martes, 5 de enero de 2016

EL OBJETO NO TIENE DESEO


Texto escrito en respuesta al cuestionario sobre el deseo propuesto por Rebeca Yanke para la sección de Sociedad del diario El Mundo.

Todo el mundo, tenga el crédito que tenga para pagar por ello, puede desear en la medida en que el deseo, en su apariencia, es gratuito. Pero es un espejismo creado por la cultura y por la educación y difundido urbi et orbi por las instituciones bancarias, entre otros estamentos interesados.
Desear es apetecer los objetos que la sociedad constituida y todos sus instrumentos de socialización nos han adiestrado en reconocer como deseables. Existe en el sujeto, por tanto, el oscuro deseo de un objeto antes de que el objeto de deseo, más o menos oscuro, salga a la luz de la conciencia y se haga realidad. El fetichismo, antes una excepción, es ahora, en el régimen libidinal generado por la vida capitalista, la norma del deseo. El deseo se desplaza de objeto en objeto, de superficie en superficie, sin encontrar una fijación definitiva. A eso algunos lo llaman consumo. Otros, neurosis. Otros aún, esquizofrenia. Como la pobre Alicia de Carroll en la tienda abarrotada de la oveja, la persecución del objeto luminoso que tomamos por deseado es incesante, ya que el objeto es fugitivo por definición, imposible poseerlo sin que se transforme en otra cosa.
Los deseos de los marginados o excluidos (palabra odiosa) se fabrican con la misma pasta que los de los integrados. Pienso en la cena navideña concelebrada por la alcaldesa Carmena para centenares de gente pobre y sin techo como ejemplo caricaturesco (de estar vivo, Berlanga haría una comedia socarrona con la puesta en escena de esta Nochebuena) de cómo se han estereotipado los deseos de todos.
La posesión real o solo imaginaria de los bienes deseados es lo que distingue a las nuevas clases sociales, no el deseo ilusorio o el sueño de posesión, que es transversal y actúa como aglutinador de la colectividad. La homogeneización del deseo se paga en una transmutación a la baja del deseo. De la primera persona del singular se está pasando a deseos colectivos (en primera, segunda o tercera persona del plural) estandarizados por el sistema para el consumo inmediato: todos deseamos los mismos cuerpos, las mismas ropas, los mismos coches, los mismos móviles, los mismos muebles, la misma vida decorativa, aunque creemos cada vez que los realizamos que esos deseos nos distinguen y diferencian, cuando es todo lo contrario en realidad.
Preguntarle al otro por sus deseos es un error inevitable. La expresión del deseo, vista así, es altamente problemática y entraña para el hablante un nivel de compromiso con la realidad demasiado explícito. Es preferible para el sujeto considerarlo de antemano imposible (de realizar o de enunciar) antes que nombrarlo de un modo demasiado nítido. En líneas generales, el deseo se prefiere diferido y, en este sentido, se compagina con el registro de la vaguedad y la indefinición o el estado de flotación molecular. De ahí la relevancia actual de los medios tecnológicos en la tarea de conferirle concreción, solidez o una condición tangible. Nunca se sabe mejor lo que se desea que cuando se lo ve plasmado en una pantalla.
Por otra parte, los eufemismos del deseo tanto como los del placer proliferan en una sociedad donde los deseos y las pasiones, como relación entre lo semejante y lo desemejante, solo se expresan obscenamente en la publicidad o en las ficciones del cine y la televisión mayoritarias, mientras en la experiencia cotidiana el pudor y la reserva nos impiden reconocer que sentimos por el cuerpo del otro lo mismo que por el jugoso chocolate o las galletas crujientes que devoramos a todas horas, o el último modelo de coche de marca que nos gustaría conducir de noche a la máxima velocidad por una autopista vacía.
El deseo de relajarse, de aliviar tensiones, de alcanzar la ataraxia, un estado espiritual de anulación del deseo, precisamente, es la respuesta al nivel de exigencia libidinal del capitalismo. El consumidor o el usuario saben hasta qué punto el capitalismo necesita de la hiperactividad del deseo para mantenerse y expandirse y buscan un territorio donde poder desconectarse por un tiempo. Ese territorio es un espacio gestionado por el propio capitalismo, donde se recargan las pilas del deseo de las personas que se han descargado en exceso durante el desempeño diario de su labor competitiva, productiva, relacional o consumidora.
