/"Todo amor es prostitución") con que una actriz desnuda su hermoso cuerpo en un escenario o una pantalla. De modo elitista, proclama su soledad innata y su desdicha para afirmar más adelante, con un guiño seductor, su gusto por la intensidad de la vida y los placeres inagotables que esta depara a la mirada promiscua del paseante. Hace pública la desmesura de sus inclinaciones sensuales y su fascinación por la moda y el maquillaje, para declarar luego el poder transformador de la imaginación, su melancólico desapego del mundo y su temor acerbo a las utopías del progreso. Y, sin embargo, en uno de sus dibujos más desconcertantes, la soñadora mirada del poeta se intensifica no ante la visión del ideal quimérico sino de una bolsa huidiza repleta de dinero con que financiar sus costosos caprichos.

Una hipersensibilidad artística se revela no solo en lo que escribe sino también en lo que lee. En este sentido, cuando Baudelaire cita un soneto del barroco Théophile de Viau es porque detecta en él, más allá de la belleza del estilo y la delicadeza del tema, una profunda sintonía espiritual. La novia difunta regresando de entre los muertos para que su amante goce sexualmente de su alma como en vida lo hiciera de su cuerpo. Ahí está expresada, con la voz libertina de otro, la contradicción estética y moral ("La mujer no sabe separar el alma del Cuerpo") de la modernidad de Baudelaire.

lunes, 3 de diciembre de 2012

TEST DE RORSCHACH

La revista electrónica Número cero me somete al Test de Rorschach de un puñado de imágenes seleccionadas a propósito para poder diagnosticar mis posibles males mentales. El test comienza, no por casualidad, con Jesús Franco...

La vampira libertina. La mente pornográfica de Jess Franco filmó este orgasmo terminal como un acto de rebeldía política. El otro Franco de nuestra historia moderna construiría, con su mirada obsesiva y fetichista, una alternativa imaginaria a todas las represiones impuestas por la tenebrosa tiranía de su antagonista. A la postre, el mirón disfruta de mucho más poder que el déspota y obtiene más placer carnal que el conquistador compulsivo. Esta imagen perturbadora escenifica el triunfo del parasitismo orgiástico frente al parasitismo esterilizante de la normativa puritana. Con ello, Jess Franco afirma su creencia en el ojo que goza de la libertad sin prejuicios, cautivo hasta el paroxismo del poder visual del objeto de deseo que pretende capturar con su objetivo cinematográfico. Esta es la ley pulsional de su cine vampírico, con carismáticas figuras masculinas y femeninas enarbolando sus principios libertinos de apropiación ardiente del cuerpo del otro. En otro sentido, la imagen fascinante de ese rostro demoníaco enfrentándose a la cámara con gesto provocador, como una fiera sorprendida en pleno trance instintivo, la boca embadurnada de sangre y quizá de otros flujos venéreos, expresa el terror más acendrado en el hombre: la plenitud sexual de la mujer. Es también una muestra del poder revulsivo y la belleza convulsa que el cine libidinalmente reaccionario de nuestro tiempo ha perdido para siempre. No conviene olvidar que Jess Franco obtuvo sus mayores logros artísticos en el exilio, en tiempos de contraculturas contestatarias y liberación de las costumbres. Con la normalización posterior, su cine marginal de bajo presupuesto económico y altos presupuestos amorales se volvió intolerable para el nuevo régimen espectacular. Jess Franco es, junto con Buñuel, el cineasta español de visión más disolvente y subversiva.
[Seguir leyendo los resultados del Test de Rorschach.]

jueves, 22 de noviembre de 2012

KARNAVAL


[Lo diré con ironía para que se me entienda mal, como es frecuente en la red. Como saben los que me conocen, nada puede estimularme más que haber ganado el Premio Herralde de Novela en su edición Triple X (XXX). Para celebrar esta extravagante cifra y, de paso, la aparición hoy en librerías de España y Latinoamérica de Karnaval, una novela calificada con la Triple X de la provocación pornográfica, la exuberancia fabuladora y la incógnita política, obsequio a los numerosos visitantes del blog (amigos asiduos, sobre todo, pero también algún que otro “enemigo” curioso) con un breve fragmento de la misma. En concreto, se trata de la primera intervención, de un total de tres, de Michel Houellebecq en el documental ficticio El agujero y el gusano intercalado entre las dos partes de la novela a modo de entreacto o entremés.]

