domingo, 19 de diciembre de 2010

DON DELILLO (2): EL LIBRO AMERICANO DE LOS MUERTOS (VIVIENTES)


En uno de los momentos más hilarantes de esta novela cómica y melancólica[i] al mismo tiempo, el narrador y protagonista, Jack Gladney, y su colega universitario Murray Siskind, gurú académico de la cultura popular y la televisión, deciden visitar una atracción turística denominada “EL ESTABLO MÁS FOTOGRAFIADO DE AMÉRICA”. Emplazado en el corazón del corazón de la América rural cuyo único atributo singular es el que su leyenda señala: su increíble capacidad para atraer a lo largo de los años a multitudes de turistas que se detienen solo un momento frente al célebre establo guiados exclusivamente por la intención de tomar una instantánea que se sume a las miles de instantáneas anteriores en que funda su dudoso prestigio. Durante unos minutos, Jack y Murray, desde una posición de incrédula distancia hacia el fenómeno, se dedican a observar a los demás turistas mientras toman sus fotografías (“Están tomando fotos de gente tomando fotos”, comenta Murray, denunciando el efecto bucle de la situación) y a discutir como dos filósofos sobre la naturaleza paradójica de la realidad: ¿Es posible ver el establo real? ¿Existe siquiera algo así? ¿Cómo era el establo antes de ser fotografiado por primera vez? ¿No es el consenso colectivo el que contribuye caprichosamente al aura peculiar de cualquier objeto? Y, la cuestión quizá más trascendental de todas, ¿cuál es finalmente nuestro papel en esta comedia? ¿No formamos parte de todo esto al estar aquí, ahora, como simples observadores?

La breve anécdota filosófica asalta al lector de Ruido de fondo recién comenzada la lectura, como si DeLillo en su octava novela hubiera querido marcar una pauta desde el principio, estableciendo una perspectiva insólita sobre la América contemporánea: la América del capitalismo cotidiano, el capitalismo que impregna con sus maquinaciones las estructuras mentales, vitales y lingüísticas de sus habitantes, y su modelo de vida transnacional; una América escrutada con la misma agudeza y perplejidad con que Jack y Murray se enfrentan a la presencia real o mediatizada del establo sin la intención de fotografiarlo (rasgo que delata la perspicacia narrativa de DeLillo: sus personajes no podrían imitar a los otros visitantes y resolver así el bucle ontológico en que están sumidos sin desacreditar el alcance de su reflexión y, de paso, arrojar la sospecha sobre su autor, ¿pues no es el auténtico dilema del intelectual o el escritor postmoderno, como señalara Barthes en otro contexto, el de no poder aceptar ni tampoco rechazar el mundo, sino verse obligado a deslizarse indefinidamente por el filo de esa actitud esquizofrénica?).

En todo caso, esta secuencia antológica es también una perfecta alegoría de la mutación cultural producida en la sociedad postmoderna, lo que llamaríamos, empleando un patrón de economía política, la suplantación del “valor de uso” por el “valor de cambio”, y la traslación de este modelo dominante a todas las esferas de la experiencia humana. El valor es así producto del intercambio y la circulación, y no factor determinante de estos procesos, produciendo a su vez una perversa reinscripción del concepto de “aura” en los cálculos y escenarios del capitalismo multinacional y la sociedad de consumo.

Todos los motivos habituales de las anteriores novelas de DeLillo (la cultura comercial, la televisión omnipresente, la catástrofe ecológica, el terrorismo integrado como aberración aparente del sistema y teatro espontáneo de la crueldad, , la fatalidad tecnológica, los supermercados y centros comerciales como recintos y formas de culto religioso, liturgias sociales de nuestro tiempo, modos de relación y participación en fenómenos de raigambre colectiva, las determinaciones privadas del sistema económico y comercial, la ansiedad y vulnerabilidad de los personajes extraviados en una realidad sobre la que han perdido el control, etc.) se entrecruzan en Ruido de fondo para ser conducidos hasta sus últimas consecuencias narrativas e intelectuales, como en un carnaval cíclico, o un bucle de cierre imposible, como analizara Tom LeClair. No es casual, en este sentido, que DeLillo escribiera Ruido de fondo tras su reencuentro con la América de los ochenta, dominada por la publicidad, el consumo y la televisión, después de una estancia de varios años en el extranjero, cuyo producto más notable fue la novela Los nombres (1982), quizá la consumación narrativa de la primera manera de DeLillo. Por esto Ruido de fondo se podría considerar como un nuevo comienzo en su carrera, en otro nivel programático, una redefinición del designio y el alcance de su escritura y a la vez su mayor logro.