Como intelectual hedonista, Foucault creía que el placer era la instancia decisiva, la que transfiguraba la abstracción del deseo en moneda de cambio para los cuerpos, mientras Deleuze, más romántico y naturalista, atribuía al deseo el poder de crear la realidad como un escenario en que sujeto y objeto pudieran acoplarse, incluso intercambiando posiciones durante el encuentro. Por su parte, Baudrillard, para alejarse del naturalismo y la impronta primitiva de la pulsión, lo focalizó todo en la estrategia de la seducción, creando una síntesis de deseo y placer sin la que parece imposible salir de los dilemas de uno y otro (placer sin deseo, deseo sin placer, auténticos males de la economía libidinal contemporánea). En los dominios del deseo, venía a decir Baudrillard, la seducción opera otorgando al objeto todo el peso y descargando al sujeto, que se limita a ser atraído fatalmente a la órbita del otro. El seductor es víctima de la estratagema del objeto y acaba sucumbiendo a ella, en un juego reversible pero agotador que anula la diferencia entre uno y otro papel.
Examinando el tráfico de las redes sociales y haciendo un rápido inventario de selfies testimoniales, se vuelve obvio que el sujeto y el objeto de deseo de nuestra época convergen: el yo hecho público y ubicuo por todos los medios disponibles. El narcisismo es el deseo del sujeto transfigurado en objeto de mirada para sí mismo y para los demás. La pesadilla que Baudrillard acaso no previó, extremando la lógica de la seducción, es que en un mundo compuesto íntegramente de objetos de seducción deja de existir el deseo. O no existe más que como subproducto narcisista, como deseo de sí en tanto objeto propio, posesión ególatra, ensimismamiento estéril. Donde no hay sujeto deseante no hay, por tanto, sujeto alguno. El criterio del deseo define, pese a todo, la gran diferencia entre el objeto y el sujeto y solo el segundo (el sujeto) se reconoce frente al otro (objetualizado o no) como voluntad de deseo.
Si el deseo ya no representa deseo de sí, deseo del deseo o deseo de desear, es cada vez más evidente que la fórmula cliché “el deseo no tiene objeto” ha sido sustituida en las relaciones y los contactos, respondiendo a las complejas circunstancias con un fácil juego retórico, por su contrario: el objeto no tiene deseo. O no desea otra cosa que ser deseado. O desearse sin contrapartida real.
Surge entonces, en este contexto, la posición ética de Bartleby, lo que llamaría la objeción de conciencia del deseo (“preferiría no desear”/“preferiría no ser deseado”), como alternativa radical a la agudizada problemática (objetiva y subjetiva) del deseo.
Delirar es, en efecto, desear un mundo distinto, un mundo diferente, reinventado o imaginado por el deseo en estado puro. El delirio no es tanto una evasión del mundo como un modo de abrirle puertas a otros mundos, de posibilitar a través del deseo, entendido como acto creativo, la generación de nuevas realidades, relaciones, afectos, sensaciones, etc.
Al delirio se lo mira con malos ojos, como una desviación o una excentricidad innecesaria, tanto desde la derecha, aferrada a una visión mezquina (neoliberal) de la realidad, como desde la izquierda, mortificada por la impotencia histórica de desear un mundo mejor sin saber con exactitud qué sería este.
El deseo es un productor de mundos, un creador de realidades, como quería Deleuze, un medio de emancipación respecto de valores y modelos de ser normativos, y, por tanto, reprimirlo a conciencia es negarle al mundo la posibilidad de ser de otro modo. Todos los que quieren el estado de cosas invitan a prescindir del deseo (y del delirio del deseo), o a hipotecarlo al catálogo de posibilidades que nos ofrece el hipermercado capitalista.
En cualquier caso, el deseo, como el erotismo y la sensualidad, con los que estaría emparentado, se conjuga a la perfección con el juego, el ritual, la ceremonia y la exuberancia y cualquier intento de racionalizarlo, de atribuirle seriedad y rigor, o de vincularlo a realidades limitadas, o a funciones naturales, fracasará estrepitosamente.
De ese modo, cuando dirijo a alguien “mis mejores deseos” para el año nuevo todo se vuelve mucho más ambiguo de lo que parece en una primera lectura. Y es que las palabras no solo no aciertan a decir lo que deseamos, por más que nos esforcemos, sino que tampoco llegan a desear lo que decimos.            

