lunes, 18 de febrero de 2013

DON JUAN EXPLICADO A LAS NIÑAS


[Alessandro Baricco, La historia de Don Juan, Anagrama, trad.: Xavier González Rovira]

 
¿Quién soy? Un hombre sin nombre.

-El burlador de Sevilla,
atribuido a Tirso de Molina-

 Miente el hombre que dice no haber soñado nunca con seducir y poseer las infinitas máscaras de la feminidad. Miente la mujer que dice no haber soñado nunca con ser seducida y poseída por el único hombre que, burlando todas las leyes humanas y divinas, se encuentra a la altura de sus deseos. Mienten todos en público, hombres y mujeres, sobre sus verdaderos deseos y dicen solo la verdad en privado, en la soledad del dormitorio, el encuentro furtivo, la aventura secreta o la fantasía inconfesable. Pasados los siglos, revolucionadas las culturas y liberadas las costumbres, Don Juan persiste en su papel de crítico insidioso, de molesto infiltrado en el orden de un mundo construido no para el placer de los sentidos sino para la obligación conyugal y el consuelo psicológico o afectivo de la pareja, no para el goce carnal del otro sino para la reproducción genética de lo mismo y la transmisión estricta del patrimonio.
Hace bien Baricco en querer salvar las historias que la literatura ha convertido en míticas. De entre todas ellas, ninguna más contemporánea que la paradójica historia de Don Juan, ese seductor compulsivo, ese libertino libertario, el gran amigo de las mujeres, aunque algunas tarden en reconocerlo como cómplice erótico, y el gran enemigo de los valores masculinos codificados en el opresivo sistema patriarcal. Y es que para Don Juan, al revés que para el resto de sus rivales de sexo, no existe la Mujer, como variante de la virgen idealizada del culto monógamo, sino las mujeres, el efímero femenino experimentado en su promiscua multiplicidad. Don Juan es un libertino con conciencia de tal y su atrevida conducta, exenta de las ataduras hipócritas que causan la tristeza y el aburrimiento de sus semejantes, solo responde al desafío existencial de la libertad y el placer.
De todas formas, el eufórico hedonismo del personaje se reconoce más en la suprema música de Mozart y el libreto irónico de Lorenzo Da Ponte que en los rimbombantes ripios del “Tenorio” de Zorrilla, en la incisiva sátira de Molière, el grandlocuente poema de Byron y la grotesca nouvelle “El elixir de larga vida” de Balzac que en el ingenioso, pero lastrado, drama católico atribuido a Tirso de Molina. Así lo vio antes que nadie el filósofo Soren Kierkegaard, autor de un curioso Diario de un seductor que intrigó a Baudrillard con sus premisas éticas y sus paradojas estéticas, como refleja su fascinante tratado De la seducción. En pleno siglo mojigato y puritano, Kierkegaard salió bailando, en un arrebato de pasión erótica, de una escenificación del Don Giovanni mozartiano convencido de que Don Juan era el colmo de la alegría existencial, la alegoría absoluta del sujeto que se enfrenta sin miedo a la muerte tras vivir al límite una vida digna de ser vivida.
Volver a contar la historia inmortal de Don Juan, como hace Baricco con gracia y elegancia, sirve en definitiva para explicar a las niñas y los niños de hoy, pero también a las víctimas masificadas de la regresiva infantilización en curso, la complejidad ética de la vida adulta, que los menores solo conocen deformada a través de sus padres y familiares, o de las representaciones estereotipadas del cine y la televisión. Si son inteligentes, entenderán sus postulados como una lección fundamental para una vida que carece ya de otra dimensión que la mundana. Si están empapados de la moralina de sus ascendientes, solo verán en Don Juan la encarnación del horror y la inmoralidad.
Como dice Baricco, simplificando el dilema donjuanesco, la pregunta polémica que plantea esta figura del conquistador dionisíaco y supernumerario es tan candente hoy como hace tres o cuatro siglos, pero quizá se haya vuelto, bajo el dominio de la corrección política y la cursilería biempensante, aún más impertinente y perturbadora en nuestro tiempo: “¿somos culpables cuando deseamos algo que hace daño a otras personas? ¿O nuestros deseos son siempre inocentes y tenemos derecho a intentar hacerlos realidad?”.

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