Siento
disentir por una vez de mi maestro Guillermo Cabrera Infante, pero Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958),
siendo la obra maestra que él celebró como crítico avanzado de su tiempo en
sintonía con la crítica de Cahiers du Cinéma, no es para nada una “apología del amor” ni “el primer gran film
surrealista”, comparable a Nadja
(1928) de André Breton, como escribió en
el momento de su estreno mundial en una crítica entusiasta recogida en su libro
Un oficio del siglo XX (1982, p. 364), ni tampoco “la primera obra
romántica del siglo XX” (ibíd., p. 367), ni siquiera un paradigma del
“neorromanticismo” que resurgía como reacción contra la decadencia del
neorrealismo (ibíd., p. 383). Cabrera Infante, ofuscado por la euforia estética
y las derivas amorosas de su propia vida, proyectó en esta prodigiosa obra de
Hitchcock sus propios fantasmas y fantasías más íntimas, muy en consonancia con
el espíritu y las intenciones originales de la película.
Antes del arte
pop, Vértigo se situaría, más bien,
en la estela artística y filosófica de la inversión del platonismo, entre
Nietzsche, Deleuze y Klossowski, entre la más alta potencia de lo falso y la
teoría de los simulacros: “[l]a copia es una imagen dotada de semejanza, el
simulacro una imagen sin semejanza…El simulacro no es una copia degradada;
oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción” (Lógica
del sentido, pp. 259 y 263).
Vértigo es, como
dice Žižek inspirándose en Deleuze, “la película antiplatónica por excelencia,
un sistemático ataque materialista al proyecto platónico…La furia asesina que
se apodera de Scottie cuando descubre que Judy, a la que ha intentado convertir
en Madeleine, es (la mujer que conocía como) Madeleine es la furia del
platónico engañado cuando se da cuenta de que el original que quiere convertir
en una copia perfecta ya es en sí mismo una copia. Lo impactante aquí no es que
el original resulte ser una mera copia -un engaño clásico contra el cual el
platonismo nos advierte constantemente-, sino que (lo que considerábamos) la copia resulta ser el
original” (Incontinencia del vacío, p.
102).
Al final, el
facsímil es el único original realmente existente: nunca Hitchcock se acercó
más a Buñuel (Ese oscuro objeto del
deseo). Solo Brian de Palma, cineasta neobarroco, fue capaz de superarlo (o
reescribirlo) en Body Double, mezclando múltiples géneros y estilos heterogéneos (el
terror, el neonoir, el slasher, el porno y el videoclip) en su estrategia
radical de desmitificación fílmica.
En definitiva, cualquier espectador (masculino o femenino) es sometido al escrutinio inconsciente de sus suntuosas imágenes cada vez que asiste a la proyección de Vértigo (“a sexual film”, como lo llama David Thomson en A Light in the Dark (p. 85), antes de echarle encima los perros de la corrección política), una película que pone a prueba los fundamentos del amor, la sublimación, el deseo, la pulsión y la atracción erótica…
[Manuel Arias Maldonado, Ficción fatal (Ensayo sobre Vértigo), Taurus, 2024, págs. 295]
El artista no es sólo el enfermo y el médico de la civilización: es también su perverso.
-Gilles Deleuze, Lógica del sentido, p. 241-
Da gusto, para empezar, leer un ensayo como este
en que la mirada no especializada de un cinéfilo vocacional se enfrenta a uno
de los objetos fílmicos más deseables de la historia del cine para críticos,
teóricos, historiadores y presuntos especialistas. De todas esas pretensiones de
domesticar al objeto llamado Vértigo
da cuenta Arias Maldonado con su habitual solvencia y conocimiento de los
entresijos del discurso analítico. Hace bien el autor en titular “ficción
fatal” su propia historia de amor y fascinación con Vértigo, ya que la mejor manera de aproximarse a una obra maestra
de esta naturaleza enteramente nueva es transformarla en la analogía de una
“femme fatale” del cine negro: una criatura de perdición que se desliza entre
la luz y la oscuridad de la pantalla, conjugando los enigmas y fantasmas que asedian
el inconsciente y la libido del espectador, sea cual sea su sexo reconocido o
sus preferencias eróticas.
No es una mala metáfora inicial: la ficción se vuelve
fatal dentro y fuera de la pantalla, para los personajes de la enrevesada trama
y para los espectadores de las suntuosas imágenes que la plasman, sometidos a
la seducción y la idolatría de sus formas audiovisuales antes de conducirlos al
abismo al que se enfrenta el protagonista al final de la película. A ese abismo
es al que se asoma Arias Maldonado sin perder de vista los riesgos de escrutar un
objeto artístico hecho de deseos y fantasías. Esa es también la perspectiva
vertiginosa desde donde examina las incontables teorías y discusiones que ha
suscitado la película en los sesenta y cinco años transcurridos desde su
fallido estreno, ganando entre tanto el aprecio crítico y la admiración mitómana
de sus fans.
No olvidemos que los equivalentes en otras artes de
lo que significa Vértigo para el cine
los hallamos en Las Meninas o El Quijote, obras supremas que han
revelado los secretos de su arte y el mecanismo estético de sus trucos y
trampantojos para actuar sobre la mente y la realidad de sus destinatarios. Con
paciente inteligencia, Arias Maldonado revisa los aciertos y desaciertos de las
tesis ajenas para terminar sugiriendo la suya como una de las más fiables y
certeras, por cuanto toma en consideración lo que de verdad ocurre en la
pantalla, ante los ojos del espectador, durante la proyección real de la
película. En suma, la fatalidad de la ficción de Vértigo, en la conclusión del autor, está en relación directa con la
exposición del artificio cinematográfico que sublima la realidad y la desnuda
al mismo tiempo, paradoja de paradojas.
Como reconoce Arias Maldonado, sin citar a Lacan,
Hitchcock pone en escena un colorido espejismo romántico que termina por
desvelar y revelar sus engaños y constituye, en este sentido, un ataque del
realismo materialista al idealismo platónico, y viceversa. La malicia narrativa
del director radicaría en su potencia para enmascarar la abstracción metafísica
del perverso planteamiento mediante una trama policial que gira en torno del
atractivo fetichista de un cuerpo de mujer. Un cuerpo idéntico que puede
desdoblarse, con solo cambiar las apariencias cosméticas y vestimentarias, en
sublime o vulgar, idealizado o indecente, a los ojos del protagonista
masculino, incapaz de sostener una relación sexual normal. Lo que muestra Vértigo perturba así las categorías de
la exégesis feminista que denuncia su complicidad con el patriarcado y la
mirada masculina asociada al mismo tanto como las rancias convenciones de la
cinefilia clásica que la juzga un paradigma canónico sin comprender las
consecuencias de tal gesto.
El misterio de Vértigo
es, como demuestra Arias Maldonado, el misterio mismo del cine como arte
moderno. Vivir y ver películas son fenómenos emparentados.
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