MICHEL HOUELLEBECQ, novelista
La nave de la catedral de Notre-Dame de París. Houellebecq está arrodillado en uno de los últimos bancos, con las manos dispuestas en actitud de orar. El interior del templo está casi vacío de feligreses. Al fondo, unos monaguillos disponen los objetos del culto para el inicio de una ceremonia que no se intuye inmediata. Hay un par de mujeres de mediana edad en los primeros bancos de la derecha. Un matrimonio anciano y tres niños hacia la mitad de la bancada izquierda. Algunos turistas de ambos sexos pasean por las capillas laterales. Nadie más. El silencio de las piedras y las bóvedas inmensas, como un eco secular, acompaña las graves palabras de Houellebecq, tomado de perfil, desde la izquierda, en un plano lateral que enfatiza la sinceridad de sus gestos y sentimientos.
Houellebecq: Vengo aquí cada vez que tengo ocasión en busca de algo de inquietud metafísica, de un temor reverencial, de una intuición cósmica, que no encuentro ya en otra parte. Escapo así de la banalidad, de la trivialidad, del aburrimiento. No creo en nada de esto, no se engañe, pero esta falta de creencia me conforta, por así decir, me permite entender lo que pasa aquí durante la misa no como un misterio sino como un acontecimiento en el que no he sido invitado más que como observador indiferente. Es un buen papel. En el sexo me pasa cada vez más, no consigo creer en la comedia en que se funda, pero no obstante sigo empeñado en hallar en él una revelación que no se produce nunca por desgracia. Los gestos, las muecas, las contorsiones, las posturas, los esfuerzos, no merecen la pena. Todo ese despliegue por tan poca cosa. Si pudiera creer en esto lo dejaría todo. Creo en el vicio y en la maldad. Eso sí. Y el caso por el que me pregunta es una flagrante manifestación de tal. Pero toda la culpa no es del vicioso, ni del malvado. No. Mire usted, esta es una sociedad que cada vez restringe más la conducta y al mismo tiempo estimula todos los deseos del sujeto. El resultado es la población más esquizofrénica de la historia. Se nos invita a participar de todas las orgías y luego, cuando nos tomamos en serio la propaganda y queremos meter mano en la mercancía, sea cual sea esta, legal o ilegal, saltan las alarmas de seguridad, los controles de detección de infracciones se ponen en marcha y la policía se nos echa encima sin remedio. Nos esposan y nos exhiben en todas las televisiones como a grandes depravados. Este castigo mediático sirve de escarmiento universal. No exagero. Así es. No se puede pretender, como se ha hecho en los últimos cien años, liberar la libido, eliminar la represión, etc., todo ese trabajo de la modernidad, en nombre del progreso y demás entelequias demagógicas, y luego escandalizarse cuando aparecen los monstruos merodeando por las calles y rondando las casas. Rasgarse las vestiduras ante los pedófilos, los violadores, los sadomasoquistas, los psicópatas, los perversos de toda especie, que proliferan como una plaga, para consuelo de mojigatos y biempensantes. Es hipócrita pedirle a un hombre que se ha permitido todas las licencias en su vida, que comienza a notar cómo se le descuelga la bolsa de los testículos cada día un poco más, indicándole que ha comenzado la cuenta atrás, que sus días están contados y algún día cercano, como decía el profeta, serán pesados en la balanza de Dios [Houellebecq se persigna en este momento de manera irreflexiva], es hipócrita, insisto, no esperar de él un comportamiento desesperado como este. Es vil, es rastrero, es canallesco incluso, sí, ese asqueroso libertinaje burgués, ese repugnante hedonismo de clase social superior, que es el de nuestras autoridades y mandatarios y potentados, es todo eso, desde luego, pero es también el síntoma de la esquizofrenia y el malestar crecientes de nuestra cultura y nuestra especie…


lunes, 19 de noviembre de 2012

COOL FICTION


[Don Winslow, Los reyes de lo cool, Mondadori, trad.: Óscar Palmer]
Para saber dónde se ubica el escenario del conflicto más estéril de la historia basta consultar Google Earth. Una frontera política de tres mil cuatrocientos kilómetros interpuesta entre los Estados Unidos y México como un cordón sanitario, una membrana permeable al intercambio y la circulación de hombres peligrosos y mercancías ilegales. Para entender por qué allí, precisamente, en esa árida zona del territorio americano, tiene lugar desde 1973, cuando Nixon la declaró por primera vez, la infame “Guerra de la droga”, es necesario leer esta espléndida e irónica novela de Don Winslow sobre la génesis histórica y el turbulento presente de esa “guerra” tan cruenta como tramposa.
Y es que la guerra contra el narcotráfico es solo absurda, como sabe Winslow, cínico observador de la situación, si uno la piensa desde la perspectiva de sus fines públicos, proclamados en todos los medios por políticos y policías, no tanto si se piensa en los beneficios generados para las partes implicadas. Beneficios económicos, desde luego, el dinero puede fluir en abundancia exento de control fiscal, y también beneficios políticos y sociales. El simulacro bélico (la “Guarra de la droga”, en el cáustico apelativo de Winslow) se vende a una población norteamericana, compuesta de numerosos consumidores habituales de estupefacientes, como medio de moralización colectiva y, de paso, como machacona propaganda del eficiente funcionamiento estatal contra toda forma de amenaza externa o interna a la nación.
La trama tarantiniana de Los reyes de lo cool se ambienta en un rincón paradisíaco de esa frontera infernal: Laguna Beach, entre Los Ángeles y San Diego, un enclave privilegiado que condensa los estereotipos de la California más espectacular y turística. Como saben los lectores de Salvajes, su novela anterior, o los espectadores de la vibrante traslación cinematográfica de Oliver Stone, es ahí donde vive un encantador trío de jóvenes, Ben, Chon y O (“Ophelia”), disfrutando a tope del soleado paraje, la juventud, la libertad y la belleza y, además, la fortuna ganada cultivando y vendiendo un fabuloso cannabis afgano (la “Viuda blanca”). El niñato liberal y pacifista, el republicano belicoso y cachas y la rubia pija y aventurera, ocupando cada uno un nicho ideológico, sexual o sentimental diferente para favorecer la fricción personal y la atracción bipolar entre estos protagonistas de un eterno anuncio publicitario sobre el sueño californiano y su inimitable espíritu vital. Sí, ellos tres son los “reyes de lo cool”, así los califica desde el principio Duane, su adversario más viejo y enconado, y lo refrenda al final Dennis, el cómplice agente de la DEA, con admiración no exenta de envidiosa ironía. Eso es lo que son: eximios modelos del estilo (de vida) intrascendente, ocioso y pragmático del siglo veintiuno.
En esta segunda entrega de la serie, Winslow, ingenioso narrador y dialoguista, tiene la brillante idea de recuperar los inicios del singular triángulo haciendo retroceder la moviola del tiempo hasta 2005, cuando todavía el 11-S y las guerras de Irak y Afganistán hacían estragos en la conciencia americana. A su vez, el montaje narrativo alterna el violento recuento de sus vicisitudes para sobrevivir a los resentidos ataques de sus enemigos con certeros flash-backs a 1967, 1976, 1981 y 1991, donde se evoca a ráfagas la culpable historia de sus padres y las diversas drogas que consumían y producían para sufragar su excéntrico modo de vida en un contexto político cada vez más hostil. De ese modo, Winslow logra escribir la crónica clandestina de una América que se salió del eje de la historia y empezó a girar en el voluptuoso vacío de la felicidad instantánea.

