[Don Winslow, Los reyes de lo cool, Mondadori, trad.: Óscar Palmer]
Para saber dónde se ubica el escenario del conflicto más estéril de la historia basta consultar Google Earth. Una frontera política de tres mil cuatrocientos kilómetros interpuesta entre los Estados Unidos y México como un cordón sanitario, una membrana permeable al intercambio y la circulación de hombres peligrosos y mercancías ilegales. Para entender por qué allí, precisamente, en esa árida zona del territorio americano, tiene lugar desde 1973, cuando Nixon la declaró por primera vez, la infame “Guerra de la droga”, es necesario leer esta espléndida e irónica novela de Don Winslow sobre la génesis histórica y el turbulento presente de esa “guerra” tan cruenta como tramposa.
Y es que la guerra contra el narcotráfico es solo absurda, como sabe Winslow, cínico observador de la situación, si uno la piensa desde la perspectiva de sus fines públicos, proclamados en todos los medios por políticos y policías, no tanto si se piensa en los beneficios generados para las partes implicadas. Beneficios económicos, desde luego, el dinero puede fluir en abundancia exento de control fiscal, y también beneficios políticos y sociales. El simulacro bélico (la “Guarra de la droga”, en el cáustico apelativo de Winslow) se vende a una población norteamericana, compuesta de numerosos consumidores habituales de estupefacientes, como medio de moralización colectiva y, de paso, como machacona propaganda del eficiente funcionamiento estatal contra toda forma de amenaza externa o interna a la nación.
La trama tarantiniana de Los reyes de lo cool se ambienta en un rincón paradisíaco de esa frontera infernal: Laguna Beach, entre Los Ángeles y San Diego, un enclave privilegiado que condensa los estereotipos de la California más espectacular y turística. Como saben los lectores de Salvajes, su novela anterior, o los espectadores de la vibrante traslación cinematográfica de Oliver Stone, es ahí donde vive un encantador trío de jóvenes, Ben, Chon y O (“Ophelia”), disfrutando a tope del soleado paraje, la juventud, la libertad y la belleza y, además, la fortuna ganada cultivando y vendiendo un fabuloso cannabis afgano (la “Viuda blanca”). El niñato liberal y pacifista, el republicano belicoso y cachas y la rubia pija y aventurera, ocupando cada uno un nicho ideológico, sexual o sentimental diferente para favorecer la fricción personal y la atracción bipolar entre estos protagonistas de un eterno anuncio publicitario sobre el sueño californiano y su inimitable espíritu vital. Sí, ellos tres son los “reyes de lo cool”, así los califica desde el principio Duane, su adversario más viejo y enconado, y lo refrenda al final Dennis, el cómplice agente de la DEA, con admiración no exenta de envidiosa ironía. Eso es lo que son: eximios modelos del estilo (de vida) intrascendente, ocioso y pragmático del siglo veintiuno.
En esta segunda entrega de la serie, Winslow, ingenioso narrador y dialoguista, tiene la brillante idea de recuperar los inicios del singular triángulo haciendo retroceder la moviola del tiempo hasta 2005, cuando todavía el 11-S y las guerras de Irak y Afganistán hacían estragos en la conciencia americana. A su vez, el montaje narrativo alterna el violento recuento de sus vicisitudes para sobrevivir a los resentidos ataques de sus enemigos con certeros flash-backs a 1967, 1976, 1981 y 1991, donde se evoca a ráfagas la culpable historia de sus padres y las diversas drogas que consumían y producían para sufragar su excéntrico modo de vida en un contexto político cada vez más hostil. De ese modo, Winslow logra escribir la crónica clandestina de una América que se salió del eje de la historia y empezó a girar en el voluptuoso vacío de la felicidad instantánea.
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