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Articulo inteligente que desbarra un poco cuando repite todos esos tópicos fantásticos sobre el capitalismo, que es el menos malo de los sistemas en mi opinión de consumidor compulsivo. Esto no lo entiende ni lo entenderá nunca la izquierda (y menos la grotesca y ágrafa izquierda española).
La izquierda (como Tsipras, por ejemplo, que está aplicando unos recortes brutales al pueblo griego en materia de pensiones, jubilaciones y derechos sociales) se ha convertido en el mundo "modelno" en una especie de religión laica para sus adeptos, algo construido con un lenguaje de consignas infantiloides en las que no creen ni sus promotores. En el fondo la izquierda (anticapitalista o no) sólo pretende sustituir a las viejas religiones, ya tan agotadas históricamente. La izquierda en general es incapaz de autocritica y como en la practica se demuestra incapaz de superar la gestión de las distintas realidades economicas (algo que hace infinitamente mejor la derecha), sucede lo que pasa, como diría el castizo: más pobres, más desigualdades sociales, los peores servicios sociales de esta cosa llamada España: 33 años de socialismo en Andalucia nos contemplan.

julian bluff dijo...

Hola a todos!

Efectivamente. Le transgresión que este siglo XXI, bien amado, ha venido a aportar al mundo de los deseos ha sido la de la inversión de papeles. Y así el hombre, y da igual que sea mujer bien que la sensibilidad femenina consiente hacer menos notorio este detalle, ha pasado de ser sujeto de deseo a ser objeto de deseo, siendo hoy la ambición principal de muchas, y de muchos, no el desear una serie de objetos materiales al uso -ya se imaginan, los más tradicionales- sino el ser ellos mismos, su fisonomía y su talento, ávidamente deseados por el resto de sus semejantes. “Desear ser deseado”. A falta de kilates la banda empieza a conformarse con “likes”. Y eso está muy bien, constituye un vivo ejemplo de readaptación intelectual al medio para tratar de seguir siendo felices. Extremándose la táctica hasta abocar en el más descarnado sibaritismo, cuando el sujeto y el objeto de deseo terminan, los dos, confundidos. Justo como me pasa a mí. Que mi deseo más sublime ha terminado por consistir en leer lo que escribo. Y no por una cuestión de honra, se lo aseguro, sino de verdadera humildad. “Ser pródigo con los pródigos” ¿Hay algo más sensato?.

Un abrazo, Juan, my monarch. El juego continúa.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Gracias a ambos por vuestros comentarios, un simple recordatorio para el comentarista anónimo: hasta donde sé hablar del capitalismo como sistema no te ubica ideológicamente en ningún bando partidista. Es una pura constatación. No entiendo que nos asuste llamar a las cosas por su nombre. Da la impresión, apresurada, de que la izquierda gourmet se relame con el nombrecito de la cosa mientras la derecha de supermercado teme su mención más que el vampiro los ajos o los crucifijos...