lunes, 12 de noviembre de 2012

CHISME SUBLIMADO


[Jean Rolin, El rapto de Britney Spears, Libros del Asteroide, trad.: Luisa Feliú]
En este mundo existe la información y existen los chismes. La primera da lugar a actividades serias como las que llevan a cabo las agencias de inteligencia y control, los inversores financieros o sus agentes en bolsa. Del chismorreo, en cambio, subproducto degradado de aquella, se ocupan los medios de más bajo nivel a través de asalariados sin escrúpulos que acosan a individuos no siempre merecedores de tal grado de atención, pero que suelen extraer de él un alto rendimiento.
La información es valiosa, suele interesar, como sabemos, a todo el que tiene o pretende tener el poder, mientras el chisme es banal e insignificante, aunque en esto mismo pueda radicar su encanto intrascendente, su atractivo incluso, frente a la aridez y crudeza inhumana de los datos puros. Como es lógico, dada la engañosa organización democrática de las sociedades occidentales, la información, en el sentido estricto de la palabra, solo está disponible para grupos minoritarios que saben qué destino darle, cómo usarla del modo más adecuado para sus intereses y los de sus representados, mientras la chismografía, el cotilleo y demás mercancías deterioradas del mundo de la información, nutren la adulterada avidez de conocimiento de la mayoría de la población, entontecen sus expectativas y distraen su aburrimiento o su vacío.
El gran mérito de Rolin en esta fascinante novela consiste en infiltrarse como un agente secreto de la inteligencia en el corazón palpitante de esta problemática contemporánea con tanta ironía velada como elegancia verbal. Asumiendo que muchas novelas no son más que chismes sublimados, Rolin urde con malicia la historia de un espía, miembro del servicio secreto francés, que durante un tiempo, mientras realiza una misteriosa misión en Los Ángeles en torno a la cantante Britney Spears y a una presunta tentativa de secuestro contra ella por parte de un grupo islamista, adopta la falsa identidad de un periodista del “corazón”, esto es, un traficante profesional de trivialidades sobre la vida privada de los famosos.
Gracias a este espía singular, dueño de la curiosidad analítica del escritor pero disfrazado bajo la máscara mundana del paparazzo, el lector descubrirá una ciudad inabarcable, un escenario devastado donde las celebridades son abrasadas por el sol implacable de la fama con la misma velocidad con que otras son generadas para ocupar su puesto de inmediato y garantizar así la pervivencia del lucrativo negocio. Pero hasta en esto hay clases y está claro que no es igual ser una muñeca rutilante tipo Britney Spears, Lindsay Lohan, Lady Gaga o Katy Perry, diosas espectaculares citadas con frecuencia en los agudos comentarios del narrador, que un adefesio vulgar como los que acaparan, para narcotizar a las masas, el morbo desinformativo en revistas de execrable calidad o programas televisivos de máxima audiencia y mínima dignidad.
Rolin acierta plenamente al confiar al espía la indiscreta narración de su aventura angelina desde el exilio en el convulso Tayikistán adonde lo ha conducido, como castigo a su incompetencia, la desastrosa misión. Esa doble perspectiva, un juego novelesco con la globalización cibernética del famoseo y la complejidad geopolítica actual, permite al agente protagonista rememorar sus días perdidos en pos de la decrépita Britney y su intenso romance con Wendy, una preciosa réplica de la cantante, sin sospechar hasta el final cómo la muerte lo acecha para borrarlo del mapa de un mundo donde se ha quedado sin lugar, como tantos aspirantes al trono perecedero de la gloria mediática.

domingo, 4 de noviembre de 2012

EL SIGNO DE RABELAIS


Como si no hubiera nada más urgente, frente a la interiorización depresiva del malestar colectivo, que producir placeres exuberantes, juegos de lenguaje proliferantes, ebriedades devastadoras, goces excesivos, enormidades, fantasías desbocadas.
-Guy Scarpetta, Pour le plaisir-

[Salman Rushdie, Los versos satánicos, Mondadori, 2012]

