Dice Fernando Savater en el prólogo televisivo (“Carta de ajuste”) de esta instructiva “pieza de cámara” (kammerspiel) concebida para las cámaras (El traspié, Anagrama, 2013) que “la comedia es el género propio para retratar el empeño filosófico desde sus comienzos”. El iniciador del género fue un filósofo presocrático, Tales de Mileto, quien al caer a un pozo mientras escrutaba el cielo nocturno sembrado de estrellas provocó las carcajadas groseras de una criada. Como en una comedia de Aristófanes o Plauto, la ignorancia y la inmadurez se burlan, a través de la risa de los siervos, del saber pretencioso de los filósofos. Una comedia filosófica es, pues, una comedia donde el filósofo, como engreído emblema del conocimiento inútil, se expone al ridículo, o descubre el sentido del ridículo en la mirada despectiva del otro. El pensador ilustre aparece en escena con todas sus ínfulas histriónicas para provocar la risa del espectador descreído. Esa risa vulgar es tan filosófica, en suma, como el desliz inevitable del filósofo.
El humor de Savater es refinado como los puros que
ostenta a menudo en sus fotografías para darse humos de hedonista inteligente.
Aquí decide darse al humor sin profilaxis moral. Al elegir gastarle una broma
simpática a un filósofo preferido (“uno de los primeros filósofos que leí y uno
de los últimos que dejaré de releer”), el lector debe entender que la broma se
la gasta también a sí mismo. Arthur Schopenhauer es el representante eximio del
pesimismo decimonónico más acendrado, pero Savater lo retrata con ingenio
meridional en compañía de una hermosa escultora (Elisabet Ney) que trata de
inmortalizar su espíritu singular en un busto de arcilla, materia primigenia
con que Elohim esculpió a sus criaturas edénicas antes de infundirles dramática
vida. Mientras el idealista Schopenhauer, al concluir la sesión de posado, desgrana su
ideario desengañado sobre lo divino y lo humano, la fascinación femenina de la
artista por la vehemencia viril del pensador septuagenario se contagia a este,
creando un clima de coqueteo inofensivo entre ambos.
La tentación galante del filósofo misógino, defensor
acérrimo de la renuncia al deseo vital, se ve comprometida, como en las mejores
comedias de salón, por la irrupción de un tercero discordante, Rodrigo de
Zúñiga, seguidor español de Schopenhauer que pretende publicar un breviario
traducido de sus geniales aforismos. Savater confiesa en el epílogo (“Despedida
y cierre”) que se inventó a este intrépido personaje de “cabo a rabo”. La
relevancia del “rabo” es solapada, sin embargo, en lo que ocurre durante la
sesión de espiritismo a la que el trío se entrega impelido por la curiosidad
irracional del filósofo acerca del más allá. En esta escena rubrica la obra su
designio mordaz y alcanza un clímax de picardía erótica. Mientras el adusto
filósofo se embelesa con la patraña espiritista, el falso médium se aprovecha
de la equívoca situación, más digna de un entremés cervantino que de un drama
de su admirado Calderón, seduciendo delante de sus metafísicas narices a la
atractiva escultora.
La primera versión de El traspié fue escrita en los ochenta para la vieja TVE de Pilar
Miró, aquel proyecto de revolución audiovisual seria en un país que se tomaba
la televisión a risa por culpa de la censura. Es obvio que Pilar, como indica
la dedicatoria, miró y admiró la pieza original, tal es la malicia con que Savater
escenifica, en el papel o en la pantalla, su comedia filosófica sobre los
maleficios del deseo y las gratificaciones del goce en un mundo desolador.
Nunca el rigor germano de Schopenhauer fue tan cómplice del libertinaje francés
de Crébillon o la ironía inglesa de Sterne.
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