Esta ficción suprema se organiza, pues, como una conspiración novelesca contra la idea misma de lo natural, de lo auténtico o genuino, uno de los mitos fundacionales de la cultura americana (y no solo de ella, el dispositivo de enraizamiento es común a todas las culturas); contra la idolatría de tomar por reales los sistemas simbólicos, la tendencia humana a naturalizarlo o neutralizarlo todo en fosilizados sistemas de valores, desde la violencia de los procesos biológicos y sociales o la artificialidad de los sistemas de organización de la vida hasta el significado y el desgarro de la cultura. Y sobre todo esta confabulación narrativa se insurge, como en Burroughs o Pynchon, contra la idea de realidad difundida desde el poder. En el fondo, la gran pregunta que DeLillo se atreve a plantear sería esta: ¿Corresponden nuestro pensamiento y comportamiento y nuestras ficciones a todo lo que conocemos y podemos conocer del mundo contemporáneo? Dicho de otro modo: ¿no sería la ficción concebida en su máxima expresión estética, a pesar del mercado y la industria cultural, el único medio de pensamiento que le queda a quien pretenda no ya solo entender sino intervenir en los caóticos procesos del mundo postmoderno?

Es lógico, en este sentido, que los adultos de la novela (el matrimonio Gladney, singularmente; Babette y Jack) se muestren, de un modo angustioso y desesperado, obsesionados con la muerte (¿cuál de los esposos morirá antes?, ¿serán capaces de sobrevivir a la muerte del otro?, ¿de soportar la soledad, la ausencia?, etc.) como secuela patológica de su incomprensión del mundo donde habitan. La pauta de la primera parte de la novela la marcaría así la pregunta recurrente: “¿Cuál de los dos morirá primero?”. No nos engañemos sobre esto: la muerte es el obsceno secreto del capitalismo, la extinción y la entropía como producto final de su descomunal proceso de destrucción. La fecha de caducidad que afecta a las mercancías y a los consumidores por igual. La muerte, pues, como obsesión objetiva y no solo subjetiva, reverso lógico y tenebroso de la sociedad de consumo, las tecnologías del control y la información y el brillante modo de vida americano, ocupa el núcleo del dispositivo ficcional como su persistente “ruido de fondo”. DeLillo estuvo tentado de titular esta novela El libro americano de los muertos, por las múltiples resonancias del motivo en su textura, pero no se atrevió finalmente y encubrió la mención tras una metáfora falsamente técnica, como si el parentesco de muerte y tecnología no fuera ya suficientemente inquietante en sí mismo.

No obstante, DeLillo no se limita a constatar lo más obvio sobre esta perversa alianza forjada a la sombra gravitacional del sistema, sino que aporta ironía sarcástica a la conexión entre tecnología y muerte señalando, como ya hicieran Dick en Ubik o Pynchon en Vineland, que ni siquiera la muerte física constituye una frontera o un límite infranqueables para las estrategias de explotación del capitalismo en cualquiera de sus metamorfosis. En este mismo sentido, una de las fulgurantes especulaciones del narrador refiere la posibilidad de que los muertos vivan en un enclave transmundano desde el que se comunicarían con los vivos a través de los aparatos tecnológicos pertenecientes al sistema. Si con lo sublime, como escribiera Lyotard, “la cuestión de la muerte entra en la cuestión estética”, con la muerte entendida como una conspiración sistémica lo sublime entraría de pleno en esta novela desublimada: “Toda conspiración tiende a seguir un camino que conduce a la muerte…Conspiraciones políticas, conspiraciones terroristas, conspiraciones de amantes, conspiraciones narrativas…Cada vez que intervenimos en una conspiración nos aproximamos a la muerte”. En este pasaje, proferido por el narrador ante una audiencia atónita, estaría ya enunciada la idea germinal de Libra, la novela conspiranoica por excelencia. “¿Es cierto eso? ¿Por qué lo dije? ¿Qué significa?”.