Hace unas semanas un vídeo chapucero sobre Mahoma ponía en jaque al mundo occidental y nos recordaba el poder revulsivo de las representaciones, valiosas o despreciables, que tienen como objeto las creencias religiosas. Es por esto una acertada iniciativa la reedición de la novela más polémica del final del siglo veinte, Los versos satánicos, de Salman Rushdie, donde los protagonistas son dos actores asiáticos, Gibreel Farishta y Saladin Chamcha, cuyas aventuras, fantasías, metamorfosis, sueños y conflictos con la realidad de su país de origen (la India) y de adopción (Gran Bretaña) constituyen una fascinante alegoría sobre la inmigración, la identidad multicultural y la globalización mediática.
En el espurio debate de entonces, Baudrillard afirmaría que la fatwa de Jomeini contra Rushdie había intimidado a Occidente mediante un poder muy superior al de sus armas más sofisticadas y su avanzada tecnología. Olvidaba el provocativo sociólogo francés que Rushdie había suscitado esa airada reacción del imán iraní usando precisamente el poder simbólico de la literatura, ese mismo que ciertos poderes fácticos pretenden anular por temor a su influencia real. Kundera, en cambio, supo entender el caso con mayor lucidez al defender la incompatibilidad radical del discurso novelesco y el espíritu teocrático que condenaba a muerte al blasfemo autor: “la novela es otro planeta, otro universo basado sobre otra ontología, un infernum en el que la verdad única carece de poder y en el que la satánica ambigüedad convierte toda certidumbre en enigma”.
El centro neurálgico hacia el que Rushdie dirige su estrategia subversiva no es, pues, la Meca sino la alienación fundacional de la mente humana: esa tendencia innata a tomar por reales las ficciones con que el cerebro se droga desde el origen de los tiempos para dar sentido a su existencia en la tierra y atribuirle un destino trascendente en el diseño del universo. En este sentido, es irrelevante que el motivo preferente de la sátira sea el Islam o cualquier otra creencia que se atribuya una condición sagrada. Llámense como se llamen, todos los credos existentes están fundados en mitos que se imponen a sus miembros, de modo autoritario o dogmático, hasta que nadie recuerda que fueron inventados por un poeta o profeta de la tribu y no revelados por ningún ente divino de existencia verificable. Bajo el signo crítico de Rabelais y Cervantes, la novela moderna se erige en el discurso sacrílego por excelencia, aquel cuya principal función consiste en desnudar con ironía la cualidad ficcional de los demás discursos, ya sean teológicos, jurídicos, económicos o políticos, que sostienen el orden social establecido y los valores y prejuicios comunitarios.
Sin embargo, la genialidad de Rushdie en esta inventiva e hilarante novela, de la que muchos hablan sin haberla leído, radica, más allá de presuntas profanaciones, en haber sabido ensamblar, en un mismo artefacto de ficción, un juego irreverente e iconoclasta con la mitología fundamentalista (islámica, pero no solo) y, al mismo tiempo, con la idolatría televisiva y cinematográfica. Con la ideología atávica del integrismo religioso, de tan candente actualidad, y con la del espectáculo integrado, único ideario identificable en las democracias occidentales. Frente a ambas, Rushdie pone en escena la formidable ironía y ambigüedad de un relato que acaba relativizando cualquier posición de verdad absoluta, credulidad o fanatismo. Con ello, asociando una imaginación exuberante a la máxima libertad expresiva e intelectual, nos hace a los ciudadanos del siglo veintiuno, amenazados por múltiples formas de irracionalidad, el mayor regalo imaginable.

domingo, 28 de octubre de 2012

VLADIMIR NABOKOV: EL ORGASMO DEL ARTE


Por razones ópticas y animales, el amor sexual es menos transparente que muchas otras cosas de complicación considerablemente mayor (p. 30).
Aquí es donde el orgasmo del arte corre a través de la espina dorsal con una fuerza incomparablemente mayor que la del éxtasis sexual o la del pánico metafísico (p. 155).

[Vladimir Nabokov, Cosas transparentes, Anagrama, trad.: Jordi Fibla]

