Vivimos desde hace mucho tiempo en un
mundo de ciencia ficción. Y no solo porque la ciencia y la tecnología
revolucionen de manera permanente la realidad y nuestras ideas sobre la
realidad, sino porque una parte fundamental de su eficacia está fundada en la
ficción, el poder de la ficción sobre el cerebro humano y las especulaciones
sobre la inteligencia artificial.
William Gibson lideró el movimiento
ciberpunk en los años ochenta y a comienzos de este nuevo siglo, tras escribir
un puñado de relatos memorables (recogidos en Quemando cromo) y dos trilogías
novelescas en los ochenta y noventa (la trilogía “Neuromante” (o del “Sprawl”)
y la “Trilogía del Puente”) que cambiaron radicalmente la visión del futuro que
hasta entonces se sostenía, dio otro giro drástico a su proyecto literario
afrontando en una nueva trilogía (la “Trilogía de la Hormiga Azul”, también
conocida como “Hubertus Bigend”) la presencia de los signos del futuro en el
presente más intempestivo.
En 2014, pasada más de una década y media del nuevo
siglo, Gibson regresó a sus orígenes, retomando planteamientos de sus primeras
propuestas y de algunos de sus cómplices más creativos (Bruce Sterling), para
abordar la idea del futuro tal como las inteligencias más avanzadas, biológicas
o computacionales, superando las barreras cognitivas convencionales, comienzan
ya a prefigurar.
Para complicar el juego de la ficción, en The Peripheral, primera entrega de su
nueva trilogía (“Jackpot”, compuesta de una segunda entrega publicada en 2020 y
aún no traducida, Agency, y de una tercera entrega inédita) reeditada ahora
tras su adaptación televisiva, no hay un solo futuro sino dos, enredados en un
bucle perverso. Un futuro situado en torno a 2028, ambientado en una América
tercermundista, con una población parada, asociada a la fabricación de drogas u
ocupada en supermercados tipo Walmart, sin otro ocio que los videojuegos y los
bares cutres. Y un segundo futuro, el principal, ambientado en el sofisticado
Londres de 75 años después, donde campan a sus anchas las élites económicas,
todos los servicios y caprichos los realizan diversos modelos de androides,
entre otros los “periféricos” que dan título a la novela, entes híbridos,
orgánicos y cibernéticos, a los que se puede transferir temporalmente la
conciencia humana individual.
Gibson organiza la trama para que ambos futuros
divergentes se comuniquen, a pesar de sus diferencias, constituyendo uno de
ellos, el más atrasado, un pasado alternativo del otro. Porque una de las
claves más ingeniosas de la novela, una brillante idea más allá de su
aplicación concreta a la ficción, es que el futuro más lejano coloniza los
distintos pasados, los utiliza como escenarios para extraer recursos económicos
con que financiar las guerras corporativas y conspiraciones políticas del
futuro.
En la red de tiempos interconectados concebida por
Gibson como un tablero virtual, cada vez que ese futuro dominante explota en su
provecho cualquiera de los pasados posibles lo desconecta automáticamente de la
red cronológica lineal que solemos llamar historia. Como islas flotando en la
corriente del tiempo, o planetas fuera de órbita, esos pretéritos dislocados
(los “muñones”) son el campo de maniobras preferido por las élites futuristas.
Gibson no cita a H. G. Wells por casualidad al
comienzo del libro. “La máquina del tiempo” ya no es una línea recta
inexorable, como pensaba Wells, ni tampoco se compone trazando bifurcaciones
constantes que crean un laberinto arborescente al infinito, como fabuló Borges siguiendo a Leibniz en “El jardín de senderos que se bifurcan”. El
tiempo, en la demoledora visión de Gibson, se construye desde el futuro. Es el
futuro el que impone sobre el pasado la hegemonía de su poder. Tras la
catástrofe ecológica que hizo desaparecer al ochenta por ciento de la población,
el mundo fue resucitado por la ciencia y la nanotecnología y convertido en una
utopía para ricos que viajan al pasado para hacer turismo, divertirse o
aumentar su riqueza, mientras esos pasados adquieren el estatus de colonias
subsidiarias. Ese estado de cosas universal merece el nombre de “cleptocracia”.
La ironía de Gibson, sobre el presente o sobre el futuro, es tan acerada como glacial.
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