lunes, 13 de abril de 2009

BECKETT Y LA LANGOSTA

[Hoy Samuel Beckett cumpliría 103 años. Parece una paradoja, pero en la era del email, Facebook, My Space, YouTube y demás artilugios para mitigar la soledad, la mediocridad o el tedio, está más vigente que nunca. Hoy nadie sabe estar solo, en el más vasto sentido de la expresión, por eso la voz de Beckett, tan humana en su desarraigo como en su desgarro, suena alienígena como pocas. El mercado (a pesar de contar con un buen editor) le fue ajeno, la fama (no el prestigio) le fue ajena, los premios (comerciales) le fueron ajenos, los lectores (a pesar de contar con los mejores del mundo) le fueron ajenos. Hasta la muerte, una vez, en las calles de París, le fue ajena. Así es Beckett. Lejano, ajeno, genial. Como la queja de Job. Eso sí, un Job descreído o ateo que también fuera Dios y supiera verse desde fuera y desde dentro a la vez, creador y criatura, como supo entender con acierto mi amigo Guy Scarpetta, uno de sus mejores analistas, a quien dedico con afecto este texto de homenaje a uno de los grandes maestros de la literatura con mayúsculas que nos dio el siglo pasado. No sé si sus libros son fáciles de encontrar en las librerías actuales, quizá no. Ya digo que la época le sería aún más ajena y lejana que la suya propia. Ella se lo pierde. Beckett era enemigo de toda masificación. De todo gregarismo. Y defensor a ultranza, a pesar de su imposibilidad manifiesta, del principio de individuación (“esta noche parece que todo marcha bien, estoy en mis brazos, me tengo en mis brazos, sin mucha ternura, pero fielmente, fielmente”, Textos para nada). Si la tribu triunfa de nuevo, como se anuncia en todas partes, que sea la música verbal de Beckett la que suene en mis oídos antes del exterminio. Eso quiero. Eso al menos me llevaré a donde, por desgracia, ya no podría servirme de mucho. De nada, diría yo. Y ahí está toda la gracia. De Beckett y del mundo, por supuesto…]


“Lo que Beckett revela no es la artificialidad de las convenciones literarias, sino la del mundo mismo”.

Guy Scarpetta


Por desgracia, la visión del mundo de Beckett es cierta. La vida es eso. La vida es nada más que eso. He ahí el problema. O, más bien, el fin de todos los problemas. O el principio, con Beckett no es fácil diferenciarlos. Principios, finales, la vida se compone sólo de ellos. No hay, en suma, otro problema que ése. Si la vida es eso, o si la vida es eso sólo, el arte sólo puede ser eso, sea lo que sea. No puede ser otra cosa distinta. Sólo eso. El arte, la literatura, sobre todo. «Una apoteosis de la soledad». Nacimiento y muerte en los extremos, tiempo y soledad en medio. Silencio y solipsismo alrededor. «Es el fin…No hay nada que decir». Fin de partida, una muestra paradigmática de esta literatura del agotamiento y la extenuación, comienza así, como si nada: «Terminado, está terminado, casi terminado, debe estar casi terminado».

Sin embargo, todo vuelve al principio, todo sigue o prosigue, como en la línea terminal de El innombrable (“no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, voy a seguir”), con la secreta aspiración de que esta vez sea, sí, la última. Una vez más, como un circo extenuado, los actores repiten los mismos gestos, las mismas palabras, o los evocan por medios tecnológicos cada vez más sofisticados, como en La última cinta de Krapp, con el fin de dar algo de sentido a esas vidas desperdiciadas al verbalizarlas en monólogos obsesivos o diálogos estancos, como en Esperando a Godot, Watt, Molloy, Malone muere y Como es. Un medio lingüístico, en suma, de ahondar el sinsentido ya conocido y experimentado, como un malestar primero y luego una angustia indescifrable e insignificante. Un modo ritual de distraer la espera o diferir el final, conjurando el principio, la necesidad del comienzo interminable: “El tiempo de aspirar este vacío. Conocer la felicidad” (Mal visto mal dicho). Heridas parlantes, úlceras verbales, rozaduras o excoriaciones del lenguaje de los humanos, mónadas inexpresivas o mudas, cuerpos inactivos, inertes, enterrados (como en Días felices), reducidos a esto, sí, en este estado en cierto modo póstumo se presentan y representan ante el público las voces y los cuerpos de los personajes en el teatro o las narraciones de Beckett.