Cuando se reedita una novela tardía como esta, décadas después de la muerte de su autor, llega el momento de hacerse muchas preguntas. Algunas se refieren a la obra misma, desde luego, y otras a su lugar en el canon del autor y otras aún, acaso las más impertinentes, al propio autor. Así pasa con Nabokov, uno de los novelistas más influyentes del siglo veinte, un genio incontestable de su arte, transformado con el tiempo en una sombra poderosa pero evasiva.
En esta excéntrica novela, la penúltima de las suyas, Nabokov es capaz de tender un perverso espejo a toda su obra y a muchas de sus obsesiones personales y estéticas, son lo mismo en su caso, hasta el punto de constituir un magnífico portal de acceso a su mundo singular. Aquí está la asombrosa pirotecnia y virtuosismo narrativo de su estilo, una fiesta de trucos mágicos y artificios verbales para transmitir no ya la riqueza sensorial de la realidad, o la textura en relieve del espacio-tiempo, sino para crear una realidad alternativa con un vigor plástico y una fuerza de traslación insuperables. Aquí están, quintaesenciadas, la malévola ironía y la alegre malicia con que el gigante aristocrático se burla de la ínfima existencia de los enanos, entre los que también se reconoce, como espécimen más juguetón quizá de la misma especie, prisionero de sus pequeños dramas domésticos y mundanos y sus nimias comedias de salón o, aún más ridículas, de dormitorio, lo que añade a su perspectiva una perspicacia y una honestidad a prueba de fáciles críticas ideológicas. Aquí está la sofisticada levedad y lúdica desenvoltura con que traduce las peripecias mentales y sentimentales de sus complejos personajes. Así como la excelsa gracia con que desliza insinuaciones obscenas, comentarios políticos e intelectuales, parodias literarias, bromas culturales, sarcasmos sociales, etc.
Cosas transparentes se organiza, entonces, como una alegoría en miniatura sobre el poder revulsivo de la ficción y la falsa transparencia con que el novelista contempla la vida de los otros y la maneja a su antojo para producir emociones artísticas en esos lectores que se ocultan tras una máscara de normalidad. “Personas” como el protagonista Hugh Person, amante fallido y vividor frustrado pero maniático corrector del texto de su vida escrito por su fraterno antagonista, el fatuo R., un novelista energúmeno y libertino solo derrotado por la enfermedad. Como en sus grandes novelas (Lolita, Pálido fuego, Ada, o el ardor, mis tres favoritas), Nabokov exhibe aquí una aguda inteligencia kafkiana para describir los mecanismos simbólicos que atrapan en sus redes a los individuos. De ese modo, el ingenuo Person es víctima de la maquinación novelesca de R., un intrigante manipulador, sin tomar plena conciencia de la situación hasta el melodramático desenlace, cuando su destino de perdedor lo conduce a la demencia, el asesinato, la muerte y la transfiguración por el fuego espectacular de la literatura.
A Nabokov, un conservador intempestivo, le divertía atacar cualquier signo de modernidad superflua. Cosas transparentes supone un alegato sarcástico no solo contra Freud y sus siniestros inquisidores de la psique sino contra Henry James y sus tramas psicológicas abstrusas. Con esta mascarada, Nabokov acierta a transmitir una idea luminosa: el arte novelístico restituye a la transparencia definitiva del conocimiento los retorcidos fantasmas que asedian la cámara oscura de la mente humana. En eso consiste el orgasmo del arte, superior en todo a sus rivales, la pasión erótica y el sentimiento religioso. No es necesario pensar como Nabokov para celebrar este espléndido elogio de la superficie.

domingo, 21 de octubre de 2012

EDOGAWA RAMPO: UN POE NIPÓN


Hoy se cumplen ciento dieciocho años del nacimiento de Edogawa Rampo (1894-1965), uno de los escritores japoneses más influyentes en la cultura popular de su país y uno de los más imaginativos y morbosos. El inventor quizá y, sin duda, uno de los más inventivos practicantes del género ero guro nonsensu, esa tóxica combinación de erotismo perverso, sensibilidad grotesca y visión surreal de la realidad que tanto aprecio en la literatura y la cinematografía japonesas. Las películas que han adaptado novelas o relatos de Rampo se cuentan para mí entre las más originales y desconcertantes tanto del cine fantástico moderno como de esa poderosa variante del cine erótico que son el pinku eiga y el roman porno. Cito mis siete favoritas en orden cronológico: Black Lizard (Kinji Fukasaku, 1968), Blind Beast (Yasuzo Masumura, 1969), Horrors of Malformed Men (Teruo Ishii, 1969), Watcher in the Attic (Noboru Tanaka, 1976), Edogawa Rampo no Injū (Tai Katō, 1977), Gemini (Shynia Tsukamoto, 1999) y Caterpillar (Kōji Wakamatsu, 2010).

A Kōji Wakamatsu (1936-2012), gran cineasta rebelde, muerto el 17 de octubre tras ser atropellado por un taxi en Tokio.

Para Edogawa Rampo el principal estímulo de la ficción era “el deseo de transformarse uno mismo”. Oscuro móvil que pasa en muchas de sus fascinantes historias por el travestismo, la alteración mental, la usurpación de personalidad, la mutilación o la transformación somática. Rampo reconoció el placer que extraía en la infancia al vestirse de mujer en escenificaciones privadas y, cuando se hizo escritor, decidió enmascarar su verdadero nombre (Hirai Tarō) y revelar de paso el de su maestro (Edgar Allan Poe). Con ese seudónimo extravagante, Rampo se proponía imitar la pronunciación fonética del nombre maldito del escritor occidental que había inseminado su imaginación, pero también expresar su irónica afinidad con la cultura tradicional nipona (los ideogramas que lo representan se traducirían con cierta licencia, para respetar el humor literal cifrado en él, como “Vagabundeo ebrio al borde del río Edo”). Este calambur nominal a múltiples bandas da una idea de la sugestiva estética de uno de los escritores más populares del Japón anterior a la segunda guerra mundial, el creador de la ficción detectivesca nacional y asiduo practicante del género erótico-grotesco, modelos narrativos preferidos por el público en aquella era de modernización urbana y cultural y expansionismo militar y económico. Cabe añadir que Rampo, tras la celebración de su centenario en 1994, ha sido reconocido como uno de los autores más influyentes en la cultura japonesa contemporánea, desde el manga y el anime y el videojuego al cine extremo, la televisión y las novelas policíacas que continúan explotando ese cóctel irresistible de inteligencia analítica, perversidad libidinal y tramas truculentas.
Por desgracia, los lectores españoles han tenido que esperar mucho tiempo para verlo traducido. En el último lustro ediciones Jaguar ha subsanado esta insuficiencia editando tres de las novelas más famosas de Rampo y una representativa selección de sus ficciones breves (Relatos japoneses de terror e imaginación), donde se incluyen obras maestras de la narración erótica morbosa como “La butaca humana” y “La oruga”, cuentos patológicos sobre la desintegración del yo y el hundimiento final en la locura como “El infierno de los espejos”, o ingeniosos acertijos detectivescos como “La cámara roja”. La lagartija negra (Kuro-tokage, 1934) es una de sus novelas criminales más excitantes e imaginativas, con el detective Kogoro Akechi, protagonista de un variado ciclo novelesco, enfrentándose a la delincuente más escurridiza y fascinante de su carrera, Akihiro Maruyama, una fetichista ladrona de joyas cuyo apodo emblemático da título a la novela. [Yukio Mishima, que admiraba a Rampo, adaptó esta novela al teatro primero y luego al cine, bajo la dirección de Fukasaku. En la película, una contribución hilarante a la estética visual del camp, era un actor travestido, Akihiro Miwa, por entonces amante de Mishima, quien interpretaba el papel de Maruyama, mientras Mishima se reservaba una aparición de icono sexual, como estatua humana semidesnuda, en la colección privada de piezas criminales de la singular ladrona.]
En La bestia entre las sombras (Injū, 1928), una novela sensacional en muchos sentidos, Rampo mismo asume el doble papel de narrador y detective para investigar el extraño asesinato de un marido abusivo donde el sospechoso es un enigmático escritor policial, su antagonista artístico, paradigma de las cualidades excéntricas y excesivas de la narrativa del propio Rampo. Tras muchos devaneos, su poder mental de deducción lo conduce a desentrañar el turbio misterio de la identidad de su rival, pero acaba implicado en el caso viviendo una intensa e inquietante relación sadomasoquista con la perversa viuda.
Quedaría pendiente, entre la multitud de obras de Rampo no traducidas a ninguna otra lengua occidental, la versión al español de una de sus novelas más originales, La isla Panorama (Panorama-tō Kitan, 1926-1927), una historia extremadamente cruel y grotesca que comienza como un retorcido homenaje al Poe más estético y filosófico de “El dominio de Arnheim”, ambientada en un parque temático imaginario al estilo del Locus Solus de Roussel, y acaba transformada en una pesadilla alucinógena sobre una utopía aberrante creada para albergar toda mutación posible de la carne humana y la materia viva animal, como en La isla del Dr. Moreau de Wells, pero saturada de fantasías artísticas, crímenes familiares, malformaciones genéticas, deseos perversos, desdoblamientos de identidad sexual y otras malsanas anomalías de la mente creativa.