Mientras tanto, los niños de la novela (los hijos respectivos de los diversos matrimonios de los Gladney), ajenos todavía a las conspiraciones de la finitud, se deslizan por la radiante superficie de las pantallas encendidas, los escaparates rebosantes, las marcas deseadas y las múltiples informaciones que los bombardean a diario con una agilidad mental digna de seres mutantes, adaptados a las nuevas condiciones sociales de vida. En este sentido, DeLillo canaliza la perplejidad del adulto ante este fenómeno corriente en la vida del capitalismo de mercado a través de la figura del narrador, que como padre moderno espía con interés las murmuraciones oníricas de su hija para descubrir que lo que toma por un mensaje oracular sobre su situación catastrófica (“parte de un hechizo real o un cántico de éxtasis”) es una simple réplica de los mecanismos de la publicidad y su capacidad de infiltración y colonización del inconsciente: “Toyota Celica”, rumia en sueños la niña angelical. Pero Jack, extendiendo y hasta cierto punto parodiando algunas de las reflexiones metalingüísticas de la novela anterior del autor (Los nombres), atribuirá a esta experiencia un sentido espiritual o místico, una “trascendencia espléndida” (como sucederá más tarde con la serenidad extática que cierra la novela anunciando en el supermercado la muerte diferida del narrador, o, algo antes, el milagro de la supervivencia del hijo pequeño cuando atraviesa montado en su triciclo una autopista atestada de coches).

La infantilización general de usuarios y consumidores, el cultivo de la estupidez y la banalidad como sustitutos ideológicos, es una condición imprescindible para el perfecto funcionamiento del sistema, como entiende Murray Siskind al recomendar a sus estudiantes que la única forma de dar sentido al mundo capitalista (y a su gran servidor electrónico, la televisión) consiste en “aprender a mirar como niños otra vez”. No deja de ser irónico, en este sentido, que DeLillo consiga exponer con perspicacia las bases psíquicas de la revolución cognitiva en curso (el reduccionismo vital por el cual el consumidor se pone en manos de la publicidad, las promociones o, simplemente, el gusto mayoritario para orientar su elección y, al mismo tiempo, seguir considerándola “suya”, personal) ejerciendo de ventrílocuo del hijo superdotado de los Gladney, Heinrich, altivo portavoz de las tendencias sociales menos predecibles: “¿Quién sabe lo que quiero hacer? ¿Quién sabe qué quiere hacer nadie? ¿Cómo puede uno estar seguro acerca de algo así? ¿Acaso no se trata todo de una cuestión de química cerebral?”.

Ruido de fondo es una novela absolutamente centrada en el espacio doméstico, una novela si se quiere “doméstica”, consagrada a registrar en detalle, como analiza John Frow, los episodios y avatares de la vida secreta de una casa como si se tratara de una sit-com protagonizada también por los objetos. Por esta razón es una novela sobre el cerebro, una encefalografía de la vida mental americana observada a domicilio en una fase especialmente crítica de su evolución, en plena mutación terminal. Ninguna otra novela que yo conozca ha plasmado con tal derroche de medios el bucle lacaniano que, según Zizek, define a los “humanos”: “”Nos convertimos en humanos cuando quedamos atrapados en una curva cerrada, autopropulsada, que repite siempre el mismo gesto y encuentra satisfacción al hacerlo”. Era inevitable, por tanto, que el mueble anómalo de la televisión horadara en permanencia con sus emisiones y zumbidos fantasmales el espacio vedado de esa morada humana, demasiado humana. Como insiste Frow: “La televisión trata de todo. Es sobre lo ordinario, lo banal, información para vivir nuestras vidas. Rara vez es la voz del apocalipsis”. Excepto en Ruido de fondo, por supuesto, donde ocurre a diario, en directo y en diferido. De ahí el pasmo de los personajes ante el televisor: habrían descubierto de pronto la idea más bien patafísica de que transformarse en imágenes es posiblemente el medio más eficaz de vencer a la muerte, en una revisión tecnológica del concepto paulino de resurrección (“No todos moriremos pero todos seremos transfigurados”).

