martes, 20 de agosto de 2013

ECONOMÍA LIBIDINAL DE LA NOVELA (1): LA SAGA/FUGA DE JOHN BARTH


 
Hace veinte años leí El plantador de tabaco de John Barth por primera vez en la edición de Cátedra y en la magnífica traducción de Eduardo Lago que ahora se reedita.  De Barth solo había leído hasta entonces los espléndidos relatos de Perdido en la casa encantada y la magistral deconstrucción mitológica de Quimera. El plantador lo descubrí en los Palimpsestos de Genette, una de mis obras teóricas de cabecera en aquel tiempo. Tras concluir la relectura de ese carnaval rabelesiano ambientado en la Virginia del diecisiete, me sumergí en todo lo que pude encontrar de Barth, en español o en inglés. La ópera flotante, El final del camino, Sabático, Letters, Giles Goat-Boy (esta última, junto con El plantador, una de las novelas supremas del siglo veinte y una de las cimas narrativas de la posmodernidad). No había vuelto a releerlo en años, aunque no me cansé nunca de recomendarlo a diestro y siniestro, no siempre con éxito. Me alegra saber que Sexto-Piso se plantea con Barth la misma operación de rescate que con Gaddis. Es una prueba de que el cáncer de la mediocridad minimalista no ha hecho tantos estragos como cabía pensar. Ahora que tantos celebran los excesos de la fastuosa “fiesta de la forma”, como la llamaba el gran Gass, en compañía de Wallace, Powers y Vollmann, conviene homenajear al maestro de todos ellos como corresponde. En cualquier caso, la conexión con la inventiva literaria del siglo dieciocho que la novela de Barth devuelve a la actualidad quizá tenga más relevancia de la que se suele reconocer y merece que se reflexione sobre ella. La ilustración es una provocación irónica y un guiño a Leslie Fiedler, que supo celebrar en su momento el genio excéntrico de Barth y la estética pop del roman porno entre el capitán Smith y Pocahontas como nadie, con humor y complicidad. Una convicción maximalista para terminar: Quien al concluir la lectura de El plantador de tabaco no crea que Burlingame es uno de los grandes personajes creados por la literatura en toda su historia, no importa el país o la lengua, no ha entendido nada del genuino arte de la novela... 

[John Barth, El plantador de tabaco, Sexto Piso, trad.: Eduardo Lago, págs. 1173, 2013]
 

