[Honoré
de Balzac, La misa del ateo, Olañeta,
trad.: Esteve Serra, págs. 79]
A Balzac lo persiguió, durante gran parte del
siglo XX, una imagen falsificada por los mismos que habían exaltado su genio
como modelo de autor realista y paradigma de la mímesis narrativa más ortodoxa.
Muchos de sus detractores, por ignorancia o desprecio, contribuyeron a la
leyenda de un Balzac precursor, en la literatura francesa, de la novelística crítico-social de Zola y la escuela naturalista (con
Maupassant y los hermanos Goncourt como grandes adalides) y escultor vulgar de los estereotipos acreditados de la
cultura burguesa decimonónica. En suma, un autor clásico cuyo desmontaje radical
urgía para abrir las puertas a la revolución literaria de los años cincuenta y
sesenta.
Pasados los fuegos artificiales de la
insurrección y los rifirrafes estéticos entre facciones enfrentadas por
cuestiones que hoy harían sonrojarse a más de un profesional de unas
humanidades en fase de liquidación, pudimos leer a Balzac sin prejuicios
ideológicos y descubrir no solo a un gran innovador formal, dotado de una de las
imaginaciones novelescas más portentosas de la historia, sino a un analista
incisivo, un cirujano del alma humana de una agudeza y finura incomparables.
Como es sabido, la vasta obra de Balzac se
agrupa en la “Comedia humana”, un ciclo narrativo inconcluso, interrumpido por
la muerte prematura del autor a los cincuenta y un años, y tan ambicioso en lo
literario, lo filosófico y lo moral como la “Divina Comedia” dantesca, de cuyo
título piadoso se apropia el ateo Balzac con irreverente ironía. Italo Calvino,
creador de algunas de las fabulaciones más originales del siglo pasado,
reconocía la impronta histórica y la influencia de Balzac de este modo
sorprendente: “Los mitos que darían forma a la narrativa tanto popular como
culta durante más de un siglo pasan todos por Balzac”.
Uno de los portales de acceso más sugestivos para
el lector curioso, antes de adentrarse en el extraordinario mundo pintado por
las novelas realistas más célebres, es la obra breve, esa pléyade de piezas (relatos
o novelas cortas) donde Balzac dio libre curso a su brillante fantasía, a sus
excéntricas teorías sobre el arte y el sexo, a su singular propensión por el
ocultismo, la antigua ciencia de los magos y los alquimistas, el esoterismo, el
misticismo extravagante de Emmanuel Swedenborg y, en general, cualquier visión
de la realidad trasmutada por un conocimiento esencial de las infinitas
combinaciones de la materia y el espíritu.
¿Qué representa, en tal contexto, “La misa del
ateo”? Es irónico, pero durante cierto tiempo ni Balzac ni sus editores
debieron saber lo que significaba con exactitud ya que no dejaron de
desplazarla de una sección a otra de la “Comedia humana”. Primero fue
considerada un “estudio filosófico” e incorporada al lote donde destacaban
obras maestras como “La piel de asno”, “La obra maestra desconocida”,
“Seraphita” o “El elixir de larga vida”. En una edición posterior fue asociada
a las “Escenas de la vida parisina” al lado de cimas como la trilogía de “los
Trece”, “Sarrasine” y “Esplendores y miserias de las cortesanas”. Pero tampoco
debió convencer esa ubicación provisional y al final quedó encuadrada en la colección de
“Escenas de la vida privada”, fundiendo la doble cualidad que asocia la
exégesis moral y el retrato individual.
En una eficaz estrategia, el principio de la
narración simula las trazas de una reflexión sobre la personalidad singular de Desplein,
un eximio cirujano famoso unas décadas atrás, olvidado tras su muerte, cuyo
secreto vital (resumido como un guiño dialéctico en el título: Desplein es un
ateo que sufraga cuatro misas al año en una iglesia donde asiste como un devoto
y se prosterna ante la imagen de la Virgen María sin creer en ningún credo
cristiano) será descubierto por su discípulo preferido, el doctor Horace
Bianchon (cuyas siglas, H. B., son las mismas del honrado Balzac), médico que aparecerá en novelas posteriores
del ciclo.
En otro nivel, más literario o menos literal,
“La misa del ateo” es un apólogo estético donde Balzac se retrata, a conciencia,
como el misántropo que oficia el arte narrativo de diseccionar la totalidad de
la realidad humana (deseos, ilusiones, motivaciones, pasiones, miserias, etc.).
La gran literatura como paradoja de la vida.
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