Hay lectores que todavía objetan a la presencia del cine en la narración literaria. Para quienes, en cambio, han asumido que el cine más que un arte o una cultura es ya un modo ineludible de abordar la realidad y de abordar, en especial, las equívocas relaciones del cerebro con la realidad, esta magnífica e intensa novela[i] de DeLillo será una grata confirmación de sus ideas. Conocemos la velocidad con que el cerebro procesa las imágenes de la realidad. A esos veinticuatro fotogramas por segundo, que para Godard son la más justa imagen de la verdad, debemos todos nuestros errores, espejismos y vanas ilusiones.
No es extraño, por tanto, que DeLillo concibiese su nueva novela tras ver en el MOMA la instalación "Psicosis 24 horas" de Douglas Gordon. En ella, la duración de la famosa película de Hitchcock se dilata hasta coincidir con la de un día completo, de modo que los movimientos, las acciones y los gestos se reducen a cero, mutando el tiempo de la truculenta trama en "tiempo subliminal". En la novela se dan cita, pues, dos películas clásicas bien distintas: una, la más efectista y chocante (Psicosis), aparece deformada a través de algunos fotogramas de proyección expandida; la otra, más desconcertante y elíptica (La aventura de Antonioni), permanece invisible como tal y sólo se filtra en la historia de modo subliminal. Inspirándose en la estrategia estética de Gordon, DeLillo logra incorporar el cine a su dispositivo narrativo haciendo que la fórmula comercial de explotar el sensacionalismo criminal derivado de Hitchcock se neutralice imponiendo los tiempos muertos y los espacios vacíos de Antonioni (enfatizando así, como en Zabriskie Point, la revelación del desierto como reloj mineral, cronología de piedra, tiempo cero o lugar de muerte universal). Lo fundamental de este acoplamiento fílmico, en cualquier caso, es el modo en que la intersección de ambas cintas resuelve la trama novelesca, hecha por igual de psicopatología de la vida cotidiana y metafísica del absurdo existencial.
La historia parece simple: un profesor emérito (Richard Elster) que ha participado como asesor del Pentágono durante la reciente guerra de Irak recibe en su cabaña del desierto, donde vive retirado una parte del año, a un joven cineasta (Jim Finley) que pretende hacer un documental sobre él en que reconozca la impostura y las mentiras de la guerra. Durante esa visita aparece la hija del profesor (Jessie), una criatura frágil y liviana que vive un coqueteo igualmente frágil y liviano con Finley y acaba desapareciendo misteriosamente, sumiendo a los dos personajes masculinos en la desolación y la perplejidad.
La estructura, sin embargo, es compleja: un prólogo y un epílogo (“Anonimato 1” y “Anonimato 2”) focalizados en el presunto secuestrador o asesino de la hija durante su visita al MOMA para ver la exposición sobre Psicosis en la que descubrirá finalmente, a través del mediador Norman Bates, su verdadera identidad patológica, ligada, como siempre, a la dependencia materna. Entre ambos, cuatro capítulos, de una intensidad estilística incomparable, consagrados a las relaciones entre el viejo profesor y el joven documentalista, su convivencia esquiva, sus charlas luminosas, sus vivencias y visiones del entorno desértico, y el interludio de la breve visita de Jessie, que marca, con su brusca desaparición, un punto de fuga narrativo.
Con este diseño, DeLillo vuelve a demostrar, como en Body Art, sus grandes dotes de compositor novelístico. No obstante, el detalle que remata la composición coreográfica de esta pieza de cámara, nunca mejor dicho, es la coincidencia, en un momento u otro, del cuarteto de personajes en la sala donde “Psicosis” se proyecta ralentizada, y cómo la mirada depredadora del supuesto asesino los atrapa a todos, a los dos hombres (en el prólogo) y a la mujer (en el epílogo), como la cámara criminal y cómplice de la película.
El gran logro narrativo de esta alegoría sobre el tiempo y el poder destrucción del tiempo radica, sobre todo, en haber colocado en la médula de su narrativa a la muerte y el anhelo de extinción que acomete a cualquier sistema, vivo o artificial, cuando alcanza el punto límite, el grado exacto de saturación que lo colapsa (de ahí el filosófico título, tomado de Teilhard de Chardin)). En este sentido, como uno de esos troncos milenarios en que cada anillo encierra el secreto de crecimiento y decadencia de una era, esta extraordinaria novela acierta a condensar en torno a una anécdota de apariencia esquemática los diferentes tiempos en que la vida se implica: el tiempo cósmico, el geológico, el biológico, el histórico, el cultural y el individual. Y todas esas cronologías concéntricas convergen en la desaparición y probable muerte de una inocente.
En esta intensa y deslumbrante fábula moral sobre los límites de la seguridad, obsesión máxima del poder en nuestro tiempo, encarnada en ese padre incapaz de proteger a su hija de los peligros que la acechan en el mundo, consuma DeLillo no sólo una venganza simbólica contra quienes planificaron la desastrosa guerra de Irak apelando al destino histórico americano, sino una reflexión definitiva sobre el estado de cosas mental y real, las patologías públicas y privadas de un país sumido, como consecuencia de sus errores políticos y de sus creencias fundacionales, en una crisis devastadora.
[i] Don DeLillo, Punto omega, trad.: Ramón Buenaventura, Seix-Barral, 2010.
2 comentarios:
Magnífico comentario, Juan. Acabo de leer Punto Omega y coincido. El tiempo, o "los tiempos", es el tema fundamental. Permíteme un poco de biografismo barato: ¿será porque DeLillo tiene ya setenta y tantos?
No sé, Mario, esa reflexión sobre la caducidad, si no me falla la memoria, ya estaba en sus primeras novelas, y, desde luego, es el tema dominante de Ruido de fondo, cuando apenas llegaba a los cincuenta, la fecha de caducidad como marca común de las personas y las mercancías. En Punto Omega se expande, de modo más conceptual o filosófico, para abarcar tiempos extra o inhumanos, desde luego, pero también culturales o de civilización. Está claro que es difícil ir más lejos en ese sentido...
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