No deja de ser irónico pensar que John Barth (1930) tras escribir en 1960 una novela de esta envergadura estética (más de mil páginas desbordantes de imaginación, humor, malicia narrativa y pirotecnia estilística de la mejor ley) publicara en 1967 un célebre ensayo titulado “La literatura del agotamiento” donde, con la excusa de enterrar el modernismo literario con sus búsquedas estériles de una novela sin personajes ni trama, puro texto autista, pura voz inane, encumbrara al mismo tiempo al pináculo de las letras posmodernas, como precursores de su proyecto literario, a Borges y a Nabokov.
Y es que un gran fabulador como Barth, a pesar de su juventud, solo podía medirse con los más grandes fabuladores de su tiempo, como lo hacían sus colegas generacionales Pynchon y Coover. La gran diferencia entre Barth y otros posmodernos consistía, sin embargo, en la extrema atención que aquel prestaba desde sus comienzos a los textos sagrados de la era premoderna y que alimentarían toda su narrativa hasta su irremediable agotamiento a principios de los ochenta. Me refiero a esas enciclopedias del saber narrativo que son Las Mil y una noches, Gargantúa y Pantagruel, El Quijote, Tom Jones, Joseph Andrews, o Tristram Shandy, entre las más influyentes.
Para recuperar la plenitud novelesca de los maestros antiguos y superar el bloqueo improductivo de la modernidad, a Barth no se le ocurrió idea mejor que escribir una novela del dieciocho. Pero no un pastiche estilístico ni una imitación vulgar. A la manera del Pierre Menard de Borges cuando pretendía reescribir “El Quijote” para la cultura del siglo veinte, Barth se propuso escribir una gran novela dieciochesca que no se pareciera a ninguna novela escrita en el siglo ilustrado, y, al mismo tiempo, supusiera la consumación del modo imaginativo, la construcción libérrima, la truculencia cómica y el estilo filosófico de escribir novela de Voltaire, Fielding, Diderot o Sterne. Como se ve, Barth no renunciaba a ser original incluso en la copia, imponiendo el valor de la novedad y la invención a través de la parodia creativa. Con El plantador de tabaco, Barth revitalizaba la magia literaria de los novelistas anteriores a la fosilización decimonónica del género con una sensibilidad contemporánea de la contracultura y el arte pop. Como él mismo dijo: “me parecía que había modos de ser completamente contemporáneo y a la vez acercarse al arte de un modo que te permitiese contar historias complicadas, simplemente por el placer estético de la complejidad, de la complicación y la solución, de la intriga y todo lo demás”.
Por fortuna para todos, esa gozosa restauración de formatos no se tradujo en vacuo formalismo sino en conocimiento del mundo. Mediante ese expediente, Barth acertó a novelar la genuina génesis de la nación americana fabulando los episodios más turbulentos de la vida virginal del poeta laureado de Maryland Ebenezer Cooke, autor de un poema satírico al que la novela roba el intraducible título. Con el sortilegio hilarante de un argumento vertiginoso, Barth recrea la etapa histórica menos ejemplar de un país aún inexistente liberándola con ironía de las patrañas y mistificaciones que la propaganda patriótica le impuso durante dos siglos. La imagen carnavalesca de la América colonial donde transcurre la parte más trepidante de la intriga es más propia, en este sentido, de una novela picaresca que de una epopeya fundacional.
A pesar del deslumbrante despliegue de recursos y artificios con que anima la barroca trama, donde el fabuloso genio de Barth resplandece es en la versión pornográfica del romance roussoniano entre el capitán Smith y la india Pocahontas, de virgo inexpugnable, intercalada como “diario” de proezas inconfesables. Otro mito sentimental sobre la inocencia americana desmantelado por Barth a la manera chistosa de Rabelais. Con grandes risotadas del espíritu. Y es que, en definitiva, no debemos olvidar que la corrupción de la inocencia (ya sea la de la representación histórica y la realidad contemporánea, con sus versiones idealizadas o sublimes, como la de la conciencia anestesiada del lector) es no solo un motivo jugoso sino uno de los fines fundamentales del discurso novelesco… 

Posdata: A algunos quizá sorprenda la alusión cifrada en el título del post a La saga/fuga de J. B. Como saben algunos buenos amigos gallegos especialistas en la obra de Torrente Ballester, sostengo la tesis desde hace años de que el título de su obra maestra ya encierra una broma culta sobre John Barth, cuya literatura pudo descubrir Torrente durante su estancia en los Estados Unidos en los sesenta, su período de apogeo creativo, y cuya influencia es notoria, entre otras, en la original amalgama de mito-crítica galaica y fabulación posmoderna inscrita en La saga/fuga. [Por si fuera poco, Torrente perpetraría, años después, una hilarante parodia del posmodernismo en Fragmentos de Apocalipsis.] Por otra parte, casi nadie recuerda que una obra como El nombre de la rosa, tan influyente, para mal, en la gestación de ese subproducto despreciable que es la novela historicista, de moda entre los mercachifles desde hace al menos dos décadas, se lo debe todo a Barth y a Pynchon, pero sobre todo a Barth (como también Carlos Fuentes y Salman Rushdie, por cierto). Así lo reconoce el propio Umberto Eco, con honestidad ejemplar, en las valiosas Apostillas a El nombre de la rosa, aunque para sus innumerables imitadores el nombre de Barth, como el de Pynchon, sea aún impronunciable en sociedad. Ironías sin cuento de la vida literaria nacional...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Apunto otra sospecha: ¿No hay en el Off Side de Torrente multitud de guiños a Los reconocimentos de Gaddis? Está claro que su estancia en Albany fue fecunda.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Bien visto, bien visto, amigo anónimo (o no tanto quizá). En todo caso, es evidente que a Torrente B. su estancia en Albany le permitió no quedarse in albis!...

Anónimo dijo...

El Zeitgeist de ambas novelas es el mismo: el S(ch)ein. Además, Torrente Ballester es, quizá a su pesar, o quizá no, ese Gaddis/Galdós que como bien dice usted de ningún modo es Gaddis. Por cierto: estoy encantado de que Pálido fuego nos traiga de nuevo su Vuelta al mundo.