La bestia ciega (Mōjū, 1931-1932) es, sin duda, la cumbre de la imaginación morbosa y la delirante ingenuidad narrativa de Rampo. Cuenta la historia de un siniestro escultor ciego obsesionado desde la infancia con la carnalidad femenina que se construye una catedral subterránea donde rinde culto a su mórbido objeto de deseo. Una caverna fetichista diseñada por un artista demente, un gabinete fantástico decorado con réplicas esculpidas en materiales blandos de piezas anatómicas de distintos tamaños y formas, un museo tridimensional de su depravada vida erótica al que atrae engañadas a sus voluptuosas víctimas. El ingreso en este sanctasanctórum consagrado al tacto, el roce y la caricia de la piel, se efectúa pasando al otro lado de un espejo trucado, sumergiéndose en la oscuridad primordial del escabroso antro y renunciando para siempre al tiránico sentido de la vista. Entre burlas macabras y crímenes espectaculares, logra completar el avieso escultor ciego su catálogo de siete mujeres de todas las clases y tipos hasta culminar su misógina obra maestra, de una perversión absoluta: una estatua polimorfa compuesta con múltiples miembros femeninos descoyuntados que asombra a los ciegos por su textura sensual y perturba a los videntes con su apariencia monstruosa. La bestia ciega es, en suma, una turbadora parábola sobre la belleza y el deseo.

miércoles, 3 de octubre de 2012

LA VIDA ERA REAL


[Michel Houellebecq, Poesía, Anagrama, 2012, trad.: Altair Díez y Abel H. Pozuelo]