Por eso quizá le fascinaban tanto Proust y Joyce, verbosos y logomáquicos pero carnales hasta la médula, dotados con una propensión libidinal hacia la realidad del mundo. Por eso, más tarde, hallaría en el soltero Kafka a un aliado artístico de la austeridad y el celibato estético con quien neutralizar la irresistible atracción que la escritura exuberante de esos dos modernos precursores ejercía sobre él. En esta influencia devastadora radicaría la diferencia interna entre el espíritu que alienta las obras anteriores a la guerra y las obras posteriores, en francés o en inglés. Obras como El despoblador o la Trilogía, de nuevo, se cargan de un valor abstracto y alegórico que alcanza su cenit en Como es: la troceada narración de un nadador sin brazos ni piernas que surca un océano de cieno al encuentro de otro ser irreconocible llamado Pim con el que mantiene, ha mantenido o mantendrá unas aún más extrañas relaciones íntimas. Compañía, su obra maestra tardía, expresa la desesperación cifrada en el acto elemental, con o sin palabras, de poner a otro enfrente de uno. El malentendido básico en que se fundan el amor o la amistad. En este caso, la multiplicación de las personas gramaticales y las voces narrativas no logra alterar el soliloquio del yo impenetrable e incomunicado: “El cuento de otro contigo en la oscuridad. El cuento de alguien contando contigo un cuento en la oscuridad. Y cuánto mejor, a fin de cuentas, las penas perdidas y el silencio. Y tú, como siempre has estado. Solo”.

Así, quizá, pueda entenderse también el designio filosófico de Film, su excéntrica incursión cinematográfica: el ojo cartesiano que abre y cierra la película, el párpado arrugado y el parche en el ojo de Buster Keaton, los espejos tapados, la supresión de la mirada animal, la destrucción de las fotografías familiares, la abolición de la imagen divina o la desolada desnudez del rostro “infilmable” de la decrépita estrella del cine mudo. Y es que el mal, corrigiendo a Godard, está en la palabra y antes de la palabra y después de la palabra. “El ojo regresará al lugar de sus traiciones”, se dice en algún momento del relato Mal visto mal dicho (“¿Qué hacer con el ojo sometido a ese régimen?”). En el mundo de Beckett, en efecto, todo es “mal visto”, todo está “mal dicho”. El error es dominante, la necedad ubicua, la comunicación inexistente, la comunidad imaginaria. De ahí su humor inevitable, sardónico en ocasiones, hilarante en otras. Así Primer amor, una cáustica parodia de la ilusión sentimental, la ideología de la pareja y la posibilidad del amor o la convivencia a dos (el cínico Diógenes habría “muerto” de risa leyéndola, como buen onanista, con una sola mano).

Por esto mismo Beckett se sentía tan fascinado también por Dante y su representación carcelaria del infierno (el cilindro punitivo de El despoblador), los vastos círculos repletos de seres deformes y condenados, modelos humanos antiheroicos, criaturas fallidas, abortos ontológicos, como los de todas sus obras. Belacqua, en especial, un fabricante de laúdes cuya pereza proverbial le había merecido una estancia poética en el Purgatorio, fue su favorito entre todos los réprobos de la Commedia. Con ese nombre sonoro, Beckett bautizó al protagonista de su primera novela escrita (Dream of Fair to Middling Women, sólo publicada póstumamente) y de su primera y más festiva serie de relatos (More Pricks than Kicks, mal traducida en español como Belacqua en Dublín). La divisa contemplativa del indolente laudista, compartida por Beckett, era: «Sentada y descansando, el alma se hace sabia». En “Dante y la langosta”, el relato inicial de la serie, Dante sirve a Belacqua sólo como pretexto pedante para que el crustáceo citado en el título, como jugosa promesa de una eucaristía profana, y un ambiguo verso de la Commedia referido al sentimiento de la piedad cristiana terminen compartiendo algún atributo equívoco y uno o dos chistes fáciles en varios idiomas occidentales.

«En el principio, fue el retruécano», se proclama como regla en Murphy, su novela más cómica, una radiografía anímica jubilosa del artista “adoleciente” en una mecedora transfigurada, con sus oscilaciones de humor y desesperación, en mueble filosófico por excelencia. En el principio de todo, pues, sólo un chiste o un calambur evangélico. Toda la historia de la iglesia católica basada en un simple juego de palabras. Toda la historia, con sus cursos y recursos infinitos. Una broma vulgar, como la existencia misma. Ya Jesucristo, según el blasfemo Belacqua, alter ego del autor, era un “play-boy” reprimido y un incorregible manipulador de palabras. Como el propio Beckett, por cierto, masturbador habitual, protestante paradójico y gnóstico practicante. «Todo esto parece encajar, pero no hablemos más de ello», concluiría otro de los descarnados narradores concebidos a su imagen y semejanza.

“Deja, iba a decir deja todo esto. Qué importa quién hable, alguien ha dicho qué importa quién hable” (Textos para nada).

Después de Beckett, todo es posible en literatura. Incluso el silencio.

2 comentarios:

Vicente Luis Mora dijo...

Conforme pasa el tiempo, creo que lo más relevante que nos va a dejar el XX es Beckett. Más que Joyce; seguramente porque su arte tiene más que ver con la vida, como bien apuntas en tu texto, JF. Es inagotable. Cuando te cansas de dar vueltas a sus novelas (rara vez), te quedan sus cuentos, y si acaso te saturas de genialidad, tras treinta lecturas, aún queda su poesía, para redondear por arriba el corpus. Absolutamente impresionante. Para poder colgar este comentario, el sistema de blogger me pide que escriba la palabra "sorpoch", de estirpe indudablemente beckettiana. Saludos, JF.

Anónimo dijo...

Súper interesante. Gracias.