Y, en relación con todo esto, la sombra del fascismo o, más bien, el nazismo subyacente, la convergencia inevitable de las democracias liberales hacia las formas totalitarias y tecnocráticas de los estados autoritarios. Jack Gladney, el narrador, es uno de los grandes expertos americanos en un campo donde casi nadie le disputa la competencia: los “Estudios Hitlerianos”. Mediante este sarcasmo dirigido a la falsa neutralidad académica y a la indiferencia moral y desmemoria contemporáneas (la amnesia colectiva y la pérdida general del sentido histórico), la inteligencia narrativa de DeLillo logra penetrar en uno de los estratos psicológicos más recónditos del sacralizado bienestar capitalista, su agujero negro, si se quiere: cómo el miedo a la muerte individual fuerza a los sujetos, no solo a consumir más, sino a desear fundirse o confundirse en una masa estratégicamente controlada por el más puro instinto de muerte (según mostrara también William Gass en su tragicómica novela The Tunnel). Una de las razones que mueven a Jack a fundar esta siniestra especialidad es, sin duda, un modo simbólico de expresar nostalgia por la historia en el sentido fuerte del término, una forma de convocar los fantasmas traumáticos del pasado con objeto de reavivar un presente en apariencia históricamente desarticulado o muerto, expandiendo el modelo espectral de relación con el tiempo y la historia al que DeLillo ya había consagrado la novela Fascinación, donde la enrevesada trama se centraba en torno de un fraudulento simulacro fílmico que contendría las experiencias terminales de Hitler en el Bunker de Berlín. No obstante, el sentido más poderoso que cabe atribuirle a esta broma infinita de DeLillo contra la academia americana consiste en establecer una conexión insólita, un cortocircuito neuronal entre la Alemania nazi y la América de Reagan (y ahora Bush y las secuelas de Bush), con su orgía consumista totalmente desculpabilizada y su militarización imperialista. Pero también, como señala Peter Boxall, la conversión de Hitler en mercancía con alto valor de cambio en el mundo universitario en equivalencia con los estudios culturales de Elvis, o cualquier otro fenómeno pop estudiado por Murray y sus colegas de departamento, es una forma de establecer, más allá de sus diferencias evidentes, un bucle de retroalimentación socioeconómico, cultural y político entre ambos períodos.

A su modo ambiguo, quizá esta novela paradigmática sea la respuesta de DeLillo, precisamente, a la propuesta de Fredric Jameson sobre la más profunda vocación de la obra de arte en la sociedad de consumo: “no ser una mercancía, no ser consumible, ser desagradable como mercancía”.


[Extracto del ensayo homónimo incluido en Mímesis y simulacro. Estudios literarios (del Marqués de Sade a David Foster Wallace), que se publicará en enero próximo. ]


[i] Don DeLillo, Ruido de fondo (1985), trad.: Gian Castelli, Circe, 1994, y Seix-Barral, 2006.

3 comentarios:

cgamez dijo...

Una de mis novelas favoritas. Quedé maravillado. Era la primera vez que leía una novela que sintetizaba la vida cotidiana del hombre bajo el influjo de la Big Science (grandes instalaciones científicas, bombardeo mediático, vulgarización sin contrastar), con sus miedos y su vulnerabilidad. Supongo que la leí desde la mirada de mi propia formación. Ahora me he maravillado aún más con este análisis. Cuenta con un lector más para ese ensayo que se promete publicado en enero.

Un saludo.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Gracias,Carlos por tu inteligente comentario. Muy acertada tu lectura. Te recomiendo muy en especial, dada tu esfera de intereses, Ratner´s Star. La ciencia dura y la ciencia ficción seria y la aún más seria ficción delilliana escenifican una orgía inconmensurable, nunca mejor dicho, no exenta de comicidad. No te la pierdas. Lamentable que nadie piense en traducirla, hoy que se traduce cualquier nadería...

Un abrazo,
JF

Fernando Vazquez dijo...

De acuerdo en todo lo que dices. Está bien cuando alguien pone palabras a las ideas que se disparan cuando lees a DeLillo. Quizás me faltó algún comentario sobre la tercera parte: Dylarama, más específicamente sobre los efectos que la droga produce y que me parece una imagen muy potente, que se enlaza con la escena del aterrizaje/muerte forsoza, o con el comentario de Murray acerca de que en Oriente la gente muere y en Occidente, nosotros compramos.
En cualquier caso, recién estoy empezando en el mundo DeLillo. Me acabo de leer Ruido de fondo (me gusta más Ruido blanco) y ahora voy por el primer tercio de Submundo. Lúcido y apasionante como el tipo capta lo que es el mundo en el que vivimos (básicamente el mundo que nació después de la II Guerra), cómo lo vivimos y cómo nos inducen a vivirlo.
Un abrazo y a partir de ahora cuenta con un lector más (y además, agradecido) para tu blog