Antes de nada, la verdad, por escandalosa que sea. La verdad del individuo Houellebecq se encuentra en estos poemas. Lo cual no quiere decir que sean superiores a sus novelas. Ni tampoco subsidiarios. Es la misma esencia radical, la misma fragancia tóxica, solo que envasada en un frasco distinto. El espíritu Houellebecq, como una marca acreditada, exuda de su poesía de un modo más puro, más intenso, quizá incluso más libre, sin dejar de ser inconfundible desde el principio. No por casualidad, los cuatro poemarios reunidos ahora en un solo volumen (Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento) se extienden en el tiempo desde los años transcurridos entre su magnífica monografía sobre Lovecraft y su primera novela, Ampliación del campo de batalla, se prolongan entre esta y Las partículas elementales y preceden a la polémica publicación de Plataforma.
Habrá distintas maneras de leer este destilado lírico en relación con la prosa narrativa del autor. Yo, por mi parte, propongo la que más justicia puede hacer a los dos hemisferios cerebrales de esa obra única, proponiendo un nexo de simetría intelectual entre ambos, esbozando una transferencia estética posible de uno a otro. El método especular podría denominarse “Pálido fuego” en homenaje a ese maravilloso libro híbrido de Nabokov, novela y poema a la vez, fábula metaficcional que se injerta en los entresijos del poema y finge ser su comentario crítico más certero.
La poesía de Houellebecq expresa como pocas los límites objetivos del género y de la voz subjetiva que lo encarna con patetismo exhibicionista. El yo agoniza impotente, el ego se ahoga a falta de realidad. Si la individualidad significa fracaso, la poesía es el testimonio gráfico, lúcido y embellecido, de ese modo fallido de padecer la indiferencia del mundo. La masturbación, el deseo frustrado, la carne tentadora, el paro ontológico, la soledad congénita, la putrefacción individual y colectiva, tantos temas orbitando en torno del mismo yo exhausto, sin futuro entre los vivos, sin lugar entre los muertos. En este sentido, cabría considerar el traspaso a la novela como una especie de salvación personal.
“Por un lado está la poesía, por otro la vida”, dice Houellebecq. Así se define el método de “supervivencia” expuesto en su libro más antiguo y consumado paso a paso como persecución del engañoso ideal de felicidad inscrito en el programa genético de la vida. Como un imperativo moral, la infelicidad, la tristeza y el sufrimiento son la única garantía de que el poeta no incurrirá en las mentiras del propagandista de los valores conservadores de la especie. El designio polémico cifrado como una contraseña expresiva en todos los poemas consiste en encajar los golpes incesantes de la vida y devolverlos redoblados cada vez que sea posible, sabiendo que el combate es a muerte y está amañado y perdido de antemano. Esto resume también el ideario novelístico de Houellebecq: “Toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas. Meted el dedo en la llaga y apretad bien fuerte”. O bien: “Sed abyectos, seréis auténticos”.
Houellebecq piensa con razón que “la inteligencia no ayuda a escribir buenos poemas”. Al leer esta formidable recopilación persiste la duda de si entre la idiotez endémica de los poetas gregarios y la suprema inteligencia de algunos genios (mis admirados Valéry, Stevens o Pessoa) existiría una categoría inclasificable representada en solitario por Houellebecq, ese molesto infiltrado en el inicuo orden del capitalismo contemporáneo. Es evidente que, gracias a él, ya sea en la novela, la poesía o el ensayo, nos hemos vuelto todos mucho más inteligentes.

martes, 25 de septiembre de 2012

UN PAÍS DE CUENTO DE HADAS


Érase una vez un viejo país ineficiente que dormía la siesta perpetua, víctima de una extraña maldición secular, como la princesa del cuento de hadas. Erase una izquierda revolucionaria que aspiraba a despertarlo de su sopor centenario tras la muerte de su tiránico padre. Érase un malvado servicio de inteligencia militar empeñado en evitar esta acción salvadora por todos los medios. Érase, pues, la obra maestra de la confusión: el caos, la matanza y, finalmente, el éxito del poder a cualquier precio. Así podría resumirse la diabólica trama de esta espléndida novela de Javier Calvo (El jardín colgante, Seix-Barral, 2012) sobre la farsa política de la Transición, los astutos resortes del poder en un tiempo de mutación del régimen estatal y los perversos juegos de rol entre servidores y enemigos del orden establecido, agentes secretos y presuntos terroristas. En esto último, la reversibilidad y manipulación asociadas a cualquier combate político, esta compleja novela parecería asimilar las paradojas metafísicas de Chesterton en El hombre que fue jueves, donde todos los anarquistas son al final agentes encubiertos del orden universal, o su traducción crítica a la realidad de la sociedad del espectáculo por Guy Debord: “la mayor ambición de lo espectacular integrado sigue siendo que los agentes secretos se hagan revolucionarios y que los revolucionarios se hagan agentes secretos”.
El jardín colgante interviene en un momento oportuno de la historia en varios debates a la vez, no tanto para dirimirlos o zanjarlos como para introducir una nota irónica, como solo la ficción narrativa puede hacerlo, en una polémica demasiado viciada por los intereses partidistas, las visiones sectarias y las versiones mediáticas. Me refiero, en primer lugar, al debate sobre el fin de la cultura del consenso sobre la Transición, tan candente en numerosos foros reales y también cibernéticos. Y, en segundo lugar, a la discusión, convergente pero más minoritaria, sobre el círculo vicioso español, ese bucle histórico por el cual, según se dice en la novela, al suprimir el pasado se ha eliminado el futuro, generando una réplica artificial de España. La “Nueva España” transgénica, desconectada de “esa dichosa Historia que nos pesaba como una losa”, como proclama al final uno de los maquiavélicos maquinadores del CESID. Un país concebido por sus conspirativos autores como un “jardín colgante”, usando la hermosa metáfora del título. Un simulacro de nación, envasado al vacío pero no preservado de la corrupción y la podredumbre, como vemos a diario, un país virtual producto de una fabulosa simulación diseñada desde el poder vigente entonces y mantenida durante décadas por sus sucesores en el cargo. De este modo, cobra todo su sentido que la enredada trama concluya en 1978, el año constitucional por excelencia, el año donde la “Nueva España” recibiría el acta de fundación simbólica.
En definitiva, Calvo se atreve a conducir al límite de sus recursos el poder de la ficción, sumergiendo la historia nacional en una red vertiginosa de ficciones inverosímiles y parodias fantásticas, con el fin de revelar la parte de mistificación cultural e ilusionismo ideológico que gravitó sobre ese proyecto político de anulación del futuro y perpetuación de un presente totalmente controlado y previsible. La incisiva visión que El jardín colgante arroja sobre nuestra historia reciente y nuestro presente estancado es devastadora tanto para el papel que la izquierda y la derecha oficiales se arrogaron en el proceso democratizador como para las versiones de España sostenidas aún hoy por el mundo institucional y mediático. En este sentido, sospecho que el ilustre jurado del Premio Biblioteca Breve no era plenamente consciente de que estaba entregando su máximo reconocimiento a una novela tan inteligente como peligrosa. Un artefacto literariamente explosivo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

