[William S. Burroughs, Blade
Runner: una película, Ediciones Escalera, trad.: Daniel Ortiz Peñate, págs.
94]
Todo el mundo sabe qué es Blade Runner: la magnífica película retrofuturista de Ridley Scott que en los años ochenta supo imprimir un salto cuántico en el tratamiento de las imágenes y su relación con un mundo que iba incorporando cada vez más atributos espectaculares al mismo tiempo que se hacía más siniestro y opresivo. En la primera versión estrenada, al final de los créditos, una enigmática nota agradecía a William Burroughs el préstamo del título. De manera sorprendente, la sensibilidad del autor de El almuerzo desnudo aparecía relacionada con un film que, sin embargo, lograba adelantarse a los postulados estéticos de William Gibson. La ecuación artística de Blade Runner daba así una vuelta de tuerca definitiva a sus planteamientos narrativos. Una novela de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) escrita a finales de los sesenta se veía transformada audiovisualmente en una pieza contemporánea del ciberpunk sin dejar de conectarse, por otro lado, con figuras carismáticas de la fusión de ciencia ficción y vanguardia literaria como Burroughs. Era difícil imaginar que pudieran conjugarse más ingredientes para conferirle una proyección cultural aún mayor a las atrevidas especulaciones del filme (cuya mejor réplica literaria sigue siendo la novela Noir de K. W. Jeter, aún inédita en español, y no cualquiera de las secuelas venales que este inventivo autor también perpetró).
Lo irónico del caso es que Burroughs se había apropiado a su vez del exitoso término robándolo de una ficción científica de un autor poco conocido (Alan E. Nourse) titulada The Bladerunner y publicada cinco años antes que el perverso facsímil de Burroughs. En aquellos años setenta, Burroughs deseaba escapar de las trampas del experimentalismo a ultranza que le había sumido en una marginalidad que resultaba por otra parte beneficiosa para sus creaciones, de una radicalidad insobornable y exquisito salvajismo sexual y textual. Por entonces, Burroughs había comenzado a flirtear con el formato del guion cinematográfico como modelo para superar el callejón sin salida del cut-up, la técnica textual del troceado esquizofrénico que había llevado a su orgiástica culminación en la trilogía Nova Express como programa literario de asalto a los fundamentos mentales y tecnológicos de la realidad. Burroughs creía que la disciplina cinemática le permitiría enderezar de una vez sus arraigados vicios antinarrativos (“y baraja los fotogramas del filme como un mazo de cartas”) sin renunciar a los principios miméticos de su desfigurada transcripción de los delirantes rasgos del mundo posmoderno. [Como demostraría en los ochenta la magistral Ciudades de la noche roja, detonante de otra trilogía memorable.]
La novela de Nourse trataba uno de los motivos más recurrentes del adicto Burroughs: la biopolítica capitalista, es decir, el control totalitario que el poder estatal aliado con las corporaciones farmacológicas ejerce sobre la población a través de los programas de salud universal, la medicina oficial y el consumo de fármacos y estupefacientes. Blade Runner: una película no es una novela exactamente sino la expropiación cinematográfica de una novela ajena, una ficción catastrófica cuya trama central se ambienta en 2014: la futura Manhattan ha sido devastada por la guerra intestina que enfrenta a facciones de ciudadanos situados a uno y otro lado de la inicua legalidad sanitaria. La verdadera medicina curativa se ha refugiado en la clandestinidad del inframundo urbano para huir de la represión policial y la explotación desaprensiva (con el tráfico de semen como paroxismo delictivo) y seguir cumpliendo con los fines hipocráticos que el imperio nocivo de la nueva sanidad colectiva ya no cumple.
Es una realidad apocalíptica (supervivencia darwiniana, vegetación monstruosa, fauna mutante, rascacielos en ruinas, cielos incendiados) que aparece descrita sin paliativos como un escenario (de)construido: un ensamblaje imposible de imágenes fulgurantes y discursos dementes. Cada secuencia exhibe sinuosas tiras y espirales de celuloide que recuerdan el sesgo fílmico de todo lo contado, su apariencia de fantasía distópica mediatizada por un imaginario en fase con la tecnología y la cultura más avanzadas. Y un supremo sentido de la ironía a prueba de catástrofes ecológicas, pandemias sexuales, calamidades sociales y otros desastres inevitables de la vida posmoderna: “Esta película trata de América. De lo que fue América, de lo que podría ser, y cómo los detractores del sueño americano acaban siendo derrotados”.
El blade runner protagonista, un “chico salvaje” paradigmático de las violentas fantasías homosexuales de Burroughs, es un ángel desnudo de polla tiesa y mirada esquiva que recorre la ruinosa ciudad como un heraldo pasoliniano con sus “sandalias aladas y un botiquín portátil”. Se llama Billy, como el personaje de la novela de Nourse, pero también como el hijo escritor de Burroughs, con quien este mantendría patológicas relaciones paternofiliales hasta su prematura muerte dos años después de publicada esta fascinante novela.
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