Desde comienzos de los cincuenta, el éxito de las pulp fictions sobre lesbianas fue tan
abrumador que se convirtió, de la noche a la mañana, en uno de los géneros más
lucrativos de la industria de la edición barata, de venta en todos los kioscos
americanos. Este es el contexto en que aparece El precio de la sal, título original de esta novela publicada por Patricia
Highsmith bajo el seudónimo encubridor de Claire Morgan. Sus grandes ventas se
produjeron al año siguiente de su primera edición en pasta dura, más
prestigiosa, cuando se publica la edición en bolsillo, comprada por casi un
millón de lectoras (y un puñado de lectores morbosos y gays simpatizantes) con
el sentimiento de que, por fin, se hacía justicia al amor entre mujeres sin
castigarlo en exceso con la moral victoriana predominante.
Sin apenas pensarlo, Highsmith colaboró con sus hermanas sexuales (entre las que sobresale
Ann Bannon, autora de dos novelitas curiosas: Soy una mujer y Soy un bicho
raro) en enriquecer un subgénero melodramático y sensacionalista que daba
cuerpo expresivo, como anunciaban sus escandalosas portadas, a los
deseos inconfesables de muchas estudiantes, trabajadoras y amas de
casa (contraviniendo los principios morales de la novela rosa, con la que, por otra parte, se emparentaba en modos narrativos y estilo). Para la viciosa Highsmith, la escritura febril de esta novela fue la
ocasión de vaciar su corazón o sus entrañas como quien vacía un cenicero lleno de
colillas en el cubo de la basura para poder reutilizarlo lo antes posible. De
hecho, gran parte de los elementos más atractivos del libro tienen un correlato
autobiográfico en la intensa historia de amor que vivió a mediados de los
cuarenta, siendo aún una jovencita inquieta como Therese, con la seductora dama filadelfiana Virginia Kent Catherwood.
Para completar el círculo de vida
y literatura, Highsmith acabaría teniendo, a finales de esa misma década, un
lío de una noche en un bar de ambiente y, más tarde, una relación apasionada y
tortuosa con una de las autoras más reconocidas del género: Marijane Meaker (conocida
también por uno de sus múltiples seudónimos, el más butch: “Vin Packer”), groupie juvenil de Highsmith y autora de Spring Fire, novela seminal de la
ficción lésbica. Muchos años después, a comienzos del nuevo siglo, Meaker publicaría unas
sorprendentes memorias tardías (Highsmith:
A Romance of the 1950´s), donde desveló muchas de las claves de su relación
íntima con la perversa creadora de Ripley en aquella edad dorada del Greenwich
Village neoyorquino. El lesbian pulp es, en este sentido, uno de los fenómenos más llamativos de la cultura de masas de los cincuenta en América y no en vano la mayor colección de primeras ediciones de estas novelas peculiares se atesora en la Universidad de Duke (Carolina del Norte).
Ha habido que esperar mucho tiempo, sin embargo, para que un director
idóneo (Todd Haynes, tan diestro en la estética de los géneros cinematográficos
como sensible a la problemática sexual del género) se decida a adaptar al cine una
novela de la idiosincrasia de esta. Carol
se estrenó con éxito de crítica en el último Festival de Cannes y estoy
convencido de que, cuando se estrene en el resto del mundo libre (es un decir),
será considerada una de las grandes películas del año, en la estela provocativa
de La vida de Adèle…
[Patricia Highsmith, Carol, Anagrama, trad.: Isabel Núñez y José Aguirre, 2015, págs.
325]
No se asusten del título. Es un medio
para orientarlos en la lectura de esta novela singular, que es, como las ficciones afines del
subgénero aludido, un recurso literario para hacer visible lo invisible: el amor entre
mujeres, a uno y otro lado del espejo, la pasión femenina por la variante
femenina de la especie. El lesbianismo: un deseo tan antiguo como la poeta griega
que consagró versos sáficos a sus tiernas discípulas antes de suicidarse, según
la leyenda, despeñándose por un despecho amoroso. Y tan maldito como ciertos
poemas de Baudelaire, el primer escritor moderno, precursor de Proust, en
evocar sin tapujos las floraciones secretas del sexo entre mujeres libres, cuyo
poemario original se titulaba Las
lesbianas antes de la intervención de la censura. Walter Benjamin, analizando el turbulento París
del diecinueve, tildó de “heroínas de la modernidad” a estas féminas airadas de
destino irónico.
Si Patricia Highsmith llegó a ser una
novelista superdotada en las tramas criminales con fondo de manipulación
emocional, fue debido a la gran cualidad que revela esta segunda novela para el
análisis psicológico obsesivo, el examen forense de los maquiavelismos inconscientes
de la conducta humana. Como discípula aventajada de Madame de La Fayette en La Princesa de Cléves, Highsmith entendía, tres siglos después, que
para que una ficción afecte en profundidad al lector debe fundarse en una
radiografía psicosomática de los sentimientos expuestos.
El amor entre Therese y Carol es así
enfocado como una historia neoyorquina de atracción erótica entre dos hermosas
criaturas del mismo sexo: una chica plantada en el filo vertiginoso de la
veintena (dependienta temporal y artista en ciernes) y una treintañera
fascinante (separada de un marido estándar y madre de una niña pequeña) que un
día cruzan por azar sus miradas intensas y poco después empiezan a cruzar sus
vidas, sus palabras, sus deseos y sus cuerpos en un magma de sentimientos
sinuosos y sexo gozoso.
El recurso magistral a los temblores del
thriller, la presencia amenazante del detective fisgón, logra transformar el
viaje nupcial por la América profunda de las dos mujeres enamoradas en una
aventura aún más peligrosa y excitante. La ralentización del momento climático,
el suspense casi hitchcockiano en torno a la consumación sexual de la pasión,
ese exuberante orgasmo con que la experta Carol desflora sin pornografía a la
novicia Therese, no hace sino subrayar con lucidez la resistencia de la
realidad a ceder a los imperativos del deseo.
La batalla de amor en el “campo de pluma”
de un hotel de Waterloo, donde sus cuerpos desnudos se entrelazan a placer por
primera vez, tiene como testigo perverso al detective que registra la turbadora
banda sonora que incrimina a las dos mujeres ante la sociedad. El amor físico entre
mujeres encuentra su punto fuerte, como diría el machista impenitente, en
devolverle al clítoris el protagonismo perdido. Este romance prohibido resulta
tan escandaloso para los prejuicios comunitarios que la maternal Carol, para
procurar un final feliz a su lío con Therese, hija adoptiva y amante furtiva, terminará sacrificando la custodia
de su hija carnal.
Frente a las efusiones sin cuento del pulp lésbico, género de moda en los cincuenta
entre millones de americanas insatisfechas, hartas de matrimonios carcelarios y
forzadas farsas familiares, Carol se
erige en paradigma de sobriedad estilística, rigor narrativo y gran
inteligencia emocional en el retrato íntimo de las motivaciones y actos de sus
protagonistas.
Describiendo un tórrido idilio, sin
embargo, Carol no es tampoco una
novela rosa al uso, aunque el amor triunfe sobre las mezquinas restricciones impuestas
por la moral mayoritaria. Esto asimilaría el designio subversivo de Highsmith al
amor surrealista y al pensamiento erótico del sumo pontífice André Breton: “es
en el amor humano donde reside todo el poder de regeneración del mundo”.
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