ALITERATURA


Hubo una vez una época en que la innovación era la ley de la literatura, y también del cine y la pintura y la música. Una época distante, es cierto, pero no remota ni inaccesible. Una época que podemos invocar desde las entrañas conservadoras del mercado para reivindicar sus logros más desafiantes sin dejar de sentir, por momentos, algo de irónica nostalgia. En aquella época de mutaciones incalculables e increíble liberación de energía vital y creativa, sin embargo, subyacía una sospecha, un recelo, una intuición oscura. Una sospecha que procedía del pasado, la catástrofe de la segunda guerra mundial, y un sombrío recelo que apuntaba al futuro en forma de temor e incertidumbre. Una intuición del convulso presente como única dimensión productiva de la experiencia. No en vano, la sensación de que todo se consumía y todo estaba alcanzando su punto de consumación se apoderaba de la conciencia y la sensibilidad de los contemporáneos más perspicaces. La vida ganaba en opacidad al mismo tiempo que se hacía más trivial e intrascendente, multiplicaba el número de sus figuras visibles en el espacio mientras el tiempo perdía su designio lógico y se volvía sinuoso, o se enredaba sobre sí mismo al infinito. No solo el arte daba cuenta de una realidad inexplicable renovando sus formas, también la ciencia dictaba desde detrás del telón sus verdades más desconcertantes. La nueva novela de Robbe-Grillet, Simon, Duras y Butor fue una de las respuestas más contundentes al colapso de la mímesis de una realidad que había estallado en miles de pedazos y se había vuelto irreproducible conforme a los parámetros mentales de la narrativa aristotélica, con una idea cronológica del tiempo que ya no correspondía más que a la tiranía de los relojes pero no a la vivencia subjetiva. La gran Nathalie Sarraute bautizaría la época, en un tratado famoso prologado por Sartre, como la era de la sospecha y Claude Mauriac comenzaría entonces a hablar de aliteratura para referirse a aquella forma literaria que había renunciado a la facilidad de las convenciones y los estereotipos para representar un mundo incomprensible. Comentando la narrativa de Sarraute y de sus colegas más audaces decía Mauriac: “En el caso de la novela moderna se trata de revelar al lector, a medida que se van desarrollando, unas manifestaciones subterráneas cada vez más complejas o cada vez más elementales, pero cada vez más profundamente ocultas”. Sarraute llegaría a definir incluso “una nueva psicología”.
Hoy todos, escritores y lectores, nos situamos mucho más allá de la sospecha y, por esto mismo, puede resultar estimulante remontarse cinco décadas para evocar los problemas estéticos y filosóficos a que se enfrentaba entonces la novela. De ahí la acertada iniciativa de publicar ahora en español esta original obra de 1962 (Composición nº 1; Capitán Swing, trad.: Jules Alqzr, 2012) escrita por Marc Saporta (1923-2009), una figura menor de aquel fascinante paisaje artístico e intelectual que se ha convertido con el paso del tiempo en precursor de la escritura electrónica y el hipertexto y también de las teorías ergódicas que enfatizan la colaboración lúdica del lector en la construcción del artefacto narrativo.
Composición nº 1 se presenta como una seductora caja negra que atesora en su interior un mazo de ciento cincuenta hojas (excluido el prólogo) impresas por una sola cara y sin numerar, con una nota de presentación del autor donde se solicita, con ironía soterrada, la colaboración del lector en la construcción calidoscópica del relato. Mezclando las hojas al azar como cartas de la baraja de una vida cuyo destino final es trágico, componiendo o descomponiendo la cronología de los acontecimientos, alterando la intriga psicológica o difiriendo al máximo el momento fatídico del accidente, el lector alcanza la complicidad total con esta obra abierta en múltiples sentidos, no todos prefigurados por Umberto Eco en su célebre tratado del mismo año.  
Sin embargo, Composición nº 1 no es un artefacto experimental (llamarlo libro sería inadecuado) de un formalismo vacuo, un puro juguete combinatorio, sino una propuesta de deconstrucción alegórica de las vidas y la mentalidad de la burguesía francesa que sucumbió al antisemitismo y la ocupación nazi a través de unos personajes que se reflejan como presencias fugaces, con sus actos, gestos y motivaciones, en el espejo fracturado de la conciencia de un narrador impersonal. No hay excesivo humor ni virtuosismo lúdico en estas páginas, quizá por ello no entusiasmó a los ludópatas del OuLiPo, ni demasiada objetividad visual ni tedio descriptivo, por eso desconcertó, pese al erotismo perverso, al gran Robbe-Grillet. Saporta escribió una novela excéntrica donde, como judío sefardí, escenificaba los traumas de la guerra y el colaboracionismo, el adulterio, la neurosis, el narcisismo femenino, la histeria, la patología artística, el deseo carnal, la violencia masculina, el odio sexual al enemigo, la violación, el dinero, la muerte, etc.
Una vez compuesta la novela, en el orden de lectura que se prefiera, en el fondo es indiferente, se descubre que el choque automovilístico del enigmático protagonista masculino, marido, amante y violador, respectivamente, de las tres mujeres principales de la historia (Marianne, Dagmar y Helga), constituye el detonante y el tensor novelesco de este laberíntico rompecabezas de piezas inconexas de una vida destruida por un cúmulo de decisiones erróneas. ¿Aliteratura? No sé. Literatura en estado puro, más bien, sin aditivos ni conservantes.