Qué
gran espectáculo. El mundo entero, las múltiples televisiones y los millones de
espectadores, reunidos en torno al cadáver del Papa Francisco, muerto en la
madrugada del día siguiente al Domingo de Resurrección, y nadie capta la
ironía. Y, para más inri, la asamblea de mandatarios mundiales en el funeral vaticano.
Decía Gracián, gurú de jesuitas y de príncipes, que la inteligencia es
ambidiestra y discurre en dos direcciones a la vez, como el Espíritu Santo. Viendo
el sábado a esos líderes pavoneándose ante el ataúd del Papa, pienso en muchas
ideas contradictorias. Algunas tienen que ver con el poder espiritual y
simbólico de la Iglesia católica sostenido en la historia, como la maravillosa Basílica
de San Pedro. Otras, en cambio, se refieren al poder omnímodo de los que
construyen el infierno a diario en todas partes y colaboran en la destrucción sistemática
del planeta.
El Papa
Francisco, hermano de los marginados y excluidos, no lo tuvo fácil en un mundo
donde la mayoría doméstica de sus fieles idolatraba la riqueza y el poder, el consumo
y la fama. El mundo actual es sordo, dijo una vez denunciando esa tara moral, y
sórdido, añado. Echaremos en falta su figura polémica ahora que el grotesco Trump
amenaza con coronarse rey del inmundo global. Regresamos al maniqueísmo medieval
de la luz y la oscuridad, la guerra del Imperio y el Papado. El fracaso de la
Iglesia, fiel al imperativo evangélico, fue renunciar a cambiar el mundo,
conformándose con tratar de aliviar sus males. Y esa fue también su grandeza
para muchos creyentes, la promesa de una esperanza de bondad infinita, siempre
diferida. Tras el cónclave se despejarán algunas incertidumbres, sin duda, pero
creer que el mundo será mejor tras la elección de un Papa diferente peca de
ingenuidad.
El destino singular de Bergoglio se ha cumplido al fin y cabe suponer que ese destino tiene sentido para la inteligencia divina encargada de juzgarlo. Al pasar al lado luminoso, a la dimensión celestial, el Papa Francisco ya no verá la realidad, como decía San Pablo, en un espejo oscuro, lleno de enigmas. La muerte se convierte entonces en un acto cognitivo y la visión de Dios lo domina todo. El problema, como diría Borges, pope argentino aficionado a la metafísica, no es que el mundo, como las profecías bíblicas o las parábolas de Jesús, tenga o no sentido, sino que pueda tener dobles y triples sentidos, como la cábala. No simplificarlo es nuestro único deber trascendental. Así en la Tierra como en el Cielo.
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