El «contrato social» representaba idealmente la parte de soberanía que el ciudadano enajena en beneficio del Estado, pero, hoy en día, de lo que se desembaraza para conservar su soberanía es de su propia parte enajenada.
Un poco como en otro tiempo se confiaba la gestión del dinero a los judíos y usureros, así nosotros nos hemos sacado de encima las bajas tareas de gestión y representación transfiriéndolas a una corporación por esto mismo maldita e intocable, que dispone de sus beneficios en forma de «poder».
Decirse servidores del pueblo y de la nación no les parece acertado. Tienen a su cargo, en efecto, una función servil, tradicionalmente servil: la de administrar las cosas. ¡Dios los proteja y cuide de ellos!
Este descrédito resurge en el proceso ininterrumpido que se ha iniciado contra la clase política, en esa incesante moción de censura a la que esta clase no puede responder; desaprobación que suena como invitación al suicidio, único acto político digno de este nombre.
Soñamos con ver a la clase política dimitiendo en bloque, porque soñamos con ver lo que sería de un cuerpo social sin superestructura política (como soñamos con ver lo que sería de un mundo sin representación): formidable alivio, formidable catarsis colectiva.
En cada juicio, en cada cuestionamiento público de un político o un hombre de Estado, resurge esa exigencia milenarista -siempre defraudada, claro- de un poder que se pronuncie contra sí mismo, que se desenmascare a sí mismo, dando paso a una situación radical, inesperada –desesperada, sin duda-, pero de donde sería barrido el campo inextricable de la corrupción mental.
Sin embargo, ese arte de desaparecer, esa disposición al desdibujamiento y a la muerte –que es propiamente la soberanía-, han sido olvidados por los políticos hace mucho tiempo (en ocasiones, ellos son recordados por el sacrificio involuntario de sus vidas). Su único objetivo sigue siendo la reconducción de su clase y sus privilegios (?), con nuestra total complicidad, hay que decirlo, justificada en el hecho de que son el instrumento perverso de nuestra soberanía.
Aguardamos siempre del político una confesión de su inutilidad, de su duplicidad, de su corrupción. Esperamos siempre una desmitificación final de sus discursos y de sus costumbres. Pero, ¿la soportaríamos? Porque el político es nuestra máscara, y si la arrancamos corremos el riesgo de encontrarnos con una responsabilidad en crudo, la misma de la que nos hemos despojado para su beneficio.
Felizmente, [al ciudadano] le quedan el espectáculo y su disfrute irónico. Pues nosotros, políticamente confinados, y al no poder ser sus actores, primero que nada debemos ofrecernos lo político como espectáculo. Según Rivarol, ya ocurría así con la Revolución: el pueblo quería hacerla, por supuesto, pero ante todo quería asistir al espectáculo que daba.
También es, por lo tanto, una ingenuidad dolerse de los pueblos condenados a la «sociedad del espectáculo». Están alienados, sin duda, pero su servidumbre es de doble filo. Y ahí, en esa conjunción de indiferencia y goce espectacular de lo político, hay una forma maliciosa de revancha.
Jean Baudrillard
(“¿Por quién doblan las campanas de lo político?”, en El pacto de lucidez o la inteligencia del Mal, Amorrortu editores, trad.: Irene Agoff, Buenos Aires, 2008 (2004), pp. 164-165 y 167-168.)
Ilustraciones: